– ¿Es eso lo que haces, Vicki? -preguntó Bobby-. ¿Te has quedado sin tu oficina del centro?
Apreté los dientes pero no intenté resistirme cuando me cogió del brazo y me empujó por la senda; sin duda el siguiente en salir sería el señor Contreras junto con la perra, si seguíamos allí más tiempo.
– Elena -expliqué brevemente-. Ha venido unas cuantas veces la semana pasada. Siempre pasada la medianoche, claro.
– No la he vuelto a ver desde el entierro de Tony. Ni siquiera sabía que seguía en la ciudad.
– A mí también me hubiera gustado no volver a verla. Se le quemó la casa el miércoles pasado, ya sabes, el incendio del edificio ese de viviendas individuales, cerca de McCormick Place.
Bobby gruñó.
– Así que acudió a ti. En el fondo, no sois tan distintos, entre parientes, supongo.
Eso me dejó sin habla para el resto del corto trayecto. Bobby me abrió la puerta de atrás. Saludé con la mano a Robin y me subí.
Michael estaba sentado en el asiento de delante, y John McGonnigal -el sargento con el que Bobby prefería trabajar- en el de atrás. Saludé a ambos. Mantuvieron una animada conversación sobre asuntos de la policía durante todo el trayecto hasta el depósito de cadáveres. Aunque hubiera querido, no hubiese podido participar en la conversación.
Capítulo 15
Algún burócrata con sentido práctico puso el depósito municipal en el barrio Oeste, la zona con el mayor índice de homicidios: así se les ahorra un gran desgaste a los furgones de fiambre que tienen que transportar los cadáveres sólo unas manzanas más allá. Incluso a la luz del día, el cubo de hormigón parece un bunker en medio de una zona de guerra; a medianoche, es el lugar más deprimente de la ciudad.
Conforme caminábamos hasta las puertas metálicas corredizas marcadas "Entregas", Furey se puso a soltar una serie de observaciones jocosas, una especie de defensa contra su propia mortalidad, supongo, pero que no dejaba de ser desagradable. Por lo menos McGonnigal no le imitó. Me alejé para no oír hacia la entrada, una pequeña caja de cristal blindado cuya puerta interior estaba bloqueada. Un corrillo de empleados junto al mostrador de recepción, dentro de la caja, me miraron y prosiguieron su animada conversación. Cuando Bobby se materializó tras mi hombro izquierdo, la fiesta se interrumpió y alguien pulsó el botón de apertura de la puerta.
La abrí cuando sonó el zumbido y la mantuve abierta para que entraran Bobby y los muchachos. Furey seguía sin mirarme, ni siquiera cuando me esforzaba por ser súper educada. Era la última vez que iba a una fiesta política con él, de eso podía estar segura.
Para la gente que viene a identificar a sus queridos allegados, el municipio ha puesto una pequeña sala de espera amueblada. Se puede incluso mirar una pantalla de vídeo en vez del cadáver directamente. Bobby no creyó que yo necesitara tales amenidades. Empujó la doble puerta que daba a la sala de autopsias. Le seguí, tratando de andar con desenfado.
Era una sala utilitaria, con lavaderos y equipo para que cuatro forenses pudiesen trabajar a la vez. En plena noche la única persona presente era un celador, un hombre de mediana edad con vaqueros y la bata verde del personal hospitalario echada al descuido sobre los hombros. Estaba inclinado sobre una revista de automóviles y camiones. Los Sox aparecían en una pantalla de veinte centímetros sobre una silla frente a él. Nos miró con indiferencia, levantándose sin prisas cuando Bobby se identificó y le dijo lo que queríamos. Se acercó a las espesas puertas dobles que conducían a la cámara frigorífica.
Dentro había cientos de cuerpos dispuestos en hileras. Sus torsos estaban parcialmente cubiertos con plástico negro, pero las cabezas estaban expuestas, arqueadas hacia atrás, con la boca abierta de sorpresa ante la muerte. Sentí que la sangre se me retiraba del cerebro. Esperaba no estar poniéndome verde, hubiera sido la guinda de la velada si llego a marearme delante de Furey y de McGonnigal. Al menos Furey se había callado, algo es algo.
El celador consultó una lista de su bolsillo y se acercó a uno de los cuerpos. Cotejó la etiqueta sujeta al pie con su lista y se dispuso a llevar la camilla a la sala de autopsias.
– Vale así -dijo Bobby tranquilamente-. La miraremos aquí.
Bobby me llevó hasta la camilla y apartó la envoltura de plástico para dejar al descubierto el cuerpo entero. Cerise clavó sus ojos en mí. Desnuda parecía patéticamente flaca. Las costillas le sobresalían siniestramente bajo los pechos; su embarazo aún no había provocado ninguna redondez en su vientre hundido. Sus trenzas, cuidadosamente entreveradas de cuentas, se extendían en desorden sobre la mesa: involuntariamente extendí una mano para alisárselas.
Bobby me observaba atentamente.
– Sabes quién es, ¿verdad?
Sacudí la cabeza.
– Se parece a dos mujeres que he conocido de pasada. ¿Qué tenía que te hizo pensar que la conocía?
Volvió a apretar los labios -tenía ganas de insultarme pero pertenece a una generación que no dice tacos a las mujeres.
– No juegues conmigo, Vicki. Si sabes quién es, dínoslo para que podamos buscar a sus colegas.
– ¿Cómo murió? -pregunté.
– Aún no lo sabemos; no le harán la autopsia hasta el viernes. Probablemente sobredosis de heroína. ¿Te ayuda eso a distinguirla de las demás? -el sarcasmo de Bobby era siempre burdo.
– Pero bueno, ¿por qué te preocupa? Yonquis muertas las hay a docenas por ahí. Y aquí tenemos a tres expertos de homicidios sólo tres horas después de su hallazgo.
Los ojos de Bobby lanzaron destellos.
– Tú no diriges el departamento, Vicki. No tengo que rendirte cuentas de cómo gasto mi tiempo.
La intensidad de su enfado me sorprendió; también clamaba claramente que no estaba allí por gusto. Observé pensativamente a Cerise. ¿Qué había en su vida o en su muerte que pudiese ejercer presión desde arriba en la División Central en tan corto lapso de tiempo?
– ¿Dónde la encontraron? -pregunté bruscamente.
– En la obra del gran proyecto que están construyendo junto a Navy Pier -ése era McGonnigal-. El vigilante la encontró en el hueco del ascensor cuando estaba haciendo su ronda, y nos llamó. No llevaba mucho tiempo muerta cuando llegó la brigada.
– Las Torres Rapelec, ¿no es así? ¿Qué le hizo mirar por el hueco del ascensor?
McGonnigal sacudió la cabeza.
– Una casualidad. Por qué estaba en ese lugar, probablemente nunca lo sabremos tampoco. Bonito escondrijo si quieres meterte un chute en paz, pero terriblemente lejos de donde uno esperaría encontrarla.
– Bueno, ¿y qué tenía que os hizo pensar en mí?
Bobby le hizo una seña con la cabeza a Furey, que sacó una bolsa transparente de guardar pruebas. Dentro había un rectángulo de plástico. Mi fotografía estaba pegada en el ángulo izquierdo, con el mismo aspecto demencial que la que me había sacado esa mañana.
– Mmm -dije cuando la hube mirado-. Parece mi carnet de conducir.
Bobby sonrió ferozmente.
– Esto no es Second City, Victoria, y nadie se lo está pasando en grande. ¿Conoces a esta chica o no?
Asentí de mala gana. Como Bobby, detesto dar información a través de un cordón de policía.
– Cerise Ramsay.
– ¿De dónde ha sacado ese carnet?
– Me lo robó ayer por la mañana -me crucé de brazos.
– ¿Has dado parte? ¿Has dado parte del robo?
Sacudí la cabeza sin contestar.
Bobby dio tal manotazo contra el borde de la camilla que el metal resonó.
– ¿Y por qué coño no?
Estaba verdaderamente cabreado. Le miré decididamente.
– Pensaba que Elena podía habérmelo cogido.
– Oh -el fuego desapareció de su cara. Señaló con la cabeza a Furey y a McGonnigal-. ¿Por qué no me esperáis en el coche, muchachos?