Tendido en la hierba, mirando las flores de la tundra, uno no podía evitar reflexionar sobre la vida. A la luz del sol, las delicadas florecillas se erguían sobre sus tallos llenas de color, resplandeciendo debido a la presencia de las antracinas. Ideogramas del orden. No parecían en absoluto una simple diferencia de niveles entrópicos. Una textura primorosa en un simple pétalo: bañado por la luz parecía mostrar sus moléculas, aquí una blanca, allí una lavanda o azul clemátide. Esas motas no eran moléculas, claro está, muy por debajo del poder de resolución del ojo, pero incluso si hubiesen sido visibles, no se estaría ante las últimas unidades constructivas del pétalo, que eran aún más pequeñas, tanto que costaba imaginarlas; más finas que la resolución conceptual de uno, podía decirse. Sin embargo, el grupo teórico de Da Vinci había empezado a susurrar sobre los avances que estaban haciendo en la teoría de las supercuerdas y la gravedad cuántica; habían llegado a predicciones comprobables, históricamente el gran punto débil de la teoría de las cuerdas. Intrigado por esta reconexión con el experimento, Sax se había entregado a la labor de comprender lo que estaban haciendo. Esto significaba cambiar los acantilados por salas de seminario, pero lo había hecho durante las estaciones lluviosas: acudía a las sesiones de grupo de la tarde, escuchaba las ponencias y las discusiones que las seguían, estudiaba los garabatos matemáticos de las pantallas y pasaba las mañanas trabajando con superficies de Riemann, álgebras de Lie y números de Euler, topologías de los espacios compactos hexadimensionales, geometrías diferenciales, variables de Grassmann, operadores de emergencia de Vlad y el resto de las matemáticas necesarias para entender lo que decía la nueva generación.
Sax ya había estudiado antes parte de las matemáticas relacionadas con las supercuerdas. La teoría llevaba dos siglos en vigencia, pero había sido enunciada mucho antes de que dispusieran de la matemática o la capacidad experimental para investigarla con propiedad. La teoría describía las partículas más pequeñas del espaciotiempo no como puntos geométricos sino como bucles ultramicroscópicos que vibraban en diez dimensiones, seis de las cuales estaban compactadas alrededor de los bucles, lo que los convertía en exóticos objetos matemáticos. El espacio en el que vibraban había sido cuantizado por los teóricos del siglo XXI en formaciones de bucles llamadas redes de spin, en las cuales las líneas de fuerza en las fibras más finas del campo gravitatorio actuaban en cierto modo como las líneas de fuerza magnética alrededor de un magneto, permitiendo que las cuerdas vibraran sólo en ciertas armonías. Estas cuerdas supersimétricas que vibraban armónicamente en redes de spin decadimensionales explicaban de manera elegante y plausible las diferentes fuerzas y partículas detectadas en el nivel subatómico, los bosones y fermiones, así como sus efectos gravitatorios. La teoría completa pretendía mezclar con éxito la mecánica cuántica con la gravedad, que había sido el gran problema de la física teórica durante más de dos siglos.
Todo muy excitante. Pero el problema, para Sax y otros muchos escépticos, estribaba en la dificultad de confirmar esa hermosa matemática experimentalmente, una dificultad causada por los extremadamente diminutos tamaños de los bucles y espacios sobre los que se teorizaba, del orden de los 10-33 centímetros, la llamada longitud de Planck, tan pequeña comparada con las partículas subatómicas que costaba imaginarla. Un núcleo atómico típico tenía unos 10-13 centímetros de diámetro, o una millonésima de mil millonésima parte de un centímetro. Durante un tiempo Sax se había esforzado en vano por visualizar esa distancia, pero había que intentarlo; uno tenía que contener en la mente esa inconcebible pequeñez al menos un instante. Y luego recordar que en la teoría de las cuerdas se hablaba de una distancia ¡veinte órdenes de magnitud más pequeña que el tamaño de un núcleo atómico! Sax intentaba aprehender la proporción; una cuerda, pues, era al tamaño de un átomo como un átomo al tamaño de… el sistema solar. Una proporción que la racionalidad apenas alcanzaba a comprender.
Y lo que era peor, era demasiado pequeña para detectarla experimentalmente. Ésa era para Sax la esencia del problema. Los físicos habían realizado experimentos en aceleradores a niveles de energía del orden de 100 GeV, o cien veces la masa-energía de un protón. A partir de esos experimentos habían formulado, con gran esfuerzo, después de largos años, el llamado modelo estándar revisado de la física de partículas, que explicaba muchas cosas, un logro sorprendente, pues hacía predicciones que podían probarse o descartarse mediante experimentos de laboratorio u observaciones cosmológicas, y habían permitido a los físicos explicar con confianza la mayor parte de lo sucedido en la historia del universo desde el Big Bang, remontándose hasta la primera millonésima de segundo del tiempo.
Sin embargo, los teóricos de las cuerdas querían dar un salto fantástico más allá del modelo estándar revisado, hasta la distancia de Planck, que era el espacio más pequeño posible, el movimiento cuántico mínimo, que no podía reducirse sin contradecir el principio de exclusión de Pauli. En cierto modo era razonable pensar en ese tamaño mínimo de las cosas, pero analizar los sucesos a esa escala requeriría niveles de energía experimentales de al menos 1019 GeV, y por el momento no podían crearlos. Ningún acelerador se acercaría siquiera, pues sería como estar en el corazón de una supernova. No, una gran línea divisoria, semejante a un vasto abismo o desierto, los separaba del dominio de Planck. Era un nivel de realidad destinado a permanecer inexplorado en cualquier sentido físico.
Al menos eso afirmaban los escépticos. Pero los interesados en la teoría nunca se habían dejado desalentar. Buscaban una confirmación indirecta de la teoría en el nivel subatómico, que desde esa perspectiva parecía ahora gigantesco, cosmológico. Las anomalías en los fenómenos para las que el modelo revisado no tenía explicación podían explicarse con predicciones de la teoría de cuerdas sobre el dominio de Planck. Esas predicciones eran pocas, sin embargo, y los fenómenos predichos difícilmente perceptibles. No se habían encontrado argumentos verdaderamente decisivos, pero con el transcurso de las décadas unos pocos entusiastas de las cuerdas habían continuado explorando nuevas estructuras matemáticas que tal vez revelaran otras ramificaciones de la teoría o predijeran otros resultados indirectos detectables. Eso era cuanto podían hacer y era un sendero muy atractivo para los físicos, en opinión de Sax, que creía en la comprobación experimental de las teorías de todo corazón, pues si no podían comprobarse no eran más que matemática y su belleza era inútil. Había infinidad de campos matemáticos hermosos y exóticos, pero si no daban forma al mundo fenomenológico, no le interesaban.
Sin embargo, en esos momentos, tras décadas de trabajo, estaban empezando a hacer progresos en aspectos interesantes. En el nuevo supercolisionador del cráter Rutherford habían encontrado la segunda partícula Z, cuya presencia había predicho la teoría de las cuerdas mucho antes. Y un detector magnético de monopolos, en órbita alrededor del Sol fuera del plano de la eclíptica había captado un vestigio de lo que parecía una partícula libre de carga ínfima con la masa de una bacteria: un raro vislumbre de una «partícula masiva de interacción débil», o PMID. La teoría de las cuerdas había predicho la existencia de las PMID, mientras que la estándar revisada no las contemplaba. Eso daba que pensar, porque las formas de las galaxias indicaban que tenían masas gravitatorias diez veces más grandes que las sugeridas por su luz visible; Sax opinaba que si la materia oscura podía explicarse satisfactoriamente como partículas masivas de interacción débil, había que tomar muy en serio la teoría que enunciaba su existencia.