Una mujer con las manos ensangrentadas volvió la cabeza y reprendió al hombre con mirada desdeñosa.
—Deja ya de hacer el tonto —dijo. El lancero soltó una carcajada.
—No hay por qué preocuparse. Estos diques son cien veces más fuertes de lo necesario.
La mujer meneó la cabeza con disgusto.
—Es una estupidez tentar a la suerte.
—Es sorprendente las supersticiones que sobreviven en las mentes temerosas.
—Eres un idiota —dijo la mujer—. La suerte es real.
—¡Suerte! ¡Destino! ¡Ka! —El hombre recogió su arma y volvió a arrojarla contra el dique; rebotó y estuvo a punto de herirlo; él soltó una risa salvaje.— Qué afortunado —dijo—. La fortuna favorece al osado, ¿no?
—Necio. Un poco más de respeto.
—Todo el honor es para el antílope por embestir el dique como lo hizo —dijo el hombre, y volvió a soltar una carcajada estridente.
Los otros cazadores no parecían hacer caso de ellos, enfrascados en el decapitamiento de los animales.
Las manos le temblaban a Nirgal mientras observaba; olía la sangre y la boca se le llenaba de saliva. Las pilas de intestinos humeaban en el aire gélido. De las bolsas que llevaban al cinto los cazadores sacaron unas varas plegadas que extendieron para transportar los cadáveres decapitados colgados por las patas. Dos hombres, en los extremos de las varas, alzaron las presas.
—Será mejor que ayudes a cargarlos si quieres comer algo —le gritó la mujer de las manos ensangrentadas al de la lanza.
—Jódete —repuso él, pero ayudó a cargar al macho.
—Vamos —le dijo la mujer a Nirgal, y echaron a andar apresuradamente hacia el oeste por entre la gran muralla de agua y las últimas secoyas gigantes. Nirgal los siguió con el estómago rugiente.
Había petroglifos en la pared occidental del cañón, animales, lingams, yonis, huellas de manos, cometas y naves espaciales, diseños geométricos, el flautista jorobado Kokopelli, apenas visibles en la oscuridad. Un sendero escalonado en el acantilado seguía unas cornisas que formaban una Z casi perfecta. Los cazadores subieron por él y Nirgal cambió el ritmo; su estómago lo devoraba desde dentro y la cabeza le oscilaba. Un antílope negro se extendía por la roca junto a él.
Unas secoyas solitarias se elevaban en el borde del cañón. Cuando alcanzaron la cima, a las últimas luces del crepúsculo, vio que esos árboles formaban un anillo alrededor del hoyo de una gran hoguera.
La cuadrilla penetro en el circulo y unos encendieron el fuego, otros desollaron las piezas y otros cortaron grandes bistecs. Nirgal se quedó de pie, mirando, con las piernas temblorosas y salivando profusamente mientras el aroma de la carne asada se difundía con el humo bajo las primeras estrellas. La luz de la hoguera formó una burbuja en la penumbra y transformó el círculo de árboles en una parpadeante habitación sin techo. El fulgor de las agujas parecía ilustrar la red capilar de un cuerpo. Unas escaleras de madera subían en espiral por los troncos y se perdían entre las ramas. Muy arriba sonaban voces como de alondra entre las estrellas.
Tres o cuatro cazadores ofrecieron a Nirgal tortas que sabían a cebada y un licor abrasador que sirvieron de unas jarras de arcilla. Le contaron que habían encontrado el círculo de secoyas unos años antes.
—¿Qué le ha pasado a la líder de la cacería? —preguntó Nirgal, mirando alrededor.
—Oh, es que la Diana cazadora no puede dormir con nosotros esta noche.
—La muy jodida no quiere.
—Pues claro que quiere. Pero ya conoces a Zo, siempre tiene un motivo.
Rieron y se acercaron al fuego. Una mujer sacó un bistec ennegrecido con ayuda de un palo afilado y lo agitó para que se enfriara.
—Te comeré entera, pequeña hermana —dijo y le dio una dentellada. Nirgal comió con ellos, carne húmeda y caliente, masticando con energía, pero engullendo, tembloroso y mareado por el hambre. ¡Comida, comida!
Dio cuenta del segundo bistec con menos ansia, observando a los otros. Su estómago se llenaba deprisa. Recordó el insensato descenso por la barranca: era sorprendente lo que el cuerpo podía hacer en tales circunstancias; había sido en realidad una experiencia extracorpórea, o más bien una experiencia tan dentro del cuerpo que rozaba la inconsciencia, se hundía profundamente en el cerebelo, en esa mente subterránea que sabía cómo hacer las cosas. Un estado de gracia.
Una rama resinosa chisporroteó entre las llamas. La visión aun no se le había estabilizado y todo saltaba y se desdibujaba en manchas luminosas.
El hombre de la lanza y otro cazador se acercaron a él.
—Ten, bebe esto —le dijeron, y aplastaron una bolsa de piel contra sus labios, riendo; un líquido lechoso y amargo llenó la boca de Nirgal—. Bebe un poco del hermano blanco, hermano.
Algunos hombres recogieron piedras y empezaron a entrechocarlas acompasadamente, sonidos graves y agudos. Los demás empezaron a bailar alrededor de la hoguera, aullando, cantando o salmodiando.
«Auqakuh, Qahira, Harmakhis, Kasei. Auqakuh, Mángala, Ma'adim, Bahram.» Nirgal se unió a la danza, desterrado el cansancio. Era una noche fría y uno podía acercarse o alejarse del calor del fuego, sentir su radiación contra la piel desnuda, internarse de nuevo en el frío.
Sudorosos, volvieron al cañón, tambaleándose, envueltos en las sombras nocturnas. Una mano le aferró el brazo y Nirgal pensó en la Diana cazadora brillando en la noche, pero estaba demasiado oscuro, y de pronto se encontró en las gélidas aguas de la represa con los demás, hundido hasta la cintura en limo y arena y casi paralizado por el frío. Se sumergió y volvió a la superficie con los sentidos agudizados, jadeante y risueño. Intentó salir del agua, pero una mano le aferró el tobillo y él cayó, chapoteando y riendo. Regresaron ateridos, a trompicones, al calor y la luz del círculo de árboles y bailaron al calor de la lumbre. El fuego teñía los cuerpos de rojo y las agujas de las secoyas relampagueaban bajo la girándula de estrellas, parecían vibrar en respuesta a la percusión de las piedras.
Cuando entraron en calor el fuego se extinguió, y lo guiaron por una de las escaleras de las secoyas. Las grandes ramas altas protegían las plataformas donde dormían, que oscilaban imperceptiblemente con la fría brisa que despertaba el coro de sonidos profundos del bosque. Lo dejaron solo en la plataforma más elevada, y se tendió sobre su saco. Pronto se durmió, acunado por la voz del viento en las agujas de las secoyas.
Despertó al despuntar el día. Se incorporó y apoyó la espalda en la baranda de la plataforma, sorprendido de que la noche pasada no hubiera sido sólo un sueño. Miró en derredor: era como estar en la torre del vigía de un enorme navio, y recordó su habitación de bambú en Zigoto. Pero en ese bosque todo era vasto, la cúpula estrellada del cielo, la línea negra del horizonte lejano. La tierra tendía un manto arrugado y oscuro y el agua de la represa parecía una celosía de plata.
Bajó lentamente los cuatrocientos peldaños de la escalera. El árbol debía de tener unos ciento cincuenta metros de altura, como el despeñadero del cañón que dominaba. A la luz mortecina del alba observó la pared rocosa por la que habían intentado conducir al antílope y la garganta por la que habían descendido, el dique transparente, la masa de agua.
Volvió al círculo arbóreo. Algunos cazadores estaban ya reavivando los rescoldos de la hoguera, tiritando en el frío del amanecer. Nirgal les preguntó si partirían ese día y ellos contestaron afirmativamente: hacia el norte a través de Juventa Chaos y luego hacia la orilla sudoccidental del golfo de Chryse. Una vez allí, no sabían adonde irían.