—Por supuesto, diez significa entre cinco y veinte. —Una vez Nirgal desarraigó uno de esos visitantes primaverales, hierba común, temiendo que acabara con todo lo demás. Hizo lo mismo con el cardo de la tundra. En otra ocasión el viento otoñal dejó caer una pesada carga de polvo. Eran insignificantes comparadas con las viejas tormentas estivales del sur, pero de cuando en cuando un viento fuerte arrancaba el suelo desértico y el polvo volaba. La atmósfera se espesaba con rapidez, una media de quince milibares anuales, los vientos ganaban fuerza y aumentaba la probabilidad de que arrancaran gruesas capas de suelo. El polvo se depositaba en una fina película, a menudo con un alto contenido de nitratos, un fertilizante que las próximas lluvias infiltrarían en el suelo.
Nirgal compró su participación en la cooperativa de construcción que había elegido y bajaba a menudo a trabajar en los edificios de la ciudad. En la cuenca montaba y probaba dirigibles-planeador monoplazas. Su pequeño taller tenía paredes de piedras apiladas y un techo de tejas de arenisca. Esos trabajos, los cultivos del invernadero, el bancal de patatas y la ecopoesis de la cuenca colmaban sus días.
Volaba en los dirigibles terminados hasta Sabishii y pasaba unos días en el pequeño estudio del ático de la casa reconstruida de su antiguo profesor Tariki, en la vieja ciudad, entre ancianos issei que guardaban una gran semejanza física y mental con Hiroko. Art y Nadia también vivían allí, con su hija Nikki, además de Vijjika, Reull y Annette, viejos amigos de sus años de estudiante. Y estaba la universidad, ya no la Universidad de Marte, sino simplemente la Universidad de Sabishii, una pequeña escuela que seguía el modelo amorfo de los años del demimonde, y por eso los estudiantes más ambiciosos iban a Elysium, Sheffield o Cairo. Sólo quienes se sentían fascinados por la mística de aquellos años o se interesaban por las enseñanzas de uno de los profesores issei iban a Sabishii.
Tanta gente y actividades le hacían sentirse como un extraño, casi incómodo en su propio hogar. Trabajaba largos días como yesero y obrero no especializado en las distintas obras de su cooperativa en la ciudad, comía en quioscos de arroz y pubs, dormía en el desván del garaje de Tariki y esperaba con anhelo el regreso a la cuenca.
Cierta noche volvía a casa ya tarde, adormecido, cuando pasó junto a un hombre dormido en un banco del parque: era Coyote.
Se detuvo y lo observó largamente. Algunas noches oía el aullido de los coyotes en la cuenca. Aquél era su padre. Recordó los días en que buscaba a Hiroko sin saber dónde buscarla. En cambio, allí estaba su padre, dormido en un banco del parque. Nirgal podía llamarlo en cualquier momento, y siempre le respondía aquella sonrisa quebrada y radiante, la encarnación de Trinidad. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero sacudió la cabeza y se dominó. Un viejo tendido en un banco; se veían con cierta frecuencia. Muchos issei que se habían radicado en las tierras del interior cuando venían a la ciudad dormían en los parques.
Nirgal se sentó en el banco, junto a la cabeza de trenzas rasta canosas y desaseadas de su padre; parecía un borracho. Se quedó allí sentado, contemplando los tilos del parque. Era una noche serena y las estrellas titilaban entre las hojas.
Coyote se movió, torció la cabeza y levantó la vista.
—¿Quién anda ahí?
—¡Eh! —dijo Nirgal.
—¡Eh! —exclamó Coyote, y se incorporó restregándose los ojos—. Hombre, Nirgal, me has asustado.
—Lo siento. Pasaba por aquí y te vi. ¿Qué haces?
—Dormir.
—Ja, ja.
—Bueno, por lo que sé, estaba durmiendo.
—Coyote, ¿tienes un hogar?
—Caramba, pues no.
—¿Y eso te inquieta?
—No. —Coyote le dedicó una vaga sonrisa.— Soy como decía ese espantoso programa de vídeo: «El mundo es mi hogar».
Nirgal meneó la cabeza y no dijo nada. Coyote se extrañó de que no riera y lo miró largamente con los párpados entornados, respirando acompasadamente.
—Mi buen muchacho —dijo al fin, soñoliento. La ciudad estaba silenciosa y Coyote murmuraba como si estuviese a punto de quedarse dormido—. ¿Qué hace el héroe cuando el cuento ha terminado? Saltar a la cascada, dejarse arrastrar por la corriente.
—¿Qué…?
Coyote abrió los ojos y se inclinó hacia Nirgal.
—¿Recuerdas cuando llevamos a Sax a Tharsis Tholus y no te moviste de su lado, y después dijeron que lo habías devuelto a la vida? Esa clase de cosas… —Sacudió la cabeza.— Bueno, sólo es un cuento. ¿Por qué preocuparse por un cuento cuando de todas maneras no te pertenece? Lo que haces ahora es mejor. Puedes dejar atrás los mitos y sentarte en un parque por la noche como una persona corriente. Ir adonde te apetezca.
Nirgal asintió, inseguro.
—Lo que me gusta —dijo Coyote con voz soñolienta— es ir a las terrazas y beber kava y observar las caras. Pasear por las calles y mirar las caras. Me gustan los rostros femeninos, son tan hermosos. Y algunos son tan… tan… no sé. Me encanta mirarlos. —Se estaba quedando dormido.— Encontrarás una manera de vivir propia.
Entre quienes lo visitaban con frecuencia se contaban Sax, Coyote y Art, Nadia y Nikki, que cada año estaba más alta. Ya era más alta que Nadia y parecía mirarla como a una niñera o una bisabuela, casi como la miraba Nirgal en Zigoto. Nikki había heredado el sentido del humor de Art, y éste parecía alentarla: se confabulaban contra Nadia y la miraban con un placer radiante que Nirgal nunca había visto en adultos. Una vez los encontró sentados en el muro de piedra que bordeaba su bancal de patatas, riendo inconteniblemente de algo que Art había dicho, y aunque se unió a la risa sintió una punzada de dolor: sus viejos amigos estaban casados y tenían una hija, vivían según aquella antigua costumbre. Frente a eso, su comunión con la tierra no parecía tan sustancial después de todo. ¿Pero qué podía hacer? Muy pocos en aquel mundo tenían la suerte de encontrar un compañero; se necesitaba una suerte increíble para que sucediera, y luego tener la sensatez de reconocerlo y el valor de actuar. Pocos conseguían que la cosa durara. El resto tenía que arreglárselas como podía.
Vivía en su cuenca, cultivaba buena parte de su alimento y trabajaba en proyectos de la cooperativa para pagar el resto. Volaba hasta Sabishii una vez al mes con un nuevo avión, disfrutaba de su estancia de una o dos semanas y regresaba a casa. Art, Nadia y Sax lo visitaban a menudo, y con menor frecuencia Maya y Michel, o Spencer, que vivían en Odessa, o Zeyk y Nazik, que le traían noticias de Cairo y Mángala que él intentaba no escuchar. Cuando se iban salía a la cresta arqueada, se sentaba en uno de sus bancos de roca y contemplaba las praderas del talud, se concentraba en lo que tenia, en aquel mundo de los sentidos, roca, liquen y Selene acaulis.
La cuenca se desarrollaba. Había topos en las praderas y marmotas en la pendiente. Al fin de los largos inviernos las marmotas salían de la hibernación prematuramente, y hambrientas, pues su reloj interno seguía sintonizado con la Tierra. Nirgal les dejaba alimento en la nieve y las veía comer desde las ventanas altas de la casa. Necesitaban ayuda para resistir los largos inviernos y llegar a la primavera. Las criaturas consideraban la casa como una fuente de comida y calor, y dos familias de marmotas vivían muy cerca y emitían su silbido de advertencia cuando alguien se aproximaba. Cierto día le avisaron de la llegada de miembros del comité de Tyrrhena para la introducción de nuevas especies, que le pidieron una lista y un censo aproximado de las de la cuenca. Estaban preparando una lista de «habitantes nativos» locales, que una vez completada les permitiría decidir con rapidez sobre cualquier introducción de especies de propagación rápida. Nirgal colaboró gustosamente, como parecían haber hecho el resto de los ecopoetas del macizo; como isla de precipitaciones, a centenares de kilómetros de las más cercanas, estaban desarrollando una mezcla específica de flora y fauna de alta montaña, y existía una tendencia creciente a considerarla como «natural» en Tyrrhena, sólo alterable de común acuerdo.