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—Necesita cuidados —dijeron, y se ofrecieron a ayudarle a instalarse. Así pues, la pequeña caravana subió al alto circo y descargó un montón de herramientas en la cresta, cerca de la roca-casa, y se quedó lo suficiente para despejar un pequeño trozo de terreno; las piedras que sacaron las utilizaron para levantar un muro alrededor. Dos hombres con experiencia en la construcción lo ayudaron a hacer las primeras incisiones en la cresta. Durante ese ruidoso taladreo algunos dingbochanos tallaron en la cara externa de la roca la inscripción Om Mani Padme Hum en caracteres sánscritos, como la que se veía en innumerables piedras mani en el Himalaya y ahora en las tierras altas del sur. Lo hicieron picando la roca alrededor de las gruesas letras cursivas, de manera que éstas destacaban en alto relieve sobre un fondo más basto y claro. En cuanto al diente de piedra, con el tiempo excavaría en él cuatro habitaciones; tendría ventanas de tres hojas y paneles solares que le proveerían la energía necesaria. Acumularía agua de deshielo en un tanque situado más arriba en la cresta, y construiría un cuarto de aseo con lo necesario para tratar los residuos y convertirlos en abono.

Luego se marcharon y Nirgal tuvo la cuenca para él solo.

Durante muchos días no hizo sino pasear y mirar. Sólo una pequeña parte de la cuenca sería su granja, con parcelas valladas con bajos muros de piedra y un invernadero para procurarse las verduras. Y una industria casera; no sabía aún en qué consistiría. No sería autosuficiente, pero al menos se habría asentado. Un proyecto.

Y estaría en aquella cuenca. Un pequeño canal discurría ya por la abertura occidental, como sugiriendo una línea de agua. La ahuecada mano de roca poseía un microclima, inclinada hacia el sol, bastante resguardada de los vientos. Nirgal sería un ecopoeta.

Primero tenía que conocer la tierra. Con eso como proyecto era sorprendente lo ajetreado que acababa siendo el día: había un sinfín de cosas por hacer, pero sin estructura, sin horario, sin prisas ni consultas. Y todos los días, en las últimas horas de las tardes estivales, paseaba por la cresta e inspeccionaba la cuenca en la luz menguante. Los líquenes y demás pobladores primitivos ya la habían colonizado; los fellfields llenaban las oquedades y había pequeños mosaicos de suelo ártico en las zonas soleadas, montículos de musgo verde sobre el suelo rojo, que no alcanzaba el centímetro de grosor. La nieve fundida discurría en numerosos arroyuelos, se estancaba, se precipitaba por un terreno escalonado, con diminutos oasis de diatomeas, y saltaba a la cuenca para unirse al wadi de grava en el portal que se abría a las tierras inferiores, una futura pradera llana detrás de lo que quedaba del borde. Unas nervaduras actuaban como presas naturales, y después de meditarlo, Nirgal transportó algunos ventifacts y los ensambló en la base de tal manera que la unión de las facetas destacaba la altura de las nervaduras. Las aguas de deshielo formarían estanques de riberas musgosas en las praderas. Los páramos situados al este de Sabishii tenían el aspecto que él pretendía para la cuenca, e intercambió impresiones con los ecopoetas que vivían en ellos sobre especies compatibles, tasas de crecimiento, preparación de suelos, etcétera. Empezó a perfilar su visión particular de la cuenca, pero en el segundo marzo llegó el otoño y el año avanzó hacia el afelio, y Nirgal comprendió que buena parte de la labor de formación del paisaje sería realizada por el viento y el invierno. Avanzaba por los campos arrojando semillas y esporas que sacaba de bolsas o cubetas de cultivo sujetas al cinto, como una figura de Van Gogh o del Viejo Testamento, una sensación extraña que combinaba el poder y la impotencia, la acción y el destino. Encargó mantillo para los campos y lo distribuyó en una fina cubierta, y trajo también gusanos de la granja universitaria de Sabishii. Gusanos en un bote, así llamaba Coyote a la gente de las ciudades; observando la masa de tubos desnudos y húmedos que se retorcían, Nirgal se estremeció. Liberó los gusanos en las nuevas parcelas. Ve, pequeño gusano, prospera en la tierra. Él mismo, recorriendo los sembrados en las mañanas soleadas, después de una ducha, no era más que una serie articulada de tubos desnudos y húmedos. Gusanos sensibles, en botes o en la tierra.

Después de los gusanos vendrían los topos y los campañoles. Luego, ratones, conejos de la nieve, armiños y marmotas. Tal vez entonces alguno de los felinos de las nieves que merodeaban por los páramos visitaría la cuenca, o los zorros. La altitud era considerable, pero esperaban conseguir una presión de cuatrocientos milibares, un cuarenta por ciento de los cuales serían de oxígeno. De hecho, ya casi lo habían conseguido. Las condiciones eran similares a las del Himalaya y presumiblemente toda la fauna y flora terrestres de alta montaña podrían prosperar allí, además de las nuevas variedades genéticamente diseñadas. Y con tantos ecopoetas cuidando pequeñas parcelas de las tierras altas el problema quedaría reducido a preparar el terreno introduciendo el ecosistema básico deseado, y luego mantenerlo y vigilar qué venía con el viento o llegaba por su propio pie o volando. Esas llegadas inesperadas podían suponer un problema, y se discutía mucho sobre biología de invasión y gestión integrada de microclima. Descubrir las relaciones entre un lugar determinado y la región en la que se encontraba era parte fundamental del proceso progresivo de la ecopoesis.

Nirgal se interesó todavía más en la cuestión de la dispersión la primavera siguiente, en el primer noviembre, cuando las nieves se derritieron y entre el lodo de las llanas terrazas de la cara norte de la cuenca aparecieron ramitos de Heuchera nivalis. Él no la había plantado, ni siquiera conocía su existencia, pues de hecho no pudo identificarla hasta que su vecino Yoshi lo visitó y se lo dijo. Yoshi opinó además que debía de haber venido en el viento, pues abundaba en el Cráter Escalante, al norte, y en la dispersión le había tocado a él.

Dispersión alterna, dispersión por propagación, dispersión por las corrientes; las tres eran comunes en Marte. Los musgos y bacterias se propagaban; las plantas hidrófilas se dispersaban con las corrientes siguiendo las márgenes de los glaciares y las nuevas líneas costeras; y el liquen y otras plantas se valían de los fuertes vientos para saltar de unos lugares a otros. La dispersión humana procedía del mismo modo, observó Yoshi mientras recorrían la cuenca discutiendo el concepto: por propagación a través de Europa, Asia y África, siguiendo las corrientes en las Américas y las costas australianas, y saltando a las islas del Pacífico (o a Marte). Era propio de las especies altamente adaptables. El Macizo de Tyrrhena recibía los alisios estivales y los vientos del oeste, de manera que en los dos flancos del macizo había precipitaciones, en ningún lugar más de veinte centímetros anuales, que en la Tierra lo habría convertido en un desierto, pero que en el hemisferio meridional de Marte constituía una isla lluviosa. En cierto modo era también una cuenca de captación de dispersiones, propensa a las invasiones.

Así pues, tierra alta, árida y rocosa, espolvoreada de nieve en las zonas umbrías, sombras teñidas de blanco. Escasos signos de vida excepto en las cuencas, donde los ecopoetas ayudaban a las pequeñas poblaciones. Las nubes venían del oeste en invierno, del este en verano. Las estaciones del hemisferio sur estaban reforzadas por el ciclo afelio-perihelio, y por tanto eran verdaderas estaciones, y los inviernos en Tyrrhena eran muy crudos.

Nirgal recorría la cuenca tras una tormenta para ver qué había traído el viento. Por lo general sólo era polvo helado, pero una vez encontró unos brotes de valeriana griega de color azul pálido entre las grietas de una roca. Consultó sus libros de botánica para ver qué interacción se produciría. El diez por ciento de las especies introducidas sobrevivía, y el diez por ciento de éstas se convertían en plagas; ésa era la regla diez-diez de la invasión biológica, le dijo Yoshi, la primera regla de la disciplina.