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Cruzó a trompicones una depresión poco profunda entre dos bloques de piedra del tamaño de una casa, y el relámpago blanco de una mujer desnuda que agitaba un pañuelo verde apareció delante de Nirgal, que se detuvo abruptamente y se tambaleó, sobresaltado por la aparición, y luego preocupado por el mal cariz de sus alucinaciones. Pero allí seguía ella, vivida como una llama, con franjas de sangre en piernas y pechos y agitando el pañuelo verde en silencio. Otras figuras humanas pasaron corriendo junto a la mujer y treparon a una colina siguiendo la dirección que ella les había indicado. La mujer miró a Nirgal, señaló hacia el sur, como si quisiera enviarlo hacia allí, y luego echó a correr. Su cuerpo esbelto y claro flotaba como si fuera visible en más de tres dimensiones: espalda poderosa, piernas largas, trasero redondo, ya lejana, el pañuelo verde volando en esta o aquella dirección, pues lo usaba para señalar.

De pronto Nirgal vio tres antílopes en una colina, al oeste; el sol bajo recortaba sus siluetas. Ah, cazadores. Los humanos, diseminados en un semicírculo detrás de los antílopes, los empujaban hacia el oeste agitando pañuelos desde detrás de las rocas. Todo en silencio, como si el sonido hubiese desaparecido del mundo: no había viento, ni gritos. Los antílopes se detuvieron en lo alto de la colina, y todos se detuvieron, cazadores y presas inmovilizados en un cuadro que paralizó a Nirgal, que temía parpadear por miedo a borrar la escena.

El antílope macho se movió, rompiendo la composición, y avanzó con cautela. La mujer del pañuelo verde salió tras él, erguida y resuelta. Los otros cazadores aparecían y desaparecían aquí y allá. Iban descalzos y llevaban taparrabos o camisetas, algunos con la cara y la espalda pintadas de rojo, negro u ocre.

Nirgal los siguió. Se dividieron y él se encontró en el ala izquierda, que avanzó en dirección oeste. Esto resultó acertado, pues el antílope macho trató de escapar por ese lado y Nirgal le salió al paso agitando frenéticamente las manos. Los tres antílopes se volvieron como uno solo y corrieron hacia el oeste de nuevo. La tropa de cazadores los siguió deprisa, manteniendo el semicírculo. Nirgal tuvo que esforzarse mucho para no perderlos de vista; eran muy veloces a pesar de ir descalzos. Costaba distinguirlos entre las sombras y seguían silenciosos; en la otra ala del semicírculo alguien aulló una vez, el único sonido distinto del rechinar de la arena y la grava y las respiraciones jadeantes. Los cazadores aparecían y desaparecían y los antílopes mantenían las distancias en cortas carreras. Ningún humano podría alcanzarlos. Aún así Nirgal se sumaba jadeante a la cacería. De pronto, delante, vio que los antílopes se habían detenido. Habían llegado al borde de un acantilado, la pared de un cañón; Nirgal alcanzó a ver el espacio vacío y la pared opuesta. Una fossa de poca profundidad, pues asomaban las copas de los árboles. ¿Sabían los antílopes que allí había un cañón? ¿Conocían la región? El cañón ni siquiera era visible a pocos centenares de metros de distancia…

Pero era probable que estuvieran familiarizados con el lugar, porque con un derroche de gracia, a medias trotando, a medias saltando, siguieron el borde del acantilado hacia el sur hasta una pequeña cala, que resultó ser la cima de un abrupto barranco por el cual rodaban las rocas hacia el fondo del cañón. Cuando los antílopes desaparecieron por esa hendidura, todos los cazadores se precipitaron hacia el borde, desde donde contemplaron el impresionante despliegue de poder y equilibrio de los tres animales en su descenso, con saltos formidables y resonar de roca y pezuñas. Uno de los cazadores aulló y los demás corrieron hacia la boca de la barranca con gemidos y gruñidos. Nirgal los siguió en el insensato descenso, y aunque tenía las piernas casi insensibles, sus largos días de lung-gom-pa le permitieron dejar atrás a los demás, saltando de roca en roca, dejándose resbalar por los tramos de tierra, manteniendo el equilibrio con ayuda de las manos, dando grandes brincos desesperados, absorto en la empresa de bajar rápidamente sin sufrir una mala caída.

Sólo cuando estuvo a salvo en el fondo del cañón miró alrededor y descubrió que estaba en el bosque que había vislumbrado desde arriba. Los árboles se elevaban sobre una alfombra de agujas cubierta de nieve vieja; grandes abetos y pinos, y hacia el sur, cañón arriba, los troncos inmensos, inconfundibles, de las secoyas, árboles tan grandes que de pronto el cañón pareció de poca profundidad, aunque el descenso le había llevado un buen rato. Aquéllas eran las copas que asomaban por el borde del cañón, secoyas gigantes diseñadas de doscientos metros de altura, que se alzaban como grandes santos silenciosos que extendían los brazos sobre sus vastagos, abetos y pinos, las manchas de nieve y el lecho de agujas pardas.

Los antílopes se habían adentrado en aquel bosque virgen y se dirigían hacia el sur, y soltando unos gritos festivos los cazadores salieron en pos de ellos, corriendo velozmente entre los cilindros imponentes de corteza rojiza y cuarteada que empequeñecían todo lo demás. La piel de la espalda y los flancos le hormigueaba y estaba sin resuello y mareado. Era evidente que no atraparían a los antílopes e ignoraba en qué consistía el juego. De todas formas corrió entre aquellos árboles, siguiendo a los cazadores. La mera persecución le bastaba.

Las torres de secoya empezaron a ralear, como en la periferia de un barrio de rascacielos, y Nirgal se detuvo en seco: al otro lado de un angosto claro una muralla de agua bloqueaba el cañón y su masa transparente se cernia sobre él.

Un dique. Ahora los construían con láminas transparentes, un entramado de diamante sobre un fundamento de hormigón, que en aquel caso era una gruesa línea blanca que bajaba por las paredes del cañón.

La masa de agua se elevaba como el cristal de un gigantesco acuario, cerca del fondo poblada de algas que flotaban en el limo oscuro. Más arriba unos peces plateados tan grandes como los antílopes se acercaban a la pared y luego volvían a las turbias profundidades.

Los tres antílopes se movían nerviosos ante aquella barrera, la hembra y el cervato imitando los rápidos giros del macho. Cuando los cazadores los cercaron, de súbito el macho saltó y estrelló la cabeza contra el dique con un poderoso impulso, sus astas transformadas en cuchillos de hueso. El terror ante ese acto violento, de ferocidad casi humana, paralizó a Nirgal y a los demás, pero el macho retrocedió tambaleándose. Entonces se volvió y cargó contra ellos. Volaron unas bolas y una cuerda se enrolló en torno a las patas por encima de los corvejones; el animal se desplomó hacia adelante. Algunos cazadores se abalanzaron sobre él mientras otros la emprendían a pedradas y lanzazos con la hembra y el cervato. Un gritó se elevó en el aire: habían degollado a la hembra con un puñal de obsidiana y la sangre se derramaba por la arena, a los pies del fundamento del dique. Los grandes peces aparecían fugazmente en lo alto, observándolos.

Nirgal no veía por ninguna parte a la mujer del pañuelo verde. Un cazador, ataviado sólo con algunos collares, echó la cabeza hacía atrás y aulló, rompiendo el extraño silencio; describió un circulo en una suerte de danza y de pronto corrió hacia el dique y arrojó su lanza contra él. El arma rebotó y el exultante cazador asesto un puñetazo contra la dura membrana transparente.