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—¿Es que ahora eres inmune al dióxido de carbono? —preguntó ella a través de la máscara.

Él le habló entonces del nuevo tratamiento de la hemoglobina, esforzándose por encontrar las palabras, como después de sufrir la embolia. Ella lo interrumpió con una sonora carcajada.

—Así que ahora tienes sangre de cocodrilo, ¿eh?

—Sí —dijo él, leyéndole el pensamiento—. Sangre de cocodrilo, cerebro de rata.

—De cien ratas.

—Sí, ratas especiales —precisó él. Al fin y al cabo, los mitos tenían una lógica rigurosa, como había demostrado Lévi-Strauss. Hubiera querido añadir que eran ratas geniales, cien ratas y todas genios. Incluso sus desgraciados estudiantes habían tenido que admitirlo.

—Con los cerebros alterados —dijo ella, aprovechando el filón.

—Sí.

—Y después de la lesión cerebral que sufriste, alterado por partida doble.

—Cierto. —Resultaba deprimente si se miraba desde ese punto de vista. Aquellas ratas estaban lejos de su hogar.— Aumento de la plasticidad. ¿Lo probaste…?

—No, no lo probé.

De modo que seguía siendo la Ann de siempre. Se le había ocurrido que tal vez probara las drogas por iniciativa propia, que habría visto la luz. Pero no. Sin embargo, la mujer que tenía delante no era del todo Ann. Algo en la mirada… Se había acostumbrado a recibir de ella una mirada de odio desde sus célebres discusiones en el Ares, quizá desde antes. Había tenido tiempo de acostumbrarse, o al menos de aprender a distinguirla.

Sin embargo, en ese momento, con la máscara y una expresión nueva en la mirada, casi parecía una cara distinta. Ann lo observaba con atención, pero la piel alrededor de los ojos no estaba fruncida. Sí arrugada, ambos estaban profusamente arrugados, pero las arrugas eran las de unos músculos relajados. Incluso parecía que la máscara ocultaba una leve sonrisa. No sabía qué pensar.

—Me administraste el tratamiento gerontológico —dijo ella.

—Sí.

¿Debía decir que lo sentía, aunque no fuera así? Mudo, la mandíbula tensa, la miraba como un pájaro paralizado por una serpiente, esperando una señal que le dijera que todo iba bien, que había hecho lo correcto.

Ella señaló con gesto brusco el paisaje que los rodeaba.

—¿En qué andas metido ahora?

Intentó comprender el sentido de la pregunta, tan enigmático para él como un koan.

—Sólo he salido a mirar —dijo. No se le ocurría nada más. Todas esas hermosas palabras del lenguaje de pronto se habían dispersado como una bandada de pájaros asustados, fuera de su alcance, y los significados con ellas. Sólo eran dos animales de pie, bajo el sol. ¡Mira, mira, mira!

Ann ya no sonreía, si es que lo había hecho. Ni tampoco lo atravesaba con la mirada. Lo observaba con ojo evaluador, como sí él fuera una roca. Una roca; con Ann eso indicaba con toda seguridad algún progreso.

Entonces ella se volvió y empezó a bajar por el acantilado hacia el pequeño puerto de Zed.

Sax regresó a Da Vinci aturdido. Estaba celebrándose la fiesta anual de la Ruleta Rusa, durante la cual se elegía a los representantes de ese año para el cuerpo ejecutivo global, además de asignar los cargos de la comunidad. Tras el ritual de sacar los nombres de un sombrero, se les dieron las gracias a los que habían desempeñado esos cargos el año anterior y se consoló a quienes había señalado la suerte; los que se habían librado lo celebraron. En Da Vinci se había adoptado la asignación por sorteo de los puestos administrativos porque era la única manera de que la gente los ocupara. Irónicamente, después de esforzarse tanto para dar a todos los ciudadanos la mayor autonomía posible en la autogestión, los técnicos de Da Vinci habían resultado ser alérgicos a las obligaciones que eso comportaba. Lo único que deseaban era dedicarse a sus investigaciones. «Podríamos dejar la administración en manos de las IA», decía Kouta Arai, como cada año, entre sorbo y sorbo de espumosa cerveza. Aonia, representante en la duma el año anterior, aconsejaba al que le sucedería: «Sólo tienes que ir a Mángala y discutir, y los auxiliares se encargan de hacer el trabajo. La mayor parte de las cuestiones a debate ya han pasado por el consejo o los tribunales, o por los partidos. Son los aparatchiks de Marte Libre quienes rigen el planeta en realidad. Pero la ciudad es muy hermosa y es muy agradable navegar en la bahía y deslizarse en trineo de vela en invierno».

Sax se alejó. Alguien se quejaba de las ciudades costeras que brotaban como hongos en el golfo meridional, demasiado próximas unas de otras. La política en su forma más común: la queja. Nadie quería desempeñar los cargos, pero todos estaban dispuestos a quejarse. Esa charla les ocuparía media hora más, y luego retomarían las discusiones de trabajo. Algunos ya lo habían hecho, a juzgar por el tono de sus voces. Sax se detuvo al oír que hablaban sobre la fusión, entusiasmados por los recientes avances en el desarrollo de un pulsorreactor. La fusión continua se había conseguido algunas décadas antes, pero requería enormes tokamaks, ingenios demasiado grandes, pesados y caros. Ese laboratorio estaba intentando implosionar repetidas veces, en una rápida secuencia, pequeñas bolas de combustible para proporcionar energía.

—¿Fue Bao quién les habló de eso? —preguntó Sax.

—Caramba, pues sí, antes de marcharse nos habló de las pautas de los plasmas, nada inmediatamente útil pues el tema es realmente macro comparado con lo que la ocupa; pero ella es condenadamente inteligente y algo que dijo puso a Yananda sobre la pista de cómo podíamos sellar la implosión y al mismo tiempo dejar espacio para la posterior emisión.

Era necesario que los láseres alcanzaran las bolitas por todos los lados a la vez, pero también necesitaban una válvula que permitiera a las partículas cargadas escapar, y el reto había interesado a Bao. Los científicos se enzarzaron en una animada discusión del problema, que creían haber resuelto al fin, y cuando alguien se acercó y mencionó los resultados del sorteo, lo despidieron con cajas destempladas.

—Ka, política no, gracias.

Mientras deambulaba por la sala, escuchando a medias las distintas conversaciones, a Sax volvió a sorprenderle la naturaleza apolítica de los científicos y técnicos. Algo en la política parecía repelerlos, y tenía que admitir que a él le ocurría lo mismo. Era irremediablemente subjetiva y comprometedora, rasgos que la oponían frontalmente a la esencia del método científico. ¿Era eso cierto? Esos sentimientos y prejuicios eran también subjetivos. Se podía intentar contemplar la política como una especie de ciencia, una larga serie de experimentos sobre la vida en comunidad, por ejemplo, cuyos datos habían sido adulterados. Por esa razón se proponía un sistema de gobierno, se ponía en práctica, se examinaban los resultados, se descartaba el sistema y vuelta a empezar. Si se estudiaban los experimentos y paradigmas se advertía que con el paso de los siglos habían aparecido ciertas constantes y principios que habían intentado sucesivas aproximaciones a los sistemas que promovían cualidades como el bienestar físico, la libertad individual, la igualdad, el cuidado de la tierra, mercados tutelados, el imperio de la ley, la compasión. Repetidos experimentos habían hecho patente —en Marte al menos— que todos esos objetivos, a veces contradictorios, podían alcanzarse a través de la poliarquía, un sistema complejo en el que el poder se repartía entre un gran número de instituciones. En teoría esa difusa red de poder a la vez centralizado y descentralizado, originaba el mayor grado de libertad individual y bienestar común maximizando el dominio de cada individuo sobre su propia vida.