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Charles Sheffield

Marea estival

Para Ann, Kit, Rose y Toria, y para todos los demás cuya edad (media) sea de dieciséis años.

Prologo

Expansión 1086 (3170 d. C.)

Un silencio de noventa y siete años estaba finalizando.

Durante casi un siglo, el interior de la nave no había escuchado una voz humana ni sentido pisadas. El vehículo avanzaba con un susurro entre las estrellas, y sus pasajeros se aproximaban a la nada absoluta en un sueño parecido a la muerte. Una vez al año sus cuerpos se entibiaban a las temperaturas del nitrógeno líquido, mientras el banco de datos central de la nave les transmitía experiencias compartidas: recuerdos de cien años de viaje interestelar, para cuerpos que envejecerían menos de un día.

Al encontrarse en las últimas semanas de desaceleración, era tiempo de comenzar con la operación de despertar. Cuando se alcanzara el lugar de destino, podrían ser necesarias decisiones que excediesen el criterio de la máquina… Concepto que para el ordenador principal de la nave, el primero de su clase equipado con los circuitos emocionales Karlan, era a la vez insultante e improbable.

Primero se inició el calentamiento. Los sensores internos recogieron el regreso de los latidos cardíacos, el suspiro inicial y el murmullo de los pulmones en funcionamiento. Se despertaría en primer lugar a la tripulación de emergencia, de dos en dos; sólo mediante su aprobación comenzarían a emerger los demás.

La primera pareja recuperó la conciencia con una pregunta grabada en la mente: ¿Habían llegado… o se habían pasado de la meta?

El ordenador había sido programado para despertarlos por sólo tres motivos. Serían molestados si la nave finalmente se acercaba a su destino, Lacoste-32B, una estrella enana G-2 que se encontraba a tres años luz del faro estelar rosado que era Aldebarán. Se les despertaría si dentro del elipsoide de medio kilómetro de la nave se suscitaba algún problema, un desastre demasiado grande para que el ordenador lo manejase sin intervención humana.

También serían sacados de la hibernación si se había hecho realidad uno de los sueños más antiguos de la humanidad en lo que se refería a viajes espaciales:

T/I-Transferencia Inmediata, Transición Interestelar, Travesía Instantánea, el sistema de transporte superluminal que acabaría con la exploración palmo a palmo.

Durante más de mil años las naves de exploración y colonizadoras se habían desplazado lentamente, ampliando el campo de influencia de la Tierra. El milenio había producido cuarenta colonias esparcidas en una esfera cuyo diámetro era de setenta años luz. Pero cada centímetro de esa esfera había sido recorrido a menos de un quinto de la velocidad de la luz. Y cada colonia, por más pequeña y aislada que estuviese, tenía un programa de investigaciones que buscaba el transporte superluminal…

Los dos primeros en ser despertados fueron un hombre y una mujer. Lucharon contra la lasitud de un siglo, estudiaron los tableros internos del ordenador y compartieron una sensación de alivio. No había habido ningún desastre a bordo. En el centro de mensajes no había ningún registro urgente, ninguna novedad de importancia. No habría ningún grupo de viajeros superluminales aguardando en Lacoste para recibir a los colonizadores tardíos.

Frente a la nave, la estrella a la cual se dirigían ya era visible como un disco. Hacía mucho tiempo que las alteraciones gravitatorias del astro habían pronosticado la presencia de al menos dos planetas gigantescos en su órbita. Ahora su existencia podía ser confirmada por observación directa, junto con cinco cuerpos más pequeños y más cercanos al primero.

La mujer se recuperaba más rápido que el hombre. Fue ella la primera en abandonar la unidad de hibernación Schindler. Se detuvo con las piernas temblorosas en el campo de una décima de g y observó los monitores externos. Tras emitir un sonido bajo, un gruñido de satisfacción, intentó aclararse la garganta.

—¡Lo hemos logrado! Allí está.

Y allí estaba. Como un disco de oro fundido, Lacoste lucía en el centro exacto de la pantalla delantera. Dos minutos después el hombre se acercó a ella limpiándose el gel protector que cubría su rostro. Tocó su brazo en señal de congratulación, alivio y amor. Eran compañeros de vida.

—Es hora de despertar a los demás.

—Espera un poco —replicó ella—. Recuerda lo de Kapteyn. Debemos cerciorarnos de que tenemos algo aquí.

El ejemplo de la estrella Kapteyn estaba grabado en la memoria de cada explorador: ocho planetas, todos supuestamente con un maravilloso potencial pero, al inspeccionarlos de cerca, inservibles para la vida humana o para suministros. La primera nave colonizadora que llegó a Kapteyn había estado demasiado agotada para seguir su viaje en busca de otra meta.

—Sólo nos encontramos a dos días luz —continuó ella—. Podemos comenzar con las comprobaciones. Averigüemos si existe oxígeno en las atmósferas antes de despertar a alguien más.

El ordenador de a bordo recibió su orden y respondió a ella.

«Un planeta con oxígeno», dijo su voz suave. «Probabilidad de vida, 0.92.» El campo de visión se acercó rápidamente a Lacoste y ésta creció en tamaño hasta desaparecer de la parte superior de la pantalla, mientras un nuevo astro aparecía en el centro y crecía hasta ocuparla por completo.

«Cuarto planeta», continuó el ordenador. «Valor de isomorfismo terrestre, 0.86. Distancia promedio, 1.22; temperatura promedio, 0.89 a 1.04; inclinación axial…»

—¿Qué diablos es eso?

El ordenador se detuvo. La pregunta del hombre no tenía ningún sentido.

En el centro de la pantalla había un planeta, una esfera azul grisácea donde ya se veían las bandas y remolinos de la circulación atmosférica. Pero también mostraba una red de líneas difusas y espirales brillantes que rodeaban al planeta y lo cobijaban en múltiples hebras de luz.

—Alguien se nos ha adelantado… —La voz de la mujer se apagó antes de que la oración fuese completada.

El sistema informativo entre los planetas deshabitados operaba continuamente. Aunque estaba limitado por la velocidad de la luz, ella no podía creer de ningún modo que alguna nave de exploración hubiese sido enviada a Lacoste sin su conocimiento. Y si otra nave había llegado allí, la dimensión de lo que estaban viendo excedía cualquier cosa que una colonia de exploración pudiese realizar en unos cuantos años.

O en unos cuantos siglos.

—Vista panorámica.

El ordenador escuchó sus palabras y ajustó la imagen. El planeta se contrajo al tamaño de un guisante, una cuenta luminosa en el centro de la pantalla. El nimbo de construcción espacial quedó a la vista, un engaste nacarado dentro del cual el planeta descansaba como una perla en una ostra. Los delicados zarcillos de construcción se extendían infinitamente, más y más delgados, hasta que los sensores de observación ya no alcanzaban a detectarlos.

—No pertenecen a nuestra especie, Támara —dijo el hombre con suavidad —. Ésos no somos nosotros.

Ninguna obra humana, ni siquiera las ciudades en anillo que rodeaban la misma Tierra, se aproximaba a esto en tamaño y complejidad. Algunos de los filamentos en espiral que circundaban el planeta debían tener más de cuatrocientos mil kilómetros de largo y muchos de ancho. Debían de haber sido inestables ante las fuerzas gravitatorias del planeta, los cambios de las mareas y sus propias interacciones. Sin embargo, evidentemente no lo eran.

—Es hora de despertar a los demás —anunció Támara.

—¿Y entonces?

—Entonces… —Támara suspiró—. Entonces no sé. Por fin lo hemos logrado, Damon. Hemos encontrado otra especie inteligente. Y tecnológicamente avanzada, además. Pero, si fueron capaces de construir eso… —señaló la deslumbrante estructura en la pantalla, y su voz se tornó ronca—, ¿por qué no nos encontraron ellos a nosotros? Bueno, supongo que conoceremos la respuesta dentro de pocos días.