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Las cometas eran igualmente hermosas; algo más complejas que los globos, proporcionaban un placer singular durante el otoño, cuando los alisios soplaban con fuerza a diario. En uno de los acantilados occidentales, y tras una corta carrera de Sax contra el viento, la cometa alzaba el vuelo, una gran cometa de color anaranjado que se balanceaba. Cuando encontraba viento constante, se estabilizaba y Sax soltaba cordel, sintiendo las sacudidas en los razos. O bien encajaba un palo con bobina en alguna grieta, lo afirmaba y observaba la cometa subir cada vez más. El cordel era casi invisible y murmuraba al desenrollarse, y sí lo rozaba con los dedos percibía las fluctuaciones del viento como una música. Las cometas podían permanecer semanas en el aire, invisibles o, si estaban lo suficientemente bajas, pequeñas manchas en el cielo, transmitiendo datos de continuo. Un objeto cuadrangular era visible a mucha mayor distancia que uno circular de la misma área. La mente era un animal extraño.

Michel lo llamó sin ningún motivo concreto. Ésa era la clase de conversación más difícil para Sax. La imagen de Michel miraba al suelo y mientras hablaba era evidente que tenía la cabeza en otro sitio, que se sentía infeliz, y Sax tenía que tomar la iniciativa.

—Ven a verme y saldremos a pasear —le pidió Sax por enésima vez—. De veras creo que te convendría. —¿Cómo podía darle más énfasis?—. Te gustará. Da Vinci se parece a la costa del oeste de Irlanda. El límite de Europa, acantilados verdes que miran sobre una vasta lámina de agua.

Michel asintió, indeciso.

Y dos semanas más tarde allí estaba, acercándose por un pasillo en Da Vinci.

—No me importaría ver el límite de Europa.

—Buen chico.

Ese día salieron de excursión. Sax lo llevó hacia el oeste, a los acantilados de Shalbatana, desde donde siguieron a pie hasta el Punto Simshal, más al norte. Era estupendo gozar de la compañía de un viejo amigo en un lugar tan hermoso. Ver a cualquiera de los Primeros Cien era una grata interrupción de la rutina, un suceso que atesoraba por su rareza. Las semanas transcurrían sin sobresaltos y de pronto algún miembro de la vieja familia aparecía y él se sentía como si hubiese regresado al hogar, pero sin el hogar, lo que le hacía pensar que acaso debiera ir a vivir a Sabishii o a Odessa para experimentar esa sensación con más frecuencia.

Y ninguna compañía lo complacía más que la de Michel, aunque ese día su amigo se rezagase, distraído y evidentemente preocupado. Sax no sabía cómo ayudarlo. Durante los largos meses de su vuelta al habla Michel le había sido de gran ayuda; de hecho le había enseñado a pensar de nuevo, a ver las cosas de un modo distinto, y estaría bien hacer algo para corresponder a un regalo tan valioso, aunque no fuese más que parcialmente.

Bueno, sólo ocurriría si decía algo. Así que cuando se detuvieron y Sax sacó la cometa y la montó, le tendió la bobina a Michel.

—Toma —dijo—. Yo la sostengo y tú corres, contra el viento, ¿de acuerdo? —Y sostuvo la cometa mientras Michel se alejaba por los montículos herbosos hasta que la cuerda se tensó; Sax soltó entonces la cometa y Michel echó a correr y la caja se elevó en el aire.

Michel regresó sonriente.

—Toca la cuerda, aquí… se siente el viento.

—Aja es cierto —dijo Sax, y la cuerda casi invisible tamborileó entre sus dedos.

Se sentaron, abrieron la cesta de mimbre de Sax y sacaron el pequeño refrigerio que éste había preparado. Michel volvió a quedar silencioso.

—¿Te preocupa algo? —preguntó Sax. Michel agitó un pedazo de pan y tragó.

—Creo que quiero volver a Provenza.

—¿Para siempre? —dijo Sax, azorado. Michel frunció el entrecejo.

—No necesariamente. Sólo de visita. Estaba empezando a disfrutar de la última cuando tuvimos que salir corriendo.

—La Tierra es pesada.

—Sí, pero me resultó sorprendentemente fácil adaptarme.

A Sax no le había gustado la vuelta a la gravedad terrana. Era cierto que la evolución había adaptado sus cuerpos a ella, y también que vivir en.38 g causaba numerosos problemas de salud. Pero se había acostumbrado a la gravedad marciana y ya ni siquiera la notaba, y cuando no era así, la sensación resultaba agradable.

—¿Sin Maya? —preguntó.

—Supongo que tendrá que ser sin ella. No quiere ir. Dice que algún día, pero siempre es más adelante, más adelante. Trabaja para el banco de crédito de la cooperativa de Sabishii y se cree indispensable. Bueno, no estoy siendo justo. Sencillamente no quiere perderse nada.

—¿No puedes crear una especie de Provenza donde vives, por ejemplo plantando un olivar?

—No es lo mismo.

—No, pero…

Sax no supo qué decir. Él no sentía nostalgia de la Tierra. Y en cuanto a vivir con Maya, lo imaginaba como vivir en una centrifugadora errática averiada; el efecto debía de ser el mismo. Eso explicaría quizás el deseo de Michel de pisar tierra firme, de pisar la Tierra.

—Tienes que ir —dijo Sax—. Pero espera un poco más. Si consiguen incorporar la pulsofusión a las naves espaciales, estarás allí en un abrir y cerrar de ojos.

—Pero eso tal vez nos cause problemas serios en la gravedad terrestre. Creo que se necesitan los meses de viaje para adaptarse.

Sax asintió.

—Necesitarías un exoesqueleto que te sostuviera, y te sentirías como en una gravedad menor. Esos nuevos trajes de pájaro de los que he oído hablar han de tener la capacidad de endurecerse como una especie de exoesqueleto, pues de otro modo sería imposible mantener las alas en posición.

—Un caparazón cambiante de carbono —dijo Michel con una sonrisa—. Una concha fluida.

—Sí. Seguramente pronto se dispondrá de algo así y será más fácil moverse.

—Es decir que primero nos mudamos a Marte, donde nos vemos obligados a llevar traje durante todo un siglo; lo cambiamos todo, hasta el punto de que podemos sentarnos al sol sintiendo sólo un poco de frío, y después regresamos a la Tierra, donde tendremos que llevar traje otros cien años más.

—O para siempre —dijo Sax—. Correcto. Michel rió.

—Bueno, quizá vaya. Cuando se llegue a ese punto. —Meneó la cabeza.— Algún día podremos hacer todo lo que se nos antoje, ¿no?

El sol caía sobre ellos, el viento susurraba en la hierba, cada brizna una luminosa pincelada verde. Michel habló de Maya, al principio quejándose, luego haciendo concesiones y enumerando sus buenas cualidades, las que la hacían indispensable, la fuente de una vida excitante. Sax asentía benévolamente a pesar de que las declaraciones eran contradictorias. Era como escuchar a un adicto; pero así eran los humanos, y él tampoco era ajeno a las contradicciones.

Cuando uno de los silencios se prolongó demasiado, Sax dijo:

—¿Cómo crees que ve Ann este paisaje ahora? Michel se encogió de hombros.

—No lo sé. Hace años que no la veo.

—Rehusó el tratamiento de plasticidad cerebral.

—Cierto. Es muy testaruda, ¿eh? Quiere seguir siendo ella. Pero, en este mundo, temo que…

Sax estuvo de acuerdo. Si uno veía todos los signos de vida como contaminaciones, como un moho horrible que cubría la belleza pura del mundo mineral, incluso el azul del oxígeno en el cielo sería culpable y contemplarlo pondría en peligro la cordura. Michel compartía ese parecer.