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Como no quería volver a ver la cara enrojecida de Elena, bajé por la escalera de atrás y recogí a Peppy por la puerta de la cocina del señor Contreras. El viejo asomó la cabeza y me llamó justo cuando estaba cerrando la puerta; fingí no haberle oído. Pero no pude hacerme otra vez la sorda cuando volví: me estaba esperando, sentado en las escaleras de servicio con el Sun-Times, comprobando sus apuestas del día para Hawthorne. Intenté dejar a la perra y escaparme escaleras arriba, pero me agarró la mano.

– Espera un segundo, cielo. ¿Quién era esa señora a la que hiciste entrar anoche?

El señor Contreras es un mecánico retirado, viudo y con una hija casada a la que no le tiene un afecto particular. En el transcurso de los tres años que llevamos viviendo en el mismo edificio, ha llegado a tomarme el apego de un tío adoptivo, o tal vez de una lapa.

Liberé mi mano de un tirón.

– Mi tía. La hermana menor de mi padre. Siente inclinación por los hombres maduros con buenas pensiones, así que asegúrese de tener puesta toda su ropa si esta tarde se detiene a charlar.

Ese tipo de comentario siempre le sulfura. Estoy segura de que oyó -y dijo- cosas mucho peores tirado en el suelo en sus tiempos de mecánico, pero de mí no soporta ni siquiera referencias veladas al sexo. Se pone rojo y tan al borde del enfado como puede estarlo alguien con un talante tan indefectiblemente alegre como él.

– No necesitas decirme guarrerías -espetó-. Sólo estoy preocupado. Y te diré, bomboncito, que no deberías permitir que la gente venga a verte así a cualquier hora. O al menos, si lo haces, no deberías dejarles en el vestíbulo, dando unas voces como para despertar a todo el edificio.

Tuve ganas de arrancar una de las tablillas sueltas de la barandilla de la escalera y pegarle con ella.

– Yo no la invité -chillé-, no sabía que iba a venir. No quería que viniera. No quería despertarme a las tres de la madrugada.

– No hace falta que chilles -dijo con severidad-. Y aunque no la estuvieses esperando, podíais haber subido a tu apartamento para hablar.

Abrí y cerré la boca varias veces, pero no pude elaborar una respuesta coherente. Además, había dejado a Elena en el vestíbulo con la esperanza de que se sintiera lo bastante ofendida como para coger su bolsa y marcharse. Pero al hacerlo ya sabía en el fondo de mi corazón que a esa hora no podría echarla. Así que el viejo tenía razón. El darle la razón no me hizo sentirme más feliz.

– Vale, vale -gruñí-, no volverá a pasar. Ahora déjeme ir, tengo un montón de cosas que hacer hoy -subí pisando fuerte hasta mi cocina.

Desde el cuarto de estar aún seguían filtrándose unos ronquidos sordos a través de la puerta cerrada. Hice una cafetera llena y me llevé una taza al cuarto de baño mientras me duchaba. Deseando salir del apartamento lo antes posible, me puse unos vaqueros y una camisa blanca e hice una pausa en la cocina para improvisarme un desayuno.

Elena estaba sentada a la mesa de la cocina. Se había puesto una bata acolchada sucia sobre el camisón violeta. Sus manos temblaban ligeramente; utilizó las dos para llevarse la taza de café a los labios.

Mostró una sonrisa ansiosa.

– Qué estupendo café haces, cariño. Tan bueno como el de tu madre.

– Gracias, Elena -abrí el refrigerador e hice recuento de su magro contenido-. Siento no poder quedarme a charlar, pero quiero tratar de encontrarte un lugar para dormir esta noche.

– Oh, Vicki… Victoria, quiero decir. No te precipites así. No es bueno para el corazón. Déjame quedarme aquí, sólo por unos cuantos días. Sólo para reponerme del susto del infierno que viví anoche. Te prometo que no te voy a molestar para nada. Y podría limpiarte un poco la casa mientras estás en el trabajo.

Sacudí implacablemente la cabeza.

– De ninguna manera, Elena. No quiero que vivas aquí. Ni una noche más.

Su cara se arrugó.

– ¿Por qué me odias, cariño? Soy la hermana de tu propio padre. Entre familiares hay que respaldarse.

– No te odio. No quiero vivir con nadie, pero además tú y yo llevamos unas vidas particularmente incompatibles. Sabes tan bien como yo que Tony diría lo mismo si estuviese aún entre nosotros.

Hubo un doloroso episodio cuando Elena anunció que se independizaba de mi abuela y se mudó a su propio apartamento. Pero como descubrió que la soledad no era de su agrado, apareció por nuestra casa en Chicago Sur un fin de semana. Se quedó tres días. No fue mi fiera mamá quien le pidió que se fuera -el amor de Gabriella por los desvalidos era capaz de abarcar incluso a Elena-, pero mi acomodadizo padre volvió a casa un lunes después de su turno en el cementerio y se la encontró desvanecida sobre la mesa de la cocina. La metió en la unidad de desintoxicación del condado y cuando salió de allí se negó a dirigirle la palabra durante seis meses. Al parecer, Elena también recordaba este episodio. Los pucheros desaparecieron de su cara. Parecía destrozada y, no sé por qué, más real.

Le apreté suavemente el hombro y le ofrecí unos huevos. Sacudió la cabeza sin decir palabra y me contempló en silencio mientras yo untaba pasta de anchoas en una tostada. Me la comí rápidamente y salí antes de que la conmiseración turbara mi juicio.

Eran ya más de las nueve. Ya se estaban terminando los atascos de la mañana y llegué rápidamente a la autovía pasando por Belmont. Pero al acercarme al Loop, el tráfico se iba inmovilizando conforme avanzábamos entre un laberinto de obras. Las cuatro millas de la calzada del Ryan entre la calle Eisenhower y la Treinta y Uno, que se supone son las ocho calles más concurridas de todo el universo conocido, habían terminado por derrumbarse bajo el peso de los semirremolques. Las calles en dirección al sur estaban cortadas mientras los empleados federales llevaban a cabo una cirugía reconstructiva. Mi pequeño Cavalier rebotaba entre un par de camiones de dieciséis toneladas conforme las lentas filas del tráfico serpenteaban alrededor de las barreras de las obras. A mi derecha, el firme de la antigua calzada de la carretera había quedado totalmente destrozado; se veía el enrejado de las barras de refuerzo. Parecían atestados nidos de víboras: aquí y allá se levantaba una cabeza oxidada, lista para atacar.

La desviación hacia la calzada de la orilla del Lago había sido tan hábilmente disimulada que antes de darme cuenta me encontré en posición paralela a la baliza que bloqueaba una de las salidas. Con mi acompañante de dieciséis toneladas pisándome los talones, no podía dar un frenazo y sortear bruscamente la baliza. Apreté los dientes y bajé hasta la Treinta y Cinco, luego subí a Cermak tomando calles laterales.

El hotel de viviendas de ocupación individual de Elena estaba a unas cuantas casas al norte de la intersección con Indiana. La pequeñísima duda que había tenido respecto a su historia se desvaneció cuando subí la calle desde el cruce. El Hotel Indiana Arms (se admiten viajeros, tarifas al día o al mes) se había jubilado y unido a los demás despojos de la calle. Aparqué y me acerqué a mirar su esqueleto.

Rodeando el edificio hacia el lado norte, descubrí a un hombre con una chupa deportiva y un casco hurgando en los escombros. De vez en cuando recogía algún residuo con unas pinzas y lo metía en una bolsa de plástico. Marcaba la bolsa y luego murmuraba algo en un dictáfono de bolsillo antes de proseguir su exploración. Me vio cuando giró hacia el este para rebuscar dentro de un prometedor promontorio de sedimentos. Terminó de recoger un objeto y de marcar su envase antes de acercarse a mí.

– ¿Ha perdido algo aquí? -su tono era amable, pero sus ojos castaños mostraban recelo.

– Sólo el sueño. Una conocida mía vivía aquí hasta anoche, y apareció por mi casa esta madrugada.

Frunció los labios, sopesando mi historia.

– Entonces, ¿qué está haciendo aquí ahora?

Encogí un hombro.

– Supongo que quería verlo con mis propios ojos. Ver si el lugar estaba realmente destruido antes de invertir mi energía en encontrarle un nuevo hogar. Por cierto, y usted, ¿qué hace aquí? Alguien suspicaz podría pensar que está llevándose los objetos de valor.