—Temo que nunca recupere el juicio del todo.
—Lo sé.
Pero por otra parte, ¿quiénes eran ellos para juzgar? ¿Acaso Michel estaba loco por pensar obsesivamente en una región de otro planeta o por estar enamorado de una mujer muy complicada? ¿Acaso estaba loco él mismo porque ya nunca hablaría bien y tenía dificultades con ciertas operaciones mentales de resultas de una embolia y una cura experimental? Él no lo creía. Pero creía firmemente que Hiroko lo había rescatado en una tormenta, no importaba lo que dijera Desmond. Algunos considerarían eso un proceso mental puramente imaginario percibido como una realidad externa, lo que solía interpretarse como signo de locura, según recordaba Sax.
—Como esa gente que cree haber visto a Hiroko —murmuró para ver qué contestaba Michel.
—Ah, sí. Pensamiento mágico. Es una forma de pensamiento muy persistente. No dejes que tu racionalidad te ciegue hasta el punto de hacerte olvidar que la mayor parte de nuestro pensamiento es mágico, y por tanto persigue arquetipos, como Hiroko, que es una suerte de Perséfone o Cristo. Supongo que cuando alguien así muere, el impacto de la pérdida es casi insoportable, y basta con que un discípulo o un amigo apenado sueñe con el desaparecido y se despierte gritando que lo ha visto para que a la semana todo el mundo esté convencido de que el profeta ha regresado de entre los muertos o de que nunca murió. Eso es lo que ha ocurrido con Hiroko, a la que suelen ver con regularidad.
Pero yo la vi de verdad, quiso decir Sax. Me agarró de la muñeca.
Sin embargo la explicación de Michel lo había turbado, pues era congruente y encajaba con lo que había dicho Desmond. Los dos hombres extrañaban dolorosamente a Hiroko y no obstante afrontaban su desaparición y la explicación más plausible de la misma. Los procesos mentales extraños solían aparecer como consecuencia de una crisis física. Tal vez había sufrido una alucinación. Pero no, no, eso no podía ser cierto; ¡recordaba cada detalle de lo ocurrido con absoluta claridad!
Pero al meditarlo mejor comprendió que sólo era un fragmento, como el de un sueño que se recuerda al despertar, y todo lo demás escapaba dejando tras de sí una agitación casi tangible, resbaladiza y esquiva. Ni siquiera podía recordar lo sucedido antes y después de la aparición de Hiroko.
Entrechocó los dientes con impaciencia. Existían diversas clases de locura: Ann vagaba por el viejo mundo, sola; el resto avanzaba a trancas y barrancas por el nuevo mundo como fantasmas, forzándose por construirse una vida. Quizá Michel estaba en lo cierto y nunca podrían adaptarse a la longevidad conseguida: no sabían cómo emplear el tiempo ni cómo construir una vida.
Bueno, aún así, allí estaban, sentados en los acantilados de Da Vinci. No había necesidad de calentarse la cabeza con aquellas cuestiones. Como hubiera dicho Nanao, ¿qué les faltaba en ese momento? Habían disfrutado de un buen almuerzo, no tenían sed, estaban sentados al sol y al viento, contemplando una cometa que volaba muy arriba en el intenso azul aterciopelado; dos viejos amigos que charlaban sentados en la hierba.
¿Qué les faltaba? ¿Paz mental? Nanao se habría reído. ¿La presencia de otros viejos amigos? Bueno, ya habría oportunidades para eso. En ese momento eran dos viejos compañeros de armas sentados al borde de un acantilado. Después de los años de lucha podían pasarse la tarde allí si querían, con su cometa en el cielo y conversando, hablando de los amigos y del tiempo. Había habido problemas y volvería a haberlos, pero allí estaban.
—Cómo le habría gustado esto a John —dijo Sax, vacilante; le costaba mucho hablar de esas cosas—. Me pregunto si habría podido hacérselo apreciar a Ann. Cómo lo echo de menos. Cuánto me gustaría que ella viera todo esto… no como lo veo yo, desde luego, sino simplemente como algo bueno y hermoso. Que apreciara cómo se organiza por sí mismo. Presumimos de gobernarlo, pero no es cierto. Es demasiado complejo. Nosotros sólo intentamos empujarlo en esta o aquella dirección, pero la biosfera global… se está organizando por su cuenta. No hay nada antinatural en ello.
—Bueno… —murmuró Michel.
—¡No lo hay! Podemos juguetear cuanto queramos, pero sólo somos aprendices de brujo. El proceso ha adquirido vida propia.
—Pero la vida que tenía antes… Eso es lo que Ann atesora. La vida de la roca y el hielo.
—¿Vida?
—Una suerte de lenta existencia mineral, llámala como quieras. Una areofanía de roca. Además, ¿quién puede afirmar que estas rocas no tienen una lenta conciencia propia?
—Suponía que la conciencia tenía relación con los cerebros —dijo Sax, puntilloso.
—Tal vez, pero ¿quién puede asegurarlo? Y si no conciencia según la definimos, sí al menos existencia. Un valor intrínseco por el mero hecho de que existe.
—Todavía conserva ese valor. —Sax levantó una piedra del tamaño de una pelota de béisbol. Por el aspecto, brecha: un cono de impacto. Tan común como la tierra, en realidad mucho más abundante que la tierra. La observó con atención. Hola, roca. ¿Qué piensas?—. Quiero decir que todavía está aquí.
—Pero no es igual.
—Nada es inalterable. De un momento al siguiente todo cambia. Y en cuanto a la conciencia mineral, demasiado místico para mí. No es que me oponga al misticismo por sistema, pero…
Michel rió.
—Has cambiado mucho, Sax, pero sigues siendo el mismo.
—Eso espero. Pero no creo que Ann sea una mística tampoco.
—¿Qué, entonces?
—¡No lo sé! No lo sé. ¿Un científico tan purista que no soporta que se contaminen los datos? No, ésa es una estúpida manera de definirlo. Reverencia los fenómenos. ¿Sabes a lo que me refiero? Adora lo que es. Vive con ello y venéralo, pero no intentes alterarlo ni ensuciarlo, arruinarlo. Creo que eso es lo que ella piensa. Aunque a decir verdad, no sé lo que piensa, pero quiero saberlo.
—Siempre quieres saber.
—Es cierto. Pero es lo que deseo saber por encima de todo. De veras.
—Ah, Sax… Yo quiero a Provenza, tú quieres a Ann. —Michel sonrió.— ¡Los dos estamos locos!
Se echaron a reír. Una lluvia de fotones caía sobre ellos y los atravesaba, allí, transparentes ante el mundo.
DÉCIMA PARTE
Werteswandel
Poco después de medianoche, las oficinas estaban silenciosas. El asesor jefe empezó a servir café del samovar. Tres colegas esperaban en torno a una mesa atestada de pantallas.
—Las esferas de deuterio y helio3 —dijo el asesor— reciben impactos de láser, implosionan y se produce la fusión. La temperatura de ignición es de setecientos millones de kelvins, pero no supone ningún problema ya que se trata de una temperatura local y de breve duración.
—Cuestión de nanosegundos.
—Bien, eso me parece alentador. La energía resultante se expresa en partículas cargadas, contenibles en campos electromagnéticos; es decir, que no hay neutrones sueltos que frían a los pasajeros. Los campos sirven al mismo tiempo como blindaje y placa impulsora, y también como colectores de la energía que alimenta los láseres. Las partículas cargadas son dirigidas hacia la parte trasera a través del sistema de espejos que es el arco de entrada de los láseres, y el pasaje colima el producto de la fusión.
—Exacto, ésa es la parte más lograda —dijo el ingeniero.
—Muy lograda. ¿Cuánto combustible consume?
—Si se quiere conseguir una aceleración equivalente a la gravedad marciana, tres coma setenta y tres metros por segundo al cuadrado, para una nave de mil toneladas, trescientas cincuenta toneladas el pasaje y la nave, y seiscientas cincuenta el dispositivo y el combustible… hay que quemar trescientos setenta y tres gramos por segundo.