Claro. Olvidaba el dinero. Cien dólares para pagar la cuenta de Cerise y el fondo de ayuda a algunos de los clientes indigentes de la clínica. Lotty, furiosa conmigo por haber interrumpido su consulta del día con un caso así, no estaba de humor para rebajar sus servicios. Me saqué la chequera del bolso y extendí el cheque.
– Supongo que debí llevarla al hospital -dije abatida, alargándoselo a la señora Coltrain-, pero se puso mala tan repentina y tan violentamente que tuve miedo de que se me muriera en los brazos. No sabía si tenía alguna enfermedad nerviosa o si era el bajón de la heroína, o qué. Si vuelve a pasar algo así, y espero que no, no les molestaré.
Eso calmó rápidamente a Lotty: odia que cuestionen la calidad de su atención. Su tono era algo menos abrupto cuando respondió.
– Era una combinación de heroína y embarazo. Si es que hay alguna esperanza para ese feto, Cerise necesita ingresar en un programa de desintoxicación hoy mismo.
– No pondría mi mano al fuego de que lo vaya a hacer -repuse-. Quiero intentar comunicarme con la madre de Cerise.
Expliqué que Zerlina podía estar en el Michael Reese, recuperándose del incendio, pero que no sabía su apellido. Carol salió para llamar por mí al hospital; se sentía irracionalmente responsable de Cerise, que estaría vagando por las calles, adicta y embarazada. Conseguir el apellido de Zerlina era una ayuda práctica que estaba a su alcance.
– No es problema tuyo -intenté explicarle cuando volvió a los pocos minutos-. Si Cerise es propensa a la autodestrucción, no puedes detenerla. Ya deberías saber eso.
– Sí, Vic -admitió Carol-, lo sé. Pero siento como si te hubiéramos dejado en la estacada. En parte es por eso por lo que Lotty está tan furiosa, sabes. Quiere trabajar a un nivel tan alto que cuando fracasa en salvar a alguien se lo toma como cosa personal. Y más aún siendo alguien que has traído tú.
– Tal vez -dije, dudosa. La verdad es que me alegré de que Cerise se hubiese esfumado. Era arte de magia. Ya no tendría que cuidar más de ella.
– Por cierto, el apellido de la madre es Ramsay -Carol me lo deletreó-. Está en la habitación cuatrocientos veintidós del edificio principal del hospital. Le he dicho a la jefa de enfermeras que eres una asistente social, para que no tengas ningún problema para entrar a verla. Le di las gracias torciendo el gesto. ¡Asistente social! Era una descripción acertada de cómo me había pasado el tiempo desde que Elena apareció en mi puerta la semana anterior. Tal vez era hora de que me volviese republicana e imitara a Nancy Reagan. A partir de ahora, cuando alguna vagabunda alcohólica, adicta o preñada se acercase a mi puerta, diría simplemente que no.
Capítulo 11
Subí al Chevy y me derrumbé sobre el volante. Eran sólo las doce, pero estaba tan cansada como si me hubiese pasado una semana escalando el Everest. Un leve olor a vómito seguía flotando en el coche, a pesar de los veinte minutos que me había pasado frotando el asiento trasero. Al cabo de un rato me di cuenta de que lo que estaba oliendo era mi propia ropa. Me había ensuciado los vaqueros al arrodillarme en el asiento del coche, sólo que Elena me tenía tan crispada que no me había dado cuenta antes. Con un violento estremecimiento, encendí el motor y me dirigí al sur a toda velocidad, sin molestarme en mantenerme alerta a los guindas. Lo único que quería era volver a casa, quitarme la ropa y frotarme y lavarme con todas mis fuerzas.
Dejé el Chevy en un peligroso ángulo a un metro o así de la curva, y subí las escaleras de dos en dos. Casi sin poder esperar a estar dentro para desnudarme, tiré el vaquero, la camiseta y las bragas, amontonándolos en la entrada, y me fui derecha al baño. Estuve bajo el agua caliente casi media hora, me lavé dos veces la cabeza y me froté concienzudamente. Finalmente me sentí limpia, depurada mi vida de adictas y de alcohólicas.
Me vestí lentamente, tomándome el tiempo de pintarme y de arreglarme el pelo con algo de gel. Un vestido de algodón dorado con grandes botones negros me hizo sentir elegante y segura. Hasta busqué en el armario del vestíbulo un bolso negro que hiciera juego con mis zapatos.
Al salir recogí el montón de ropa y la bajé al sótano. Las sábanas estaban listas para la secadora, pero mi fervor doméstico tiene límites: embutí mis vaqueros junto con las sábanas y puse el ciclo de lavado desde el principio.
Para entonces ya era algo más de la una. No me daba tiempo a comer si quería ver a Zerlina antes de reunirme con Dominic Assuevo. Y supongo que sí quería verla, a pesar de que mi entusiasmo por la familia Ramsay estaba a la baja. Me dirigí hacia la calzada de la orilla del Lago y me uní a la corriente en dirección al sur.
El hospital Michael Reese domina la orilla del Lago a lo largo de unos dos kilómetros o más desde la calle Treinta y Siete. Di varias vueltas al edificio antes de que alguien saliera de un parquímetro: conmigo que no contaran para pagar el estacionamiento por esta visita. Había una vigilante en una jaula de cristal en la entrada. No le preocupó que pudiera ser una trabajadora social o la asesina del hacha, así que no tuve que utilizar el ardid de Carol para poder subir al cuarto piso.
El olor característico a hospital -una mezcla de medicamentos, antisépticos y sudor de la gente que sufre- me hizo retroceder involuntariamente al salir del ascensor. Había pasado demasiado tiempo en hospitales con mis padres cuando era más joven, y ese olor siempre me recuerda la angustia de aquellos días. Mi madre murió de cáncer cuando yo tenía quince años, y mi padre de enfisema unos diez años después. Era un fumador empedernido y hay días que aún me rebelo contra eso. Especialmente hoy, que me sentía asediada.
Zerlina Ramsay estaba en una habitación de cuatro camas. Los televisores fijados a gran altura en las paredes opuestas emitían conflictivos culebrones. Dos mujeres me miraron con indiferencia cuando entré pero volvieron inmediatamente su atención hacia la pantalla; las otras dos ni siquiera levantaron la vista. Me quedé dubitativamente en el umbral durante unos instantes, tratando de determinar cuál de las tres mujeres negras podía ser Zerlina. Ninguna de las tres tenía un parecido aplastante con Cerise. Finalmente vi un aviso colgado en una de las camas advirtiéndome que no fumase si estaban utilizando el oxígeno. La mujer que estaba en ella tenía el brazo izquierdo cubierto con una gasa. Pequeña y de constitución maciza, como podía verse bajo la exigua bata del hospital, era la última que hubiese elegido, pero Zerlina estaba allí por intoxicación por humo, así que supuse que había necesitado oxígeno. Estaba conectada a algo que parecía un marcapasos.
Me acerqué a la cama. Volvió la mirada hacia mí a desgana, con los ojos suspicazmente entornados en su ancha cara.
– ¿Señora Ramsay? -no contestó, pero tampoco lo negó-. Me llamo V. I. Warshawski. Creo que usted conoce a mi tía Elena.
Sus ojos oscuros parpadearon de sorpresa; me examinó cautelosamente.
– ¿Está segura? -tenía la voz ronca por llevar tiempo sin hablar y carraspeó discretamente.
– Me contó que las dos solían juntarse en el Indiana Arms a tomarse unas cervezas.
_ ¿Y…?
– Apreté los dientes y ataqué directamente.
– Y la noche pasada estaba esperándome en la puerta con Cerise.
– ¡Cerise! ¿De qué planeta bajaba esa chiquilla?
Eché un vistazo circular a la habitación. Tal y como me temía, sus compañeras estaban más interesadas en la actuación en vivo que en la tele. No hacían el menor esfuerzo por disimular su curiosidad.