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Le miré sin pestañear.

– ¿Como cuáles? Bueno, no importa. Para que te quedes tranquilo, nadie me ha pedido que me ocupe del incendio. Pero cuanta más gente me dice que no toque algo, más ganas tengo de extender la mano sólo para ver qué tiene de especial.

Alzó impacientemente un hombro.

– Lo que tú digas, Vic. Tengo que largarme.

Atravesó el vestíbulo, saludando a los hombres de uniforme con su habitual buen humor. Sacudí la cabeza y salí.

Bessinger me alcanzó cuando estaba cruzando la avenida State.

– No corras tanto, Vic. Me gustaría saber qué se cocía entre tú y Monty en esa reunión.

Me detuve y le miré firmemente.

– Dímelo tú. Me preguntaba por qué no dijiste nada para explicar por qué te pareció justificado molestar a Montgomery basándote solamente en mi llamada telefónica.

Levantó los brazos.

– He visto un montón de incendios en mi vida. Yo no me meto entre el acelerador y las astillas. Además, sí que he intentado hablar con él. Por eso me he quedado después que tú. Pero sigo sin entender por qué está tan alterado respecto a éste. Aparte de la falta de hombres, parece que se lo ha tomado como una afrenta personal. ¿Por qué?

Sacudí la cabeza.

– Entiendo que a él y a Assuevo les pueda joder que el laboratorio busque en las cenizas un cuerpo inexistente. Pero yo lo único que hice fue llamarte primero a ti por si tú sabías algo. Como no sabías nada, tomé el camino más largo, es de cir, averigüé el apellido de la madre del bebé para buscar a su madre. A la abuela, quiero decir.

– ¿No lo sabías cuando llamaste? -su tono no era acusador, más bien perplejo.

– Yo nunca había visto antes a la chica, la madre de la niña, hasta que vino a mi casa, la noche pasada. Había dejado a la cría con su madre, Zerlina Ramsay, en el Indiana Arms, y no quería que yo hablara con la señora Ramsay. Dijo que si yo me enteraba de su apellido iba a meter a su madre en apuros, que nunca iba a poder encontrar otra vivienda. Pero ella es yonqui, y no sé si era paranoia de drogata, preocupación sincera por su madre, o qué.

Estábamos parados en la calzada junto a la curva. Los coches de patrulla que subían por State hacia la entrada nos rozaban al pasar. Al apartarme para evitar a un hombre que acababa de ser depositado por una larga limusina, tropecé con una mujer que bajaba la calle al trote en dirección a Dearborn.

– ¿No puede mirar por dónde va? -me gritó.

Abrí la boca para replicarle con alguna hostil belicosidad, pero pensé que tal vez ya me había peleado lo suficiente ese día y pasé de ella.

Robin miró su reloj.

– No tengo que volver a la oficina. ¿Quieres ir a beber algo? Me temo que si alguien más tropieza con nosotros, Monty es capaz de arrestarnos, con los humos que tiene.

De repente me sentí muy cansada. No había parado desde las ocho de la mañana, cuando limpié lo de Elena y Cerise. Dos personas tan dispares como Lotty y Roland Montgomery me habían echado un rapapolvo. Se me ocurrió que un lugar limpio, con buena luz, y un vaso de whisky me sentarían como una prescripción del médico.

Robín había venido en taxi desde Ajax. Caminamos juntos hasta el Chevy y nos dirigimos, entre el primer tráfico de hora punta, hacia el Golden Glow, un bar que conocía y que me encantaba, en el sur del Loop. Dejamos el coche ante un parquímetro en Congress y caminamos tres manzanas hasta el bar. Sal Barthele, la dueña, estaba sola con un par de hombres paladeando sus cervezas junto a la barra de caoba en forma de herradura. Me dirigió una majestuosa inclinación de cabeza mientras conducía a Robin hasta un pequeño velador del rincón. Esperó a que estuviésemos instalados y a que Robin terminara de extasiarse ante las auténticas lámparas Tiffany antes de tomarnos el pedido.

– ¿Lo de siempre, Vic? -me preguntó Sal después de que Robin pidiera una cerveza.

Lo de siempre es un Black Label. Recordé la cara congestionada, surcada de venitas, de Elena, mis desaparecidas tarjetas de crédito y la admonición de Zerlina de seguir con mis tres mil botellas menos que mi tía. Luego pensé: joder, tengo treinta y siete años. Si tuviese que emborracharme cada vez que me siento amenazada por la vida, habría empezado a hacerlo hace tiempo. Cuando me apetezca un whisky, me tomaré un whisky.

– Sí-dije con más vehemencia de la que pretendía.

– ¿Estás segura, chica? -se burló cariñosamente Sal; luego se dirigió hacia la barra para prepararnos las bebidas. Sal es una hábil mujer de negocios. El Glow es sólo una de sus inversiones y podría fácilmente permitirse encargárselo a un gerente. Pero también fue su primera empresa y le gusta presidirla en persona.

Robin tomó un sorbo de su caña y abrió apreciativamente los ojos.

– He debido pasar delante de aquí unas cien veces, yendo al Seguro. ¿Cómo he podido perderme esta mixtura?

La cerveza de Sal se la fabrica especialmente un pequeño cervecero de Steven's Point. Yo no soy aficionada a la cerveza, pero mis amigos que sí lo son piensan que es cosa fina.

Le conté a Robin algo de lo de Sal y sus operaciones, y luego dirigí de nuevo la conversación hacia lo del Indiana Arms.

– ¿Has encontrado alguna prueba de que el dueño estuviese intentando vender la casa?

Robin sacudió la cabeza.

– Es demasiado pronto para saberlo. No descartamos sus limitaciones, pero no es eso lo que importa. La cuestión está en qué pasa con el edificio y con él, y con sus finanzas. Aún no hemos llegado a eso.

– ¿Qué dice Montgomery?

Robin frunció el ceño y se acabó la cerveza antes de contestar.

– Nada. No piensa emplear más fuerzas en investigar el incendio.

– ¿Y tú no estás de acuerdo? -bebí un vaso de agua y luego me tragué el resto del whisky. El calor se extendió lentamente desde mi estómago hasta mis brazos, y parte de la tensión que la jornada me había acumulado en los hombros desapareció.

– Nunca pagamos la indemnización cuando hay incendio provocado de por medio. Es decir, a menos que sea cien por cien seguro que no ha sido amañado por el asegurado.

Levantó su vaso a la intención de Sal y ella trajo otra caña. Traía también la botella de Black Label pero yo sacudí la cabeza ante la idea de una segunda copa. Elena debía de estar afectándome, a fin de cuentas.

– Pero es que no entiendo a Montgomery He trabajado anteriormente con él. No es un tío fácil, allí las cosas no son relajadas, pero nunca lo había visto tan antipático como ha estado contigo esta tarde.

– Debe de ser mi encanto -dije en tono ligero-, a algunos hombres les afecta de esa manera- no creí que valiese la pena explicarle a un extraño mi teoría respecto a Montgomery y a Bobby Mallory.

Robin se negó a reír.

– Es algo con relación a ese incendio. ¿Por qué, si no, me iba a decir que el caso estaba cerrado? Me ha dicho que sólo lo habían vuelto a abrir porque creían que había un cadáver allí. Ahora quieren ocupar a sus hombres donde más urgentemente se les necesita.

– Nunca he trabajado con los de bombas y atentados, pero supongo que no son demasiado distintos de los demás policías: faltan hombres y sobran crímenes. A mí no me parece tan increíble que Montgomery quiera abandonar una investigación en ese mausoleo, asegurado en menos de lo que debiera, y en una de las zonas más mugrientas de la ciudad. Puede que los bomberos y los polis sirvan y protejan a todos, pero son humanos: responderán primero a los vecinos con mayor influencia política.

Robin hizo un ademán de impaciencia.

– Tal vez tengas razón. Las compañías de seguros tienen que ser más estrictas con los incendios intencionados. Tal vez Montgomery se quiera concentrar en la Costa Dorada, pero nosotros no podemos ser tan elitistas. Aunque él abandone el Indiana Arms, nosotros no lo haremos. Al menos no por ahora.

O al menos no hasta que su jefe reorganizara su sentido de las prioridades. Pero este último pensamiento perverso me lo guardé para mí, y dejé que la conversación derivara hacia el placer de ser propietario de una casa. Robin acababa de comprar una casa de dos pisos en Albany Park; alquilaba el piso de abajo y vivía en el de arriba, tratando de rehabilitar el conjunto en su tiempo libre los fines de semana. Quitar barniz y extender pintura antihumedad no es exactamente la idea que yo tengo de la diversión, pero estoy plenamente dispuesta a aplaudir a cualquiera que se proponga hacerlo.