Al día siguiente llamaron a los invernaderos de Xanthe y pidieron nuevos plantones, además de una nueva hierba con una cadena genética de origen himalayo. Cuando llegó el pedido Nirgal ya había arrancado todo el carrizo de la cuenca y buena parte del musgo. Ese trabajo lo ponía enfermo, no podía evitarlo; cierto día, al ver a una marmota preocupada parloteándole se sentó y se echó a llorar. Sax se había retirado a su silencio habitual, lo que empeoraba las cosas, pues a Nirgal siempre le recordaba a Simón y la muerte en general. Necesitaba a Maya o a algún otro portavoz valeroso y expresivo de la vida interior, de la angustia y la fortaleza; pero tenía a Sax, perdido en sus pensamientos, en un idiolecto privado que se mostraba reacio a traducir.
Plantaron las hierbas himalayas por toda la cuenca, siguiendo la tracería de venas de agua y hielo. Una helada severa les facilitó la labor, pues mató a las plantas infectadas más deprisa que a las sanas. Incineraron las plantas enfermas en un horno. La gente vino de las cuencas circundantes para ayudar, trayendo renuevos para plantar después.
Pasaron dos meses y la fuerza de la invasión remitió. Las plantas que quedaban parecían más resistentes y las nuevas no se infectaron ni murieron. La cuenca mostraba un aspecto otoñal, aunque estaban en mitad del verano, pero las muertes habían cesado. Las marmotas estaban flacas y parecían más preocupadas que nunca; eran una especie ansiosa. Y Nirgal comprendía por qué. La cuenca parecía desolada, pero el bioma sobreviviría. El viroide acabó por desaparecer. Había abandonado la cuenca tan misteriosamente como había llegado.
Sax meneó la cabeza.
—Si los viroides que atacan a los animales llegan a ser alguna vez más resistentes… —Suspiró.— Ojalá pudiera hablar con Hiroko.
—Dicen que anda por el polo norte —comentó Nirgal con tono agrio.
—Sí.
—Pero…
—No creo que esté allí. Y… no creo que ella quiera hablar conmigo. Pero sigo… sigo esperando.
—¿Que te llame? —dijo Nirgal sarcásticamente. Sax asintió.
Se quedaron mirando la llama de la lámpara, taciturnos. Hiroko, madre, amante… los había abandonado a los dos.
Pero la cuenca viviría. Cuando Sax se marchaba, Nirgal le dio un abrazo de oso, lo levantó y giró con él.
—Gracias —dijo.
—Ha sido un placer —contestó Sax—. Muy interesante.
—¿Qué harás ahora?
—Creo que hablaré con Ann. O lo intentaré.
—¡Ah! Buena suerte.
Sax inclinó la cabeza, como queriendo decir que la necesitaría. Luego puso en marcha el rover y saludó antes de agarrar el volante con las dos manos. Poco después desapareció tras la cresta.
Nirgal se dedicó de lleno a la dura tarea de restaurar la cuenca e hizo lo posible por proporcionarle mayor resistencia contra los agentes patógenos. Más diversidad, más de una carga de parásitos indígenas, desde los habitantes chasmoendolíticos de la roca hasta los insectos y microbios que flotaban en el aire. Un bioma más completo y resistente. Sus visitas a Sabishii eran raras. Reemplazó el suelo del bancal de patatas y plantó una especie diferente.
Sax y Spencer estaban de visita cuando se formó una gran tormenta de polvo en la región de Claritas, cerca de Senzeni Na, en la misma latitud pero en el otro lado del mundo. Durante dos días siguieron las informaciones del satélite meteorológico. Se desplazaba hacia el este, se acercaba, se acercaba. Pareció que pasaría al sur de la cuenca, pero en el último minuto viró al norte.
Sentados frente a las ventanas que miraban al sur la vieron llegar, una masa oscura que llenaba el cielo. El terror se apoderó de Nirgal como la electricidad estática que hacía gritar a Spencer cuando tocaba las cosas, aunque era infundado, pues ya había pasado por docenas de tormentas de polvo. No era más que un pavor residual derivado de la plaga del viroide. Y la habían superado.
Pero esta vez el día se volvió pardo y luego se oscureció hasta parecer noche, una noche color chocolate que aullaba sobre la casa y sacudía las ventanas.
—Los vientos han ganado tanta fuerza… —comentó Spencer con aire pensativo. El aullido fue perdiendo intensidad, aunque fuera todo seguía oscuro. Cuanto menos se escuchaba el viento, peor se sentía Nirgal. Al fin el aire quedó inmóvil, pero la náusea de Nirgal era tan vehemente que apenas pudo mantenerse en pie ante la ventana. Las tormentas de polvo a veces terminaban abruptamente, cuando el viento encontraba un viento contrario o un determinado relieve, y entonces dejaban caer su carga de partículas. En aquel momento llovía polvo; a través de las ventanas se veía un gris sucio, como si las cenizas estuvieran cubriendo el mundo. En los viejos tiempos, incluso las tormentas más grandes sólo habrían descargado unos pocos milímetros de partículas al final de su recorrido, murmuró Sax con malestar. Pero con una atmósfera más densa y vientos más poderosos, se levantaban grandes cantidades de polvo y arena, que si caían de golpe, como a veces ocurría, formaban mantos de un espesor mucho mayor.
En menos de una hora, todas las partículas excepto las más menudas se habían depositado en el suelo. La tarde era brumosa y sin viento, y en el aire parecía flotar un humo tenue. Contemplaron la cuenca cubierta por la capa de polvo.
Nirgal salió con la máscara, como siempre, y escarbó desesperadamente, con la pala primero y luego con las manos. Sax, que lo había seguido dando tumbos, le apoyó una mano en el hombro.
—No creo que se pueda hacer nada. —La capa de polvo tenía ya en algunos sitios un metro de espesor.
Con el tiempo, otros vientos se llevarían parte de ese polvo. La nieve caería sobre el que quedara, y cuando se derritiera el fango resultante correría por los aliviaderos y una nueva red fractal de canales, parecida a la original, se derramaría por la cuenca. El agua se llevaría el polvo y las partículas macizo abajo. Pero cuando eso sucediera, todos los animales y plantas de la cuenca ya habrían muerto.
NOVENA PARTE
Historia natural
Después de eso Nirgal acompañó a Sax a Da Vinci y se instaló en el apartamento de éste. Una noche Coyote se dejó caer por allí después del lapso marciano, cuando a nadie se le hubiera ocurrido hacer una visita.
Nirgal le explicó brevemente lo sucedido en la cuenca.
—Ya, ¿y qué? —dijo Coyote. Nirgal apartó la mirada.
Coyote fue a la cocina y empezó a hurgar en el refrigerador de Sax.
—¿Qué esperabas en una ladera ventosa como aquélla? —dijo con la boca llena, gritando para que Nirgal le oyera desde la sala de estar—. Este mundo no es un jardín, chico. Una parte de él queda sepultada cada año; así son las cosas. Dentro de un año o de diez vendrá otro viento que barrerá todo el polvo de tu colina.
—Para entonces no quedará nada vivo.
—Así es la vida. Ahora tienes que dedicarte a algo distinto. ¿Qué estabas haciendo antes de instalarte allí?
—Buscar a Hiroko.
—Mierda. —Coyote apareció en el vano de la puerta y señaló a Nirgal con un gran cuchillo de cocina.— ¿Tú también?
—Sí, también yo.
—Oh, vamos… ¿Cuándo vas a crecer? Hiroko está muerta. Será mejor que te acostumbres a eso.
Sax salió de su despacho parpadeando enérgicamente.
—Hiroko está viva —dijo.
—¡Tú también! —exclamó Coyote—. ¡Sois como criaturas!
—La vi en el flanco sur de Arsia Mons, durante una tormenta.
—¡Vaya, te has unido al jodido grupo! Sax lo miró parpadeando.