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—¡Ka!, ¿y eso es mucho?

—Representa unas treinta toneladas diarias, pero se traduce en una gran aceleración también. Los viajes son muy cortos.

¿Y esas esferas qué tamaño tienen?

—Un centímetro de radio, masa 0,29 gramos —contestó el físico—. Quemamos mil doscientas esferas por segundo. Eso proporciona a los pasajeros de la nave la sensación de gravedad continua.

—Ya veo. Pero ¿no es un elemento muy raro el helio?

—Un colectivo de Galileo ha empezado a recogerlo de la atmósfera superior de Júpiter —dijo el ingeniero—. Y parece que en la Luna hay recolección de superficie, aunque allí rinde poco. Pero Júpiter posee todo el que necesitamos.

—Y las naves llevarán quinientos pasajeros.

—Ésa es la cifra que hemos usado para nuestros cálculos. Puede variarse, naturalmente.

—O sea que aceleras hasta la mitad de tu viaje, giras y durante la segunda mitad deceleras.

El físico asintió con un movimiento de cabeza.

—En los viajes cortos si, pero no asi en los largos. Sólo es necesario acelerar durante unos días para alcanzar bastante velocidad. En los viajes más largos hay que seguir un curso recto para ahorrar combustible.

El asesor jefe hizo un gesto significativo con la cabeza y fue pasando las tazas. Bebieron.

—La duración de los viajes cambiará radicalmente —dijo la matemática—. Tres semanas de Marte a Urano, diez días a Júpiter y tres a la Tierra. ¡Tres días! —Miró las caras en torno a la mesa, ceñuda.— Eso convertirá el sistema solar en algo parecido a la Europa del siglo diecinueve; ya saben, la de los viajes en tren o trasantlántico.

Los otros asintieron y el ingeniero comentó:

—Ahora nuestros vecinos viven en Mercurio, Urano o Plutón. El asesor jefe se encogió de hombros.

—O para el caso, en Alfa Centauro. Eso no debe preocuparnos. El contacto siempre es bueno. Conecten, dice el poeta, conecten. Sólo que ahora conectaremos de verdad. —Alzó su taza—. Salud.

Nirgal seguía el mismo ritmo todo el día. Lung-gom-pa, la religión de la carrera, la carrera como meditación o plegaria. Zazen, ka zen. Parte de la areofanía, pues la gravedad marciana formaba parte de ella; lo que el cuerpo humano podía conseguir sometido sólo a dos quintas partes de la gravedad para la que había evolucionado proporcionaba una euforia de esfuerzo. Se corría como un peregrino, a medias adorador, a medias dios. Una religión con bastantes adeptos en los últimos tiempos, solitarios que recorrían el mundo. Había algunos certámenes, carreras organizadas: el Cruce del Caos, el Sendero del Laberinto, la Transmarineris, la Vuelta al Mundo. Y entre éstas, la disciplina diaria. Una actividad sin propósito, el arte por el arte. Para Nirgal significaba adoración, meditación, olvido. Dejaba su mente vagar o la concentraba en su cuerpo o en el sendero; o simplemente no pensaba. En aquel momento corría al compás de la música, Bach, Bruckner y después Bonnie Tyndall, un autor neo-clasicista cuya música fluía como el día, en acordes altos que seguían modulaciones internas, en cierto modo semejante a la de Bach o Bruckner pero más lenta y regular, más inexorable y grandiosa. Una música apropiada para correr, aunque pasara horas sin escucharla conscientemente, absorto en la carrera.

Se acercaba la fecha de la Vuelta al Mundo, que se celebraba cada dos perihelios. Se partía de Sheffield, y los participantes podían ir hacia el este o el oeste para dar la vuelta al planeta, sin consolas ni dispositivos de navegación, dependiendo sólo de la intormación que les proporcionaran sus sentidos y de una pequeña mochila con alimentos, bebida y alguna ropa. Se les permitía cualquier itinerario que se mantuviera en una franja de veinte grados a ambos lados del ecuador (si sobrepasaban ese límite los descalificaban, pues los seguían por satélite), y todos los puente se podían utilizar, incluido el del Estrecho de Ganges, lo cual engendraba rutas competitivas tanto al norte como al sur de Marineris, y las escogidas eran finalmente tantas como el número de participantes. Nirgal había ganado la carrera en cinco de las nueve ediciones, más por su habilidad para encontrar buenas rutas que por su velocidad; muchos corredores de los páramos consideraban que en el método de Nirgal había algo de naturaleza mística, lleno de extravagancias contrarias a la intuición, y en las dos últimas ediciones algunos le habían seguido con la intención de dejarlo atrás al final de la carrera. Pero cada año Nirgal tomaba una ruta distinta y hacía elecciones aparentemente tan desastrosas que sus seguidores habían abandonado la persecución y seguido itinerarios más promisorios. Otros no podían mantener su ritmo durante los aproximadamente doscientos días necesarios para recorrer más de veinte mil kilómetros; para ello se requería verdadera resistencia, ser capaz de hacer de la carrera una forma de vida. En suma, correr a diario.

A Nirgal le gustaba. Quería ganar en la próxima edición, pues así contaría en su palmares con más de la mitad de triunfos en las primeras diez carreras. Había salido a preparar el itinerario. Cada año se construían nuevos caminos: últimamente había surgido la moda de empotrar senderos escalonados en las paredes de los acantilados de los cañones y dorsas. El que estaba siguiendo no existía la última vez que había visitado aquella zona; descendía por una empinada pared de Medusa 16, y en la pared opuesta corría un sendero gemelo. Cruzar directamente las Medusas añadiría muchas pendientes al recorrido, pero las rutas más llanas daban un amplio rodeo hacia el norte o el sur, y Nirgal pensó que si todos los senderos eran tan buenos como aquél, valdría la pena el coste de la pendiente.

El sendero ocupaba las grietas transversales de la pared rocosa y los escalones encajaban como piezas de un rompecabezas, tan regulares que era como bajar por la escalera del castillo medio derruido de un gigante. La construcción de semejantes sendas era un arte, una ocupación hermosa en la que Nirgal participaba de cuando en cuando, trasladando las piedras talladas con grúa y colocándolas en su lugar; eso significaba pasar horas suspendido de un arnés de seguridad, tirando de las finas cuerdas verdes con manos enguantadas, guiando los grandes prismas de basalto hasta su posición definitiva.

Nirgal había conocido aquella actividad al tropezar con una mujer que construía un sendero que seguía el lomo de los Geryon Montes, la extensa cadena que se alzaba en el corazón de Ius Chasma. Había pasado casi todo un verano trabajando con ella, cubriendo la mayor parte de la cadena. Ella andaba aún por Marineris con herramientas manuales, potentes motosierras, sistemas de poleas con cables muy resistentes y materiales de cementación más fuertes que la roca, creando con esmero un sendero o una escalera. Algunas de sus obras parecían accidentes naturales milagrosamente útiles, otras recordaban las calzadas romanas o las imponentes construcciones incas o faraónicas, enormes bloques ensamblados con precisión milimétrica.

Contó trescientos peldaños y luego tardó una hora en cruzar el suelo del cañón. El crepúsculo estaba cerca y la franja de cielo visible ostentaba un violeta aterciopelado que resplandecía sobre las oscuras paredes del acantilado. No había senderos en la arena en sombras y avanzó procurando evitar los pedruscos y plantas diseminados por doquier. El destello de los pálidos colores de las flores que coronaban los rechonchos cactos atraía poderosamente su mirada. Su cuerpo resplandecía también, anunciando el final de un día de marcha y la cena, pues el hambre lo roía y se sentía débil e inquieto.