Pasó sobre una península baja al norte de Utopía que se extendía desde el Gran Acantilado hasta la isla polar boreal, la única interrupción en el océano que abrazaba el mundo. El Estrecho de Boone, un gran asentamiento situado en esas tierras bajas, estaba a medias cubierto por una tienda, a medias al aire libre, y sus habitantes se ocupaban en abrir un canal a través de la península.
Soplaba viento del norte y Nirgal lo siguió. El cierzo murmuraba, resoplaba, se lamentaba, algunos días aullaba. En el mar, a ambos lados de la península, había plataformas de icebergs tabulares. Unas altas montañas de hielo de color jade atravesaban esas láminas blancas. Nadie vivía allí, pero Nirgal ya había dejado de buscar; se había rendido, desesperado, y flotaba en el viento como una semilla de diente de león: ora sobre el blanco mar de hielo quebrado, ora sobre las aguas purpúreas surcadas por olas que brillaban al sol. De pronto la península se ensanchó y se convirtió en la isla polar, una superficie blanca y desigual en medio del mar helado. No quedaba ni rastro de las primitivas espirales de los valles de deshielo. Ese mundo había desaparecido.
Sobre el otro lado del mundo y el mar del Norte, sobre la isla Oreas, en el flanco oriental de Elysium, de nuevo sobre Cimmeria. Flotaba como una semilla. Algunos días el mundo se volvía blanco y negro: icebergs en el mar que miraban al sol, cisnes de la tundra contra el fondo negro de los acantilados, negros araos volando sobre el hielo, gansos de las nieves. Y nada más.
Vagando incesantemente. Sobrevoló la zona norte del mundo dos o tres veces, observando aquellos parajes, el hielo, los cambios que se estaban produciendo en todas partes, los pequeños asentamientos acurrucados bajo sus tiendas o desafiando los gélidos vientos. Pero nada de lo que viera en el mundo haría desaparecer la pena.
Cierto día llegó a una nueva ciudad portuaria situada a la entrada del estrecho fiordo de Mawrth Vallis y descubrió que Rachel y Tiu, sus compañeros de guardería de Zigoto, vivían allí. Los abrazó y durante la cena y después no dejó de mirar aquellos rostros tan familiares con intenso placer. Hiroko había muerto pero le quedaban sus hermanos y hermanas, prueba de que su infancia había sido real, y era algo. Y a pesar de los años transcurridos conservaban el aspecto de la infancia, no habían sufrido grandes cambios. Rachel y Nirgal habían sido amigos; de niños ella estaba colada por él y se habían besado muchas veces en los baños; recordó con un estremecimiento la ocasión en que ella le había besado una oreja mientras Jackie le besaba la otra. Y, aunque casi lo había olvidado, había perdido la virginidad con ella, una tarde en los baños, poco antes de que Jackie lo llevara a las dunas del lago. Sí, una tarde, casi por accidente, cuando el besuqueo de pronto se había tornado ansioso y exploratorio, como si sus cuerpos se movieran con independencia de la voluntad.
Rachel lo miraba con cariño: una mujer de su misma edad, con el rostro surcado por las líneas de su sonrisa, alegre e intrépida. Seguramente ella recordaba con la misma vaguedad aquel primer encuentro; era difícil precisar cuánto de la extraña infancia que habían compartido recordaban sus hermanos. Siempre se había mostrado amistosa con él, como ahora. Nirgal le habló de sus vuelos alrededor del mundo, llevado por los vientos, de los lentos descensos, luchando contra la fuerza ascensional del dirigible, a los pequeños poblados para preguntar por Hiroko.
Rachel meneó la cabeza y sonrió con ironía.
—Si está en algún sitio, allí estará. Pero puedes pasarte una eternidad buscándola.
Nirgal exhaló un suspiro atribulado y ella se echó a reír y le revolvió los cabellos.
—No la busques.
Esa tarde fue a pasear por la playa, ligeramente por encima de la devastada orilla sembrada de icebergs. Sentía la necesidad física de pasear, de correr. Volar era demasiado fácil, era disociarse del mundo: las cosas se veían lejanas y pequeñas, de nuevo miraba por el extremo indebido del telescopio. Necesitaba caminar.
Pero siguió volando, aunque empezó a mirar hacia abajo con más atención. Brezo, páramos, praderas que bordeaban los cursos de agua. Un riachuelo que caía en el mar después de un breve salto, otro que cruzaba una playa. En algunos sitios habían plantado bosques para tratar de frenar las tormentas de polvo que aún padecían, pero los árboles de los bosques eran jóvenes todavía. Hiroko sabría resolverlo. No la busques. Mira la tierra.
Regresó a Sabishii. Aún quedaba mucho trabajo pendiente allí: hacer desaparecer los edificios calcinados y levantar otros nuevos. Algunas cooperativas aceptaban nuevos miembros. Una de ellas intervenía en la reconstrucción pero también fabricaba dirigibles y otras aeronaves, incluso unos trajes de pájaro experimentales. Se unió a esta cooperativa.
Dejó el dirigible con ellos y empezó a correr largas distancias en los páramos que se extendían al este de Sabishii. Había recorrido aquellas tierras altas durante sus años de estudiante y muchos de los senderos en las crestas aún le eran familiares; más allá, territorio desconocido. Tierras altas con la vida propia del páramo. Aquí y allá en aquel terreno irregular, las piedras kami se erguían como centinelas.
Una tarde que corría por una cresta desconocida, miró abajo y descubrió una cuenca poco profunda que por el oeste se abría a una zona más baja. Parecía un circo glaciar, aunque era más probable que se tratara de un cráter erosionado con una brecha en el borde que lo convertía en una cresta en herradura. Tenía alrededor de un kilómetro de anchura, una de las numerosas arrugas del Macizo de Tyrrhena. Desde la cresta circundante se alcanzaban a ver los horizontes lejanos y el suelo irregular de la cuenca.
Le resultaba familiar. Tal vez la había visitado en alguna de las excursiones nocturnas de sus años de estudiante. Bajó despacio hasta alcanzarla, pero le pareció seguir en lo alto del macizo, tal vez por la limpidez e intensidad del índigo del cielo o la amplia vista que ofrecía la abertura en el lado oeste. Las nubes pasaban raudas sobre su cabeza, como grandes icebergs redondeados, y dejaban caer una nieve seca y granulada que el fuerte viento engastaba en las grietas. Sobre la cresta, cerca del punto noroccidental de la herradura, había una roca que parecía una cabaña de piedra apoyada en cuatro puntos, un dolmen erosionado hasta transformarse en un liso diente antiguo bajo el cielo de lapislázuli.
Nirgal regresó a la ciudad e hizo algunas averiguaciones. Según los mapas y documentos del Consejo de Areografía y Ecopoesis del Macizo de Tyrrhena, la cuenca no recibía cuidados. Su interés los complació.
—Las cuencas altas son ásperas —le explicaron—. Pocas cosas medran. Sería un proyecto a largo plazo.
—Muy bien.
—Tendrá que cultivar el alimento en invernaderos. Sin embargo, una vez que consiga suelo suficiente, las patatas…
Nirgal asintió.
Le pidieron que pasara por Dingboche, la aldea más cercana a la cuenca, y se asegurara de que nadie tenía planes para ella.
De modo que volvió a subir, en una pequeña caravana con Tariki, Rachel y Tiu y otros amigos que lo acompañaban para ayudar. Encontraron Dingboche, en un pequeño wadi en el que habían empezado a cultivar sobre todo patatas, por el momento con magros resultados.
Había caído una tormenta de nieve y los campos eran rectángulos blancos divididos por oscuros muros bajos de piedras apiladas. Por los campos se veían diseminadas algunas casas chatas y alargadas con tejados de lámina de roca y gruesas chimeneas cuadradas, y en el extremo superior de la aldea se apiñaban otras. La construcción más grande era una casa de té de dos plantas que tenía una amplia sala provista de colchones para los visitantes.
En Dingboche, como en la mayor parte de las tierras altas del sur, predominaba aún la economía de regalo, y Nirgal y sus acompañantes se vieron abrumados por el despilfarro cuando se quedaron a pasar la noche. Los lugareños se alegraron cuando él les preguntó por la cuenca alta, que llamaban indistintamente «la pequeña herradura» o «la mano de arriba».