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Se oyó un fuerte portazo detrás de nosotras. El banquero recién instalado en el apartamento del primero que daba al norte se asomó al hueco de la escalera, con las manos en las caderas, sacando agresivamente la mandíbula. Llevaba un pijama de algodón con rayas marineras; pese a su cara soñolienta y legañosa, estaba perfectamente peinado.

– ¿Qué diablos ocurre aquí? Puede que no tenga que trabajar para vivir -Dios sabe qué hará allá arriba todo el día-, pero yo sí. Si tiene que despachar negocios en mitad de la noche, tenga un poquito de consideración para con sus vecinos y no lo haga en medio del vestíbulo. Si no se callan y se largan de aquí, llamaré a la policía.

Le miré fríamente.

– Arriba regento un refugio de drogatas. Ésta es mi camello. Podrían arrestarle por complicidad si le encuentran merodeando por aquí cuando lleguen los maderos.

Elena soltó una risita, pero dijo:

– No seas grosera con él, Victoria, nunca se sabe si vas a necesitar que un chico con esos fabulosos ojos haga algo por ti -y añadió, dirigiéndose al banquero-: no te preocupes, cielo, acabo de llegar. Vamos a dejarte volver a tus reparadores sueños.

Tras la puerta cerrada del uno sur empezó a ladrar un perro. Volvieron a rechinarme los dientes y empujé adentro a Elena, cogiéndole la bolsa de mano al verla dar traspiés bajo su peso.

El banquero nos observó entornando los ojos. Cuando Elena pasó dando tumbos frente a él, puso cara de auténtico horror y se retiró apresuradamente a su apartamento, forcejeando con el cerrojo. Traté de empujar a Elena hacia arriba, pero ella quería detenerse y hablar del banquero, preguntándome por qué no le había pedido que le subiera la bolsa.

– Hubiera sido una manera perfecta de trataros un poco vosotros dos, de intentar arreglar las cosas.

Estaba a punto de aullar de frustración cuando se abrió la puerta del uno sur. Salió el señor Contreras, una visión tambaleante en su batín carmesí. La perdiguera dorada que compartíamos él y yo estaba tirando de su correa, pero cuando me vio, sus graves gruñidos se convirtieron en gemidos de excitación.

– Ah, eres tú, pequeña -dijo el viejo, aliviado-. Esta princesa me ha despertado y luego he oído todo ese ruido y he pensado: oh, Dios mío, está ocurriendo lo peor, alguien está forzando la puerta a media noche. Deberías ser más considerada, niña, es duro para los que tienen que trabajar tener que levantarse así a media noche.

– Sí, claro -asentí presurosa-. Y, contrariamente a la opinión pública, yo soy una de esas personas trabajadoras. Y créame, no tenía más deseos que usted de levantarme de la cama a las tres de la madrugada.

Elena exhibió su mejor sonrisa y le tendió la mano al señor Contreras como si fuese Lady Di saludando a un soldado.

– Elena Warshawski -dijo-. Encantada de conocerle. Esta niña es mi sobrina, y es la sobrina más guapa y dulce que se pueda soñar.

El señor Contreras le estrechó la mano, parpadeando como un búho frente a un reflector.

– Encantado de conocerla -repitió automáticamente y con poco entusiasmo-. Escucha, niña, deberías llevar a esta señora, ¿tu tía, dices?, deberías llevarla arriba y meterla en la cama. No se la ve muy bien.

El agrio y fermentado olor también le había alcanzado.

– Ya, es exactamente lo que voy a hacer. Vamos, Elena. Vamos arriba. ¡Hora de irse a la camita!

El señor Contreras volvió a su apartamento. La perra estaba ofendida: si todos estábamos de juerga, ella también quería apuntarse.

– No ha sido muy educado -resopló Elena cuando la puerta del señor Contreras se cerró tras él-. Ni siquiera me ha dicho su nombre, encima de que me he tomado la molestia de presentarme.

Siguió refunfuñando sin parar mientras subía. Yo no dije nada, me conformé con mantener una mano en el hueco de su espalda para propulsarla en la dirección adecuada, apremiándola para que siguiera cuando hizo ademán de pararse en el descansillo del segundo para recobrar el aliento.

Una vez en mi apartamento quiso explayarse en ¡Ohs! y ¡Ahs! ante mis posesiones. La ignoré y corrí la mesita baja para poder abrir el sofá cama. Lo preparé y le enseñé dónde estaba el cuarto de baño.

– Ahora escucha, Elena. No vas a pasar aquí más de una noche. No pienses siquiera que lo voy a discutir, porque no pienso hacerlo.

– Claro, cariño, claro. ¿Qué le ha ocurrido al piano de tu mamá? ¿Lo has vendido o algo para comprar este adorable piano de cola?

– No -atajé. El piano de mi madre había perecido en el incendio que destruyó mi propio apartamento tres años atrás-. Y no pienses que me vas a distraer de lo que acabo de decir divagando sobre el piano. Me vuelvo a la cama. Puedes dormir o no, como quieras, pero por la mañana te me vas a otro sitio.

– Oh, no pongas esa cara de enfado, Vicki. Victoria, quiero decir. Te vas a estropear el cutis si arrugas el ceño así. ¿Y adonde más se supone que voy a recurrir en mitad de la noche si no es a mi propia sangre?

– Déjalo ya -repuse hastiada-. Estoy demasiado cansada para eso.

Cerré la puerta del vestíbulo sin dar las buenas noches. No me molesté en advertirle que no fisgoneara en mi casa en busca de alcohoclass="underline" si lo quería a toda costa, lo encontraría, y luego se disculparía mil veces a la mañana siguiente por haber roto su promesa de no bebérselo.

Permanecí acostada, incapaz de dormir, sintiendo la presión de la presencia de Elena desde el cuarto contiguo. La oí trastear por ahí durante un rato, y luego el rumor del televisor, consideradamente a bajo volumen. Maldecía a mi tío Peter por haberse mudado a Kansas City y me arrepentía de no haber tenido la precaución de largarme a Quebec o a Seattle, o a algún otro lugar igual de distante de Chicago. A eso de las cinco, cuando los pájaros iniciaron el gorjeo que precede al alba, me sumí por fin en un incómodo sueño.

Capítulo 2

Las profundidades del abismo

El timbre de la entrada me volvió a arrancar del sueño a las ocho. Volví a ponerme la sudadera y el pantalón corto y entré dando traspiés en el cuarto de estar. Nadie respondió a mi pregunta por el telefonillo. Me acerqué a la ventana y divisé al banquero camino de Diversey, contoneando los hombros con aire satisfecho. Chasqueé el pulgar en dirección a su espalda.

Elena siguió durmiendo durante toda la escena, incluidos mis gritos por el telefonillo. Durante un instante me sentí poseída por el impulso colérico del banquero, tuve ganas de despertarla y hacer que se sintiera tan incómoda como yo.

La miré con asco. Estaba acostada boca arriba, con la boca abierta, emitiendo irregulares ronquidos al inspirar, y unos cortos bufidos al exhalar. Tenía la cara congestionada. Los capilares rotos de su nariz se destacaban claramente. A la luz del día pude ver que el camisón violeta hacía tiempo que necesitaba un viaje a la lavandería. La visión era espantosa. Pero también era insoportablemente patética. Nadie debería verse expuesto a las miradas de un extraño mientras duerme, y menos aún alguien tan vulnerable como mi tía.

Con un escalofrío, me dirigí rápidamente a la parte trasera del piso. Desafortunadamente, su patetismo no aplacaba mi irritación por tenerla allí. Gracias a ella, sentía como si alguien hubiese descargado un camión de gravilla en mi cabeza. Lo peor de todo era que al día siguiente tenía que exponerle un proyecto a un potencial cliente. Quería terminar mis gráficos y hacer que les sacaran unas diapositivas. Y, al parecer, iba a tener que pasarme el día buscando alojamiento. Según el tiempo que me llevara, podía terminar pagando el cuádruple por las diapositivas por pedirlas a deshora.

Me senté en el suelo del comedor y practiqué algunos ejercicios respiratorios, tratando de aflojar el nudo que tenía en el estómago. Finalmente conseguí relajarme lo suficiente como para hacer mis estiramientos antes de correr.