Dejaron de caer objetos. Había estado conteniendo el aliento, y al fin respiró con cierta regularidad. Peter tenía el código rojo y Ann marcó su número y le envió un mensaje desesperado, pero sólo recibió estática. Sin embargo, cuando ya bajaba el volumen de los auriculares, captó algunas frases incompletas y confusas: Peter describía los movimientos de los rojos a las fuerzas verdes, o quizás incluso a la UNTA, que entonces podría disparar sus misiles desde el sistema de defensa del cable. Sí, ésa era la voz de Peter, mezclada con la estática. Orquestándolo todo. Luego sólo hubo estática.
En la base del ascensor los fogonazos enceguecedores de las explosiones transformaron el negro de la parte inferior del cable en plata; luego volvió el negro. Las alarmas de Arsiaview aullaron y el humo se arrastró hacia el extremo oriental de la tienda. Ann se metió en un callejón que corría de norte a sur y se dejó caer contra el muro oriental de un edificio, pegada al hormigón. En el callejón no había ventanas. Explosiones, estrépito, viento. Luego, un silencio opresivo.
Se puso de pie y vagó por la tienda. ¿Adónde iba uno cuando estaban matando a la gente? A encontrar a los amigos, si se podía. Sí sabías quiénes lo eran.
Se serenó y echó a andar hacia donde Dao le había dicho que estaría Kasei, y trató de imaginar adonde podrían ir después. Era probable que ya hubieran salido de la ciudad; seguramente intentarían capturar la siguiente tienda en dirección este, tomarlas una a una, descomprimirlas, obligar a sus habitantes a refugiarse debajo y luego seguir adelante. Siguió corriendo tan deprisa como podía por la calle paralela al muro de la tienda. Estaba en forma, pero aquello era demasiado: le faltaba el aliento y tenía el interior del traje empapado de sudor. La calle estaba desierta, aterradoramente silenciosa y tranquila, de manera que resultaba difícil creer que estaba en medio de una batalla y que encontraría al grupo que buscaba.
Pero allí estaban. Un poco más adelante, en las calles que rodeaban uno de los hermosos parques triangulares: figuras con trajes y cascos, que llevaban armas automáticas y lanzamisiles móviles, que disparaban contra unos oponentes invisibles atrincherados en un edificio revestido de sílex. Los círculos rojos de los brazos, rojos…
Un fogonazo cegador la derribó. Los oídos le zumbaban. Estaba al pie del edificio y se apretó contra la pared de piedra pulida. Jaspilita: jaspe rojo y óxido de hierro, en bandas que se alternaban. Hermoso. Le dolía la espalda, el trasero y el hombro, y también el codo. Pero nada grave. Podía moverse. Se arrastró y volvió la vista hacia el parque triangular. Todo ardía en el viento, y las pequeñas lenguas anaranjadas ya empezaban a menguar por la falta de oxígeno. Los cadáveres yacían desparramados como muñecos rotos, con los miembros en posiciones que ningún hueso podía soportar. Se puso de pie y se dirigió corriendo al grupo más cercano, atraída por una cabeza familiar de cabellos grises que había perdido el casco. Aquél era Kasei, el único hijo de John Boone e Hiroko Ai; tenía la mandíbula ensangrentada y sus ojos abiertos ya no veían. Él la había tomado demasiado en serio. Y sus adversarios no lo suficiente. La herida había dejado al descubierto su colmillo de piedra, y al verlo Ann sintió que se ahogaba, y se alejó. Tantas pérdidas… Los tres estaban muertos ahora.
Volvió sobre sus pasos y se agachó para soltar la consola de muñeca de Kasei. Era más que probable que tuviera una frecuencia de acceso directo al Kakaze, y cuando estuvo de nuevo a cubierto junto a un edificio de obsidiana marcado por grandes señales de impactos, tecleó la frecuencia de llamada general y dijo:
—Habla Ann Clayborne, llamando a todos los rojos. A todos los rojos. Atención, habla Ann Clayborne. El ataque a Sheffield ha fracasado. Kasei ha muerto, y muchos más. Es inútil proseguir con los ataques. Provocarán que toda la fuerza de la UNTA se lance sobre el planeta otra vez. — Hubiera querido decir que, para empezar, el plan era estúpido, pero se reprimió.— Aquellos que puedan, abandonen la montaña. Todos los que estén en Sheffield, regresen al oeste y abandonen la ciudad y la montaña. Habla Ann Clayborne.
Le llegaron varios acuses de recibo, que ella escuchó a medias mientras regresaba al rover a través de Arsiaview. No hizo ningún esfuerzo por esconderse. Si la mataban, qué se le iba a hacer, pero no creía que eso fuera a ocurrir; caminaba bajo las alas de algún oscuro ángel protector que la forzaba a presenciar la muerte de la gente que conocía y del planeta que amaba. Era su destino. Sí, allí estaban Dao y su unidad, muertos en el lugar donde ella los había dejado, en medio de su propia sangre. Ella debía de haberse librado por muy poco.
Y en un ancho bulevar con una hilera de tilos en el centro encontró otro grupo de cadáveres. No eran rojos, llevaban cintas verdes en la cabeza, y uno de ellos parecía Peter, ésa era su espalda… Se acercó con piernas temblorosas, siguiendo un impulso, como en una pesadilla, se detuvo junto al cadáver y finalmente observó su rostro. No era Peter. Un nativo alto y joven que tenía unos hombros como los de Peter, pobre criatura. Un hombre que podía haber vivido mil años.
Reanudó la marcha aturdida. Llegó al rover sin incidentes, subió y condujo hasta la terminal de trenes en el extremo oeste de Sheffield. De allí partía una pista que bajaba por la pendiente sur de Pavonis hasta el desfiladero entre Pavonis y Arsia. Concibió un plan, simple y básico, pero precisamente por eso viable. Sintonizó la frecuencia del Kakaze y dio sus recomendaciones como si fueran órdenes.
—Huyan, desaparezcan. Bajen al Desfiladero Sur, rodeen Arsia por el flanco occidental, por encima de la línea de las nieves, y luego pasen a la cabecera de Aganippe Fossa, un largo cañón recto donde encontrarán un antiguo refugio rojo secreto, una morada excavada clandestinamente en la pared norte. Allí podrán esconderse y empezar una nueva campaña de resistencia contra los nuevos amos del planeta. UNOMA, UNTA, metanacs, Dorsa Brevia… todos Verdes.
Probó a llamar a Coyote y se sorprendió cuando éste contestó.
Sin duda también él estaba en Sheffield; tenía suerte de estar vivo. Una furiosa expresión de amargura le torcía el rostro quebrado.
Ann le explicó su plan; él asintió, pero dijo:
—Después de un tiempo necesitarán hacer algo más. Ann no pudo reprimirse:
—¡Fue una estupidez atacar el cable!
—Lo sé —dijo Coyote con cansancio.
—¿Intentaste disuadirlos?
—Pues claro. —Su expresión se ensombreció aún más.— ¿Kasei ha muerto?
—Sí.
El rostro del hombre se contrajo en una mueca de dolor.
—Oh, Dios. Esos bastardos.
Ann no sabía qué decir. No conocía muy bien a Kasei, ni siquiera le era simpático. Sin embargo, Coyote lo había conocido desde el día en que nació, en la colonia oculta de Hiroko, y lo había llevado consigo en sus furtivas expediciones por todo Marte desde que era un adolescente. Las lágrimas le corrían por las profundas arrugas de las mejillas, y Ann apretó los dientes.