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Peter fue el primer miembro de mi familia que hizo algo constructivo en su vida. Tal vez el único miembro, además de mi primo Boom-Boom. Nueve años más joven que Elena, Peter se había ido a trabajar a las haciendas ganaderas cuando volvió de Corea. Se dio cuenta muy rápidamente de que quienes se hacían ricos con el negocio de la carne no eran los polacos que atronaban a las vacas a mazazos en la cabeza.

Reunió algunos dólares de aquí y allá, pidiendo a los amigos y conocidos, e inició su propia empresa de fabricación de salchichas. El resto fue la clásica historia del sueño americano.

Siguió a los ganaderos hasta Kansas City cuando se trasladaron allí a principios de los setenta. Ahora vivía en una casa enorme del elegante distrito de Mission Hills, mandaba a su mujer a París a comprarse ropa de primavera, enviaba a mis primos a dispendiosas escuelas privadas y a campamentos de verano, y conducía los últimos modelos de Nissan. Sólo en América. Peter también se distanció cuanto pudo de la rama de la familia de bajo presupuesto.

Mi oficina del edificio Pulteney era definitivamente un valor a la baja. En los últimos años, el Loop se había extendido principalmente hacia el oeste. El Pulteney está en la franja sudeste, donde las cabinas de pomos baratos y las casas de empeños hacen bajar los alquileres. El paso elevado de Wabash hace vibrar las ventanas del cuarto piso, dispersando las palomas y la mugre que suelen anidar allí.

Mis muebles son una recuperación espartana de subastas de la policía y tiendas de segunda mano. Tenía colgado un grabado de los Uffizi encima del archivador, pero el año pasado decidí que sus intrincados detalles en negro resultaban demasiado lúgubres junto a los muebles color oliva. En su lugar puse algunas llamativas reproducciones de Nell Blaine y Georgia O'Keeffe. Dan un poco de color a la habitación, pero nadie la confundiría con la sede de una empresa internacional.

Peter había estado aquí una vez, cuando trajo a sus tres hijos a Chicago de visita, varios años atrás. Lo observé crecerse visiblemente mientras calculaba el abismo entre nuestras ganancias netas actuales.

Comunicarme con él esa tarde necesitó todo mi poder de persuasión, y algunas pequeñas amenazas. Mi mayor preocupación, que pudiera estar fuera del país, o igualmente inaccesible en algún campo de golf, resultó ser infundada. Pero tenía un ejército de asistentes convencidos de que era preferible que atendieran ellos mi asunto a molestar al gran hombre. La escaramuza más difícil se presentó cuando finalmente pude hablar con su secretaria particular.

– Lo siento, señorita Warshawski, pero el señor Warshawski me ha dado una lista de los miembros de su familia que le pueden interrumpir y su nombre no figura en ella -el gangueo nasal de Kansas era educado pero inflexible.

Observé a las palomas buscándose los piojos.

– ¿Podría transmitirle un mensaje mientras yo espero al teléfono? Que su hermana Elena llegará a Kansas City en el vuelo de las seis y que cogerá un taxi hasta su casa.

– ¿Sabe él que va a venir?

– Nooo. Por eso estoy intentando comunicarme. Para decírselo.

Cinco minutos más tarde -mientras pasaban aceleradamente los pasos del teléfono, con tarifa de primera hora del día-, la profunda voz de Peter resonaba en mi oído. Qué diablos significaba eso, qué era eso de mandarle a Elena así, sin avisarle. No estaba dispuesto a que sus hijos se vieran expuestos a una borracha como ésa, no tenían espacio para invitados, creía haberlo dejado muy claro cuatro años antes, que nunca más…

– Sí, sí -por fin pude detener el caudal-. Lo sé. Sencillamente, una mujer como Elena no le pega a un sitio como Mission Hills. Los borrachos de allí se hacen la manicura todas las semanas. Entiendo.

No era la mejor introducción para una solicitud de ayuda financiera. Cuando terminó de clamar a voces su indignación, le expliqué el problema. Contrariamente a lo que esperaba, la noticia de que Elena estaba aún en Chicago no le alivió lo suficiente como para que consintiera en echarle un cable.

– Categóricamente, no. Se lo dejé totalmente claro la última vez que la ayudé. Fue cuando perdió estúpidamente la casa de mamá en aquel ridículo plan de inversión. Tal vez recuerdes que contraté a un abogado para ella, que vio que se podría recuperar algo con la venta. Eso fue todo, mi último compromiso con sus asuntos. Es hora de que aprendas la misma lección Vic. Una alcohólica como Elena te chupará hasta la última gota. Cuanto antes te des cuenta de eso, más te facilitarás la vida.

Oír algunos de mis propios pensamientos negativos de sus pomposos labios me hizo revolverme en mi silla.

– Pero si mal no recuerdo, Peter, ella pagó a ese abogado. Y nunca te ha pedido dinero, ¿no? Sea como sea, yo vivo en un apartamento de cuatro cuartos. No puede quedarse conmigo. Lo único que pido es el dinero suficiente para pagarle el alquiler de un apartamento decente durante un mes, mientras la ayudo a buscar un alojamiento que pueda pagar.

Soltó una malévola risotada.

– Eso es lo que dijo tu madre aquella vez que Elena apareció en tu casa de Chicago Sur, ¿recuerdas? Ni siquiera Tony pudo soportar tenerla cerca. ¡Tony! Y eso que él podía soportar cualquier cosa.

– No como tú -comenté ásperamente.

– Sé que lo dices como un insulto, pero yo lo tomo como un cumplido. ¿Qué te dejó Tony al morir? Esa miserable casa de Houston y los restos de su pensión.

– Y un apellido que estoy orgullosa de llevar -espeté, totalmente encrespada-. Y a propósito, no hubieses conseguido tu pequeña máquina de hacer albondiguillas sin su ayuda. Así que haz algo por Elena a cambio. Estoy segura de que, dondequiera que esté ahora, Tony lo consideraría como una justa retribución.

– Le pagué a Tony hasta el último centavo -se indignó Peter-, y no le debo un carajo a él ni a ti. Y sabes perfectamente bien que son salchichas, y no albondiguillas.

– Sí, pagaste hasta el último centavo. Pero una parte de los beneficios, o incluso un pequeño interés, no te hubiera matado, me parece a mí.

– No gastes esa palabrería sentimentaloide conmigo, Vic. He dado demasiadas vueltas como para hacer el primo.

– Igual que un coche usado -dije amargamente.

La línea quedó muda. El placer de haber tenido la última palabra no me compensaba el haber perdido la batalla. ¿Por qué coño tenían que ser Peter y Elena los supervivientes de la familia de mi padre? ¿Por qué no había muerto Peter y Tony seguía estando entre nosotros? Aunque no como estaba en los últimos años de su vida. Me tragué mi bilis y traté de borrar la imagen de mi padre el último año de su vida, su cara congestionada, su cuerpo sacudido por una tos incontrolable.

Apretando los labios con amargura, miré el montón de correspondencia sin contestar y los papeles sin archivar en mi mesa. Tal vez aún estaba a tiempo de entrar en el siglo xx mientras le quedaba todavía una década. Conseguir un éxito profesional tan sonado que pudiera pagarme por lo menos una secretaria que me llevara algo del papeleo, una ayudante que pudiese asumir algo del trabajo ingrato.

Hurgué en los papeles con impaciencia hasta que por fin encontré los números que necesitaba para mi inminente presentación. Llamé a Tesoros Visibles para saber hasta qué hora podía llevárselos para que los revelaran por la noche. Me dijeron que, si los llevaba sobre las ocho, podían fotografiarlos y hacerme las diapositivas cobrándome sólo la tarifa doble. Cuando me dijo el precio me sentí un poco mejor, no era tan terrible como temía.

Pasé mis esquemas a máquina en la vieja Olivetti de mi madre. Si no podía pagarme una ayudante, tal vez debería al menos gastarme unos cuantos miles en un sistema de publicación de despacho. Por otra parte, la energía que necesitaba para usar el teclado de la Olivetti me fortalecía las muñecas.

Eran un poco más de las seis cuando terminé de escribir a máquina. Rebusqué en mis cajones una carpeta de papel manila para mis gráficos. Como no encontré una nueva, vacié el contenido del archivo de seguros sobre la mesa y embutí dentro mis documentos. Ahora la mesa parecía el vertedero municipal cuando los camiones acaban de descargar. Podía imaginarme a Peter mirándola, arrugando la cara con una mueca prepotente. Tal vez el estar comprometida con la verdad, la justicia y el "American Way of Life" no implicaba necesariamente el trabajar en condiciones miserables.