Los del comité se marcharon y, con una sensación de extrañeza, Nirgal se sentó junto a sus marmotas.
—Bien —les dijo—, ahora somos indígenas.
Era feliz en su cuenca, por encima del mundo y sus preocupaciones. En la primavera las plantas nuevas brotaban de la nada y a algunas las recibía con una palada de abono vegetal, mientras que a otras las arrancaba y las convertía en abono. Los verdes primaverales eran muy distintos de otros verdes: jades y limas vivos y luminosos en las yemas, briznas de hierba esmeralda, ortigas azuladas, hojas rojizas. Y más tarde las flores, ese tremendo despilfarro de energía de la planta, la pulsión de la supervivencia, el impulso reproductor en derredor… A veces, cuando Nadia y Nikki regresaban de sus paseos con pequeños ramilletes en sus grandes manos, a Nirgal le parecía que el mundo tenía sentido. Las miraba y pensaba en los niños, y lo invadía un ansia impetuosa insólita en él.
Al parecer era un sentimiento generalizado. La primavera duraba ciento cuarenta y tres días en el hemisferio sur, y nacía en lo más crudo del invierno del afelio. A medida que la primavera avanzaba, se sucedían las floraciones, primero las tempranas, como la promesa de primavera o la hepática de la nieve, luego el phlox y el brezo, la saxífraga y el ruibarbo tibetano, la selene acaulis, el aciano y la edelweiss, y así hasta que en cada milímetro del manto verde de la rocosa palma de la cuenca pululaban brillantes puntos de azul ciánico, rosados intensos, amarillo, blanco…, y los colores se agitaban dispuestos en capas cuya altura revelaba la identidad de las plantas, y resplandecían en la oscuridad como gotas de luz, como sí todos aquellos puntos de color grabasen en el aire el relieve de la cuenca, un Marte puntillista. Estaba de pie en aquella mano de roca que vertía la nieve derretida por el pliegue de la línea de la vida hacia el ancho y lejano mundo inferior, vasto y brumoso, que se vislumbraba al oeste bajo el sol del ocaso.
Una límpida mañana Jackie apareció en la pantalla de la IA y anunció que estaba en la pista de Odessa a Libia y quería hacerle una visita. Nirgal accedió antes de pararse a pensarlo.
Bajó por el sendero que corría paralelo al arroyo de deshielo para recibirla. Una pequeña cuenca alta… había miles de cráteres como ése en el sur. Huellas de pequeños y antiquísimos impactos. No había nada extraordinario en ellos. Recordó Mesa Brillante, los formidables amarillos del alba.
Llegaron en tres coches, conduciendo como locos. Jackie guiaba el primero, Antar, el segundo. Reían estrepitosamente cuando se apearon y a Antar no pareció importarle haber perdido la carrera. Los acompañaba un grupo de jóvenes árabes, y para su sorpresa Jackie y Antar parecían tener la misma edad que los demás. Hacía mucho tiempo que no los veía, pero no habían cambiado nada. Los tratamientos; la sabiduría popular aconsejaba empezar pronto y recibirlos a menudo, para asegurarse eterna juventud y frenar cualquiera de las raras enfermedades que aún los mataban de cuando en cuando. Tal vez hasta frenarían la muerte. Pronto y a menudo. Parecían estar en los quince, pero Jackie era un año mayor que Nirgal y él ya tenía casi treinta y tres años marcianos, aunque se sentía más viejo. Mirando aquellos rostros risueños pensó que tendría que someterse al tratamiento algún día.
Pasearon, pisotearon la hierba y manifestaron su admiración por las flores, y cuantas más exclamaciones proferían, más pequeña parecía la cuenca. Hacia el final de la visita Jackie se lo llevó aparte y le habló con gravedad.
—Nirgal, tenemos problemas para contener la afluencia de terranos —le dijo—. Envían casi un millón anual, justo lo que, en tu opinión, nunca podrían hacer. Y los recién llegados ya no se unen a Marte Libre como antes, sino que siguen apoyando a los gobiernos de sus países. Marte no los cambia con la suficiente rapidez, y si esto continúa la idea de Marte Libre acabará por ser un chiste. A veces me pregunto si no cometimos un error al no derribar el cable.
Frunció el entrecejo y veinte años se añadieron a su rostro. Nirgal reprimió un ligero estremecimiento.
—Ayudaría que no te escondieras aquí —exclamó ella, de pronto furiosa, con un ademán desdeñoso que abarcó la cuenca—. Necesitamos la ayuda de todos. La gente aún te recuerda, pero dentro de unos años…
De modo que sólo tenía que esperar unos años, pensó Nirgal. La miró con atención. Era hermosa, sí, pero la belleza era una cuestión de espíritu, inteligencia, vivacidad, empatia. Por tanto, al mismo tiempo que ganaba belleza, la perdía. Otra misteriosa superposición, y una más de las fibras sensibles del dolor que ella le causaba. Pero Nirgal no se sentía orgulloso de ser tan vulnerable a Jackie, no de ese modo.
—En verdad no podemos ayudarlos acogiendo más emigrantes — añadió ella—. Te equivocabas cuando lo dijiste en la Tierra, y ellos lo saben, lo ven con más claridad que nosotros, no cabe duda. Pero siguen enviando gente. ¿Y sabes por qué? Sólo para estropear las cosas aquí, para asegurarse de que no haya ningún sitio donde la gente actúe con sensatez. Ésa es la única razón.
Nirgal se encogió de hombros. No sabía qué decir; probablemente había algo de verdad en los argumentos de ella, pero era sólo una de las múltiples razones que impulsaban a la gente a venir; no había motivo para atribuirle una especial importancia.
—Así que no tienes intención de regresar —dijo ella al fin—. No te importa nada.
Nirgal meneó la cabeza. ¿Cómo explicarle que a ella no le interesaba Marte, sino su propio poder? No sería él quien se lo dijera, porque no le creería. Y tal vez sólo fuera cierto para él.
Bruscamente Jackie renunció a intentar alcanzarlo. Una regia mirada a Antar y éste reunió a la camarilla en los vehículos. Una última mirada inquisitiva, un beso en la boca, como una descarga eléctrica —sin duda para molestar a Antar, o a él, o a los dos—, y se marchó.
Pasó aquella tarde y el día siguiente paseando, se sentó en piedras chatas y observó los pequeños arroyos que saltaban entre las peñas colina abajo. Recordó la rapidez antinatural con que caía el agua en la Tierra. Aquél era su hogar, conocido y amado, cada diada y cada mata de acaulis, incluso la velocidad del agua y sus figuras de plata brincando entre las piedras. El tacto del musgo. Los visitantes que recibía eran gentes para quienes Marte era una idea, un estado naciente, una situación política. Vivían en ciudades-tienda intercambiables con las de cualquier otro lugar, y su devoción, aunque real, estaba dirigida a alguna causa o idea, a un Marte imaginario. Y no le parecía mal. Pero lo que le importaba en ese momento era la tierra, los lugares en los que el agua discurría entre rocas de mil millones de años para alcanzar las porciones de musgo nuevo. Dejaría la política para los jóvenes, él ya había hecho su parte y no quería intervenir más. O al menos quería esperar a que Jackie desapareciera de la escena. El poder era como Hiroko después de todo, siempre se escabullía. De momento, tenía aquel anfiteatro.
Sin embargo, una mañana al alba, cuando salió a caminar, advirtió algo diferente. El cielo estaba despejado y mostraba su más puro púrpura, pero las agujas de un enebro estaban teñidas de amarillo, igual que el musgo y las hojas de las patatas.
Arrancó muestras de las hojas, tallos y agujas más amarillentos y las llevó al invernadero. Dos horas de trabajo con el microscopio y la IA no aclararon el misterio, y volvió a salir y tomó muestras de las raíces, y más agujas, hojas, briznas y flores. Aunque no era un día tórrido, la hierba parecía agostada.