Bueno, podía llamarla y preguntárselo.
Pero temía hacerlo, tener que preguntar. ¡Temía hablar con ella! Por la consola y también en persona. Ann no le había dicho qué opinaba de que le hubiese administrado el tratamiento gerontológico contra su voluntad. Ni agradecimientos ni maldiciones; nada. ¿Qué pensaba?
Suspiró y bebió el kava. En el escenario el espectáculo había empezado, y Héctor recitaba algo en español con una voz tan musical y expresiva que a Sax le parecía entenderlo todo.
Ann, Ann, Ann. Ese interés obsesivo le causaba un gran malestar. Habría sido tan sencillo concentrarse en el planeta, en la roca y el aire, en la biología. Era una táctica que Ann comprendería. Y había en la ecopoesis algo fundamentalmente fascinante. El nacimiento de un mundo, un fenómeno que no podían dominar. Sin embargo, seguía preguntándose cómo lo veía Ann. Tal vez tropezara con ella otra vez.
Mientras tanto, el mundo. Volvió a recorrer la tierra rugosa que se extendía bajo la cúpula del cielo, cuyo color cambiaba a diario en la primavera ecuatorial; se necesitaba una carta cromática incluso para aproximarse a los tonos. Algunas veces tenia un intenso azul violeta, azul de clemátide, de jacinto o de lapislázuli, o un índigo purpúreo. O azul de Prusia, un pigmento que provenía del ferrocianuro; interesante, pues había mucho material férrico allí. Azul de hierro, con más púrpura que el de los cielos himalayos de las fotografías, pero por lo demás como los cielos terranos vistos desde esas grandes alturas. Todo en aquel lugar rocoso y recortado contribuía a la sensación de gran altitud: el color del cielo, la roca rugosa, el aire, tan gélido, tenue y puro. Caminaba con el viento a favor, en contra, oblicuo, un tacto siempre diferente que introducía por sus fosas nasales una droga suave que le inundaba el cerebro. Avanzaba pisando rocas cubiertas de liquen, de una losa a la siguiente, como si siguiera un mágico sendero particular que brotaba de la tierra fracturada, arriba y abajo, un paso detrás de otro, un momento detrás de otro, atento sólo a la identidad de cada instante, único, como los bucles de espaciotiempo de Bao, como las sucesivas posiciones de la cabeza de un pinzón, que pasaba de una posición cuántica a la siguiente. Tras un concienzudo examen esos momentos se revelaban como unidades irregulares cuya duración variaba según lo que ocurriera en ellos. Cesó el viento, los pájaros desaparecieron; de pronto todo se había detenido y en el silencio sólo se escuchaba el zumbido de los insectos. Esos momentos podían prolongarse muchos segundos. Mientras que eran infinitesimales cuando los gorriones ahuyentaban a un cuervo. Había que estar atento: a veces era una corriente fluida; otras, sucesivas quietudes cuánticas.
Saber. Existían distintas formas de saber, pero ninguna tan satisfactoria, decidió Sax, como el conocimiento directo proporcionado por los sentidos. Inmerso en la luz fría de aquella ventosa y brillante primavera, alcanzó el borde de un acantilado y contempló la lámina de azul ultramarino del fiordo Simud, azogado por el centelleo de innumerables lascas de luz en la superficie de las aguas. Los acantilados de la pared opuesta mostraban las bandas de los distintos estratos, que en algunos casos constituían verdes cornisas en el basalto. Gaviotas, frailecillos, golondrinas de mar, araos, halcones pescadores, volaban en los abismos aéreos que se abrían ante él.
Entre todos los fiordos, Sax tenía sus favoritos. La Florentina, al sudeste de Da Vinci, era un hermoso óvalo de agua. Un paseo por los acantilados bajos proporcionaba unas vistas espectaculares. La apretada hierba extendía un manto verde sobre la roca, y el conjunto recordaba la costa irlandesa. Las aristas de la roca iban suavizándose a medida que el mantillo y la flora llenaban las grietas y tomaban montículos que desafiaban los ángulos de reposo, y uno avanzaba sobre cojines que emergían entre los afilados dientes de las rocas aún desnudas.
Las nubes se precipitaban tierra adentro, hacia el norte, y la lluvia caía en continuas cortinas que lo empapaban todo. El día siguiente a una de esas tormentas el aire estaba lleno de vapor, el suelo rezumaba agua y cada paso fuera de la roca implicaba un cenagoso chapoteo. Brezales, páramos, pantanos. Diminutos bosques nudosos en los grábenes bajos. Un veloz zorro pardo entrevisto por el rabillo del ojo antes de desaparecer tras un enebro. ¿Huía de él, andaba tras alguna presa…? Ocupado en sus asuntos. Las olas que batían los acantilados luego retrocedían y se interponían en el camino de las que llegaban, que podían muy bien haber salido del tanque de olas de un laboratorio de física. Eran tan hermosas… Y era tan extraño que el mundo se conformara tan bien con la formulación matemática… La irrazonable efectividad de las matemáticas se hallaba en el corazón de la gran incógnita.
Cada atardecer era distinto como resultado de las partículas residuales en las capas altas de la atmósfera, que subían tanto que a menudo seguían recibiendo la luz del sol mucho después de que todo lo demás hubiese caído bajo la gran sombra del ocaso. Sax se sentaba en el acantilado occidental y contemplaba extasiado la puesta de sol, y después, durante la hora que duraba el crepúsculo, observaba el cambio de los colores del cielo hasta que todo se oscurecía. A veces aparecían nubes noctilucientes, treinta kilómetros por encima del planeta, anchas franjas que centelleaban como la concha de una oreja de mar.
El cielo de peltre de un día calinoso. El arrebol crepuscular y el fuerte viento. La cálida caricia del sol en la piel en una tranquila tarde sin viento. Los dibujos de las olas marinas. El roce del viento, sus manifestaciones.
Pero cierto día, durante un crepúsculo embebido de añil, bajo una centelleante red de estrellas, se sintió inquieto. «Los polos nevados del Marte sin lunas», había escrito Tennyson. Marte sin lunas. En otro tiempo aquella era la hora en que Fobos cruzaba el horizonte occidental como una llamarada. Un momento que representaba la areofanía como ningún otro. Terror y Pavor. Y él había coronado la desatelización. Habrían podido destruir cualquier base militar instalada en Deimos; ¿en qué estaba pensando cuando lo hizo? No lo recordaba. Tal vez el deseo de mantener la simetría; arriba, abajo; pero la simetría era una cualidad sobrevalorada por los matemáticos. Arriba. En algún lugar Deimos orbitaba aún alrededor del sol. Lo comprobó en su consola. Se establecían muchas colonias en los asteroides: se los vaciaba, se les imprimía un giro para crear un efecto gravitatorio en su interior y luego se habitaban. Nuevos mundos.
Una palabra captó su atención: Pseudofobos. Buscó la referencia y leyó: nombre informal de un asteroide semejante en forma y tamaño a la luna perdida. Sax pidió una fotografía. Bueno, la semejanza era superficiaclass="underline" un elipsoide triaxial, pero ¿acaso no lo eran todos los asteroides? Figura de patata, la medida apropiada, aplastado por un extremo, con un cráter como el que albergara Stickney, aquella hermosa ciudad. ¿Qué era un nombre? Podían eliminar el Pseudo, instalar un par de conductores de masa, algunas IA y cohetes de posición… Ese momento tan peculiar en que Fobos cruzaba el horizonte occidental… Sax siguió rumiando.
Los días pasaban, y las estaciones. Ocupaba su tiempo en estudios de campo y de meteorología. Los efectos de la presión atmosférica en la formación de nubes; eso significaba salir a recorrer la península en coche y a pie, y luego soltar globos y cometas. Los globos sonda modernos eran ingenios elegantes, paquetes de instrumentos de menos de diez gramos de peso elevados por un globo de ocho metros de altura capaz de alcanzar la exosfera.
Sax disfrutaba extendiendo el globo sobre una porción lisa de arena o hierba, con el extremo a favor del viento. Luego se sentaba y sostenía el delicado paquete en la mano, accionaba la palanca para inyectar hidrógeno comprimido en el interior del globo y éste subía velozmente hacia el cielo. Si asía la cuerda, su fuerza casi lo levantaba, y sin guantes le habría cortado la palma, como sabía por experiencia. La soltaba, pues, volvía a desplomarse en la arena y observaba la mancha roja hasta que se convertía en un punto y desaparecía. Eso ocurría a unos mil metros, aunque dependía de la transparencia del aire; una vez había dejado de verla a cuatrocientos setenta y nueve metros, y en un día particularmente claro, a mil trescientos cincuenta y dos. Después echaba una ojeada a las lecturas en su consola, con la sensación de que una pequeña parte suya volaba por el espacio. Las cosas que lo hacían a uno feliz, qué extraño…