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En Hertzka viró al este, hacia tierra firme, y ascendió sobre los cinturones ajardinados que ceñían la suave pendiente del macizo elisio. La mayoría de los habitantes de Elysium se concentraba allí, en zonas residenciales cultivadas intensivamente que se extendían hasta la región situada entre Elysium Mons y su estribación septentrional, el cono de Hecates Tholus. Nirgal franqueó el desnudo asiento de piedra del paso entre el gran volcán y su pico vástago como una pequeña nube arrastrada por el viento.

La vertiente oriental de Elysium no tenía nada en común con la occidentaclass="underline" era roca desnuda, tosca y fracturada, con depósitos de arena, que se mantenía casi en su estado primitivo debido a que se encontraba en la zona del macizo que no recibía lluvias. Sólo cerca de la costa oriental volvió a ver Nirgal vegetación, sin duda favorecida por los alisios y las nieblas invernales. Las ciudades del flanco oriental eran como oasis, cuentas ensartadas en una pista que rodeaba la isla.

En el extremo noreste de la isla las viejas colinas melladas de los Phlegra Montes se adentraban en el hielo y formaban una península espinosa. En algún lugar de esa zona había visto aquella mujer a Hiroko, y mientras volaba sobre la vertiente occidental de los Phlegra Nirgal pensó que no sería extraño encontrarla en un lugar como aquél, tan agreste y marciano. Como muchas de las cadenas montañosas de Marte, los Phlegra eran lo que quedaba del borde de una antigua cuenca de impacto. Cualquier otro rasgo de la cuenca había desaparecido mucho antes. Pero los Phlegra se erguían aún como testigos de un momento de inconcebible violencia: el choque de un asteroide de cien kilómetros de diámetro, la fusión de grandes porciones de litosfera, que había saltado a los lados o ascendido para caer luego en anillos concéntricos alrededor del punto de impacto, la metamorfosis instantánea de la roca en minerales mucho más duros que los originales. Tras ese trauma, el viento había erosionado el paisaje, dejando sólo aquellas ásperas colinas.

También allí había asentamientos, en los sumideros, en los valles cerrados y en los pasos que miraban al mar, granjas aisladas, aldeas de menos de cien habitantes. Recordaba a Islandia. Siempre había gente que adoraba lugares tan remotos. Encaramada en una loma, unos cien metros sobre el mar, había una aldea llamada Nuannaarpoq, que en innuit significaba «sentir un placer excesivo por estar vivo». Los habitantes de las aldeas de los Phlegra se desplazaban por el resto de Elysium en dirigibles o iban hasta la pista circum-elisia y tomaban el tren. La ciudad más cercana en aquella zona de la costa era Aguas de Fuego, un puerto bien proporcionado en el flanco occidental, donde la cadena montañosa se convertía en una península. La ciudad estaba situada en una bahía cuadrangular, y después de divisarla Nirgal se posó en la diminuta pista de aterrizaje y se inscribió en una casa de huéspedes de la plaza principal, detrás de los muelles que dominaban el puerto deportivo cubierto de hielo.

En los días que siguieron voló a lo largo de la costa en ambas direcciones, visitando las granjas. Conoció mucha gente interesante, pero no encontró a Hiroko ni a nadie del grupo de Zigoto. Era incluso sospechoso: en aquella región vivían muchos issei, pero todos negaron haber visto a Hiroko o a sus compañeros. Sin embargo, cultivaban con gran éxito un yermo rocoso, tenían pequeños y exquisitos oasis de producción agrícola y vivían como creyentes de la viriditas… y aun así afirmaban no conocerla. Apenas si recordaban quién era. Un viejo norteamericano se le rió en la cara.

—¿Es que crees que tenemos un gurú? ¿Que te vamos a llevar ante nuestro gurú?

Tres semanas después Nirgal seguía sin encontrar rastros de Hiroko. No tenía otra alternativa que darse por vencido.

Vagando incesantemente. No tenía sentido buscar a una persona por la vasta superficie del mundo, era una empresa descabellada. Pero en algunas aldeas corrían rumores, y se mencionaban algunos encuentros. Siempre había un rumor más, un encuentro verosímil que investigar. Hiroko estaba en todas partes y en ninguna. Muchas descripciones pero nunca una fotografía, muchas historias pero ningún mensaje en la consola de muñeca. Sax estaba convencido de que ella vivía; Coyote, de que estaba muerta. Qué más daba; si es que vivía, se ocultaba o lo estaba forzando a una insensata búsqueda. Le enfurecía considerar el asunto desde esa perspectiva. Dejaría de buscarla.

Sin embargo, no podía detenerse. Si permanecía en un lugar más de una semana, empezaba a sentir una desazón nueva para él. Era como una enfermedad: la tensión se le acumulaba en los músculos, sobre todo en el estómago, le subía la temperatura, era incapaz de ordenar sus pensamientos y ansiaba volar. Y por eso volaba, de aldea a ciudad, de estación a caravasar. Algunos días se dejaba llevar por el viento. Siempre había sido un nómada, no había razón para dejar de serlo. ¿Por qué un cambio en la forma de gobierno había de influir en su manera de vivir? Los vientos de Marte eran increíbles: fuertes, volubles, estridentes, incesantes.

A veces lo arrastraban sobre el mar boreal y volaba todo el día sin ver otra cosa que hielo y agua, como si Marte fuese un planeta oceánico. Aquello era Vastitas Borealis, la Inmensidad Norteña, ahora de hielo, aquí liso, allá quebrado, a veces blanco, otras descolorido, o con el rojo del polvo o el negro de las algas de la nieve, y también con el color jade de las algas del hielo o el azul frío del hielo puro. En algunos lugares grandes tormentas de polvo habían dejado caer su carga, y después el viento había formado con los detritos pequeños campos de dunas semejantes a las de la antigua Vastitas. En otros, el hielo arrastrado por las corrientes había embestido los arrecifes de los bordes de los cráteres y había creado crestas circulares de presión. O bien el hielo de corrientes opuestas había chocado y se había unido en crestas rectas que recordaban el lomo de un dragón.

Las aguas eran negras o de los diferentes colores púrpura del cielo, y abundantes (bolsas, pasadizos, fisuras…), tal vez un tercio de la superficie total del mar. Aún más comunes eran los lagos de deshielo sobre la superficie del hielo, de aguas blancas y del color del cielo, que unas veces relumbraban con tonos violeta y otras mostraban colores diferenciados; sí, otra versión del verde y el blanco, el mundo superpuesto, dos en uno. Como siempre, la alternancia de los colores lo turbaba y fascinaba por igual. El secreto del mundo.

Los rojos habían volado un buen número de las grandes plataformas de perforación de Vastitas: ruinas ennegrecidas sobre el hielo blanco. Los verdes se habían hecho cargo de la defensa de otras, y las utilizaban ahora para derretir el hielo: al este de estas plataformas se extendían grandes bolsas líquidas, y las aguas humeaban como si las nubes brotaran de un cielo submarino.

En las nubes, en el viento. La orilla meridional del mar boreal era una sucesión de golfos y promontorios, bahías y penínsulas, fiordos y cabos, farallones y archipiélagos bajos. Nirgal la siguió durante días, aterrizando al caer la tarde en los nuevos y diminutos asentamientos costeros. Vio cráteres-isla con interiores más bajos que el hielo y el agua que los circundaban; lugares donde el hielo parecía en recesión, bordeado por unas playas negras surcadas por líneas paralelas que atravesaban los desiguales montones de hielo y roca. ¿Quedarían aquellas playas de nuevo bajo las aguas o por el contrario se ensancharían? Nadie en aquellas ciudades ribereñas lo sabía, nadie sabía dónde se estabilizaría la línea de costa. Los asentamientos se habían construido de manera que pudieran trasladarse con prontitud y unos pólders protegidos por diques revelaban que se estaba investigando el grado de fertilidad de las tierras que habían quedado al descubierto. Bordeando el hielo blanco, bancales verdes.