Cuando volaba en una espiral ascendente, pasó junto a una de aquellas aves y reconoció el rostro de la Diana cazadora, la mujer del pañuelo verde. Ella también lo reconoció, alzó la barbilla y sus dientes aparecieron en una breve sonrisa; entonces plegó las alas, giró y se lanzó en picado con un sonido desgarrador. Nirgal la observó desde lo alto con excitación y luego aterrado cuando ella pasó rozando el filo del acantilado de Santorini; él había creído que se estrellaría. Volvió a elevarse, en espirales cerradas. Parecía tan grácil que Nirgal deseó aprender a utilizar un traje, aunque aún tenía el pulso acelerado después de presenciar semejante zambullida; ningún dirigible podía volar así, ni de lejos. Los pájaros eran los mejores aeronautas, y Diana volaba como ellos. Ahora, además de otras muchas cosas, los humanos también eran pájaros.
Se mantenía junto a él, lo dejaba atrás, volaba a su alrededor, como si ejecutara una de esas danzas de cortejo de algunas especies; después de una hora de piruetas, ella le dedicó una última sonrisa y descendió en perezosos círculos hacia el aeropuerto de Phira. Nirgal la siguió y aterrizó media hora más tarde, deteniéndose a poca distancia de ella, que lo esperaba con las alas extendidas en el suelo.
La mujer describió un círculo alrededor de Nirgal, como si continuara aún con la danza, y luego se acercó y echó hacia atrás la capucha, dejando que su negrísima cabellera se derramara. Diana cazadora. Se empinó y besó a Nirgal en la boca; luego retrocedió y lo miró con gravedad. Él la recordó corriendo desnuda delante de los otros, con el pañuelo verde ondeando en su mano.
—¿Almorzamos? —preguntó ella.
Era media tarde y estaba hambriento.
—Claro.
Comieron en el restaurante del aeródromo, con vistas al arco de la pequeña bahía de la isla y la inmensidad de los acantilados de Sharanov, y contemplaron las acrobacias de los que seguían en el aire. Conversaron sobre vuelos y marchas pedestres, sobre la caza de los tres antílopes y las islas del mar del Norte y el gran fiordo de Kasei, que derramaba los vientos sobre ellos. Flirtearon y Nirgal sintió una placentera expectación por lo que se avecinaba. Hacía tanto tiempo… Aquello también formaba parte del descenso a la ciudad, a la civilización. El flirteo, la seducción, ¡qué maravilloso era todo eso cuando uno estaba interesado y veía que la otra persona también! Ella era bastante joven, pero en su rostro tostado por el sol la piel se arrugaba alrededor de los ojos… no era una adolescente, le había contado que había estado en las lunas jovianas y había impartido clases en la nueva universidad de Nilokeras, y que ahora pasaba una temporada con los salvajes. Unos veinte años marcianos, quizás un poco más, era difícil decirlo en esos tiempos. Adulta en cualquier caso; en esos primeros veinte años la gente adquiría la mayor parte de lo que la experiencia podía proporcionarles; después todo se reducía a la repetición. Había conocido a viejos insensatos y jóvenes sabios y viceversa. Ambos eran adultos compartiendo el presente.
Nirgal observó el rostro de la mujer mientras hablaba. Despreocupada, inteligente, segura de sí. Una minoica: tez y ojos oscuros, nariz aquilina, labio inferior dramático; ascendencia mediterránea, tal vez, griega, árabe, hindú; como ocurría con la mayoría de los yonsei, era imposible determinarlo. Era simplemente una mujer marciana que hablaba un inglés de Dorsa Brevia y que lo miraba de una manera peculiar… ¡Ah, cuántas veces en sus viajes le había ocurrido; la conversación había cambiado su curso y de pronto se había encontrado en el prolongado vuelo de la seducción con alguna mujer, y el cortejo había conducido a una cama o una hondonada oculta en las colinas…!
—¡Eh, Zo! —saludó la matarife, y se acercó a ellos—. ¿Te vienes con nosotros al cuello ancestral?
—No —contestó Zo.
—¿El cuello ancestral? —preguntó Nirgal.
—El Estrecho de Boone —dijo Zo—. La ciudad que hay en la península polar.
—¿Por qué ancestral?
—Ella es la bisnieta de John Boone —explicó la matarife.
—¿Por parte de quién? —preguntó Nirgal mirando a Zo.
—Jackie Boone —dijo ella—. Es mi madre.
Nirgal se las arregló para asentir y se reclinó en la silla. El bebé que amamantaba Jackie en Cairo. La semejanza con la madre era evidente una vez que se conocía el parentesco. Se le erizó el vello, y se asió los brazos, tembloroso.
—Debo estar haciéndome viejo —musitó.
Ella sonrió y de pronto Nirgal comprendió que había sabido todo el tiempo quién era él. Había estado jugando con él, le había tendido una celada, sin duda como experimento o tal vez para disgustar a su madre, o por razones que no atinaba a imaginar. Para divertirse.
Zo lo miraba tratando de parecer seria.
—No importa —dijo.
—No —coincidió él. Porque había otros salvajes en las tierras agrestes del interior.
UNDÉCIMA PARTE
Viriditas
Fueron tiempos agitados en los que la presión demográfica lo determinaba todo. El plan general para pasar los años hipermaltusianos estaba claro y había resultado bastante efectivo: cada generación era más reducida. A pesar de todo la Tierra tenía dieciocho mil millones de habitantes, y Marte dieciocho, y los nacimientos seguían produciéndose, igual que la emigración de la Tierra a Marte, y en ambos mundos gritaban «¡Basta!, ¡Basta!».
Cuando ciertos terranos oyeron quejarse a los marcianos se enfurecieron. El concepto de capacidad de sostén perdía todo sentido ante las cifras, ante las imágenes que aparecían en las pantallas. El gobierno global marciano intentó refrenar esa cólera explicando que la nueva biosfera de Marte, demasiado pobre, no podría sostener a tanta gente como la vieja y gorda Tierra. También empujó a la industria astronáutica marciana a meterse en el negocio de los transbordadores y desarrolló con rapidez un programa para convertir los asteroides en ciudades flotantes. Este programa fue una ramificación inesperada del sistema penitenciario marciano. Durante muchos años en Marte el castigo por crímenes graves había sido el exilio permanente del planeta, que empezaba con algunos años de confinamiento y trabajos forzados en las nuevas colonias de los asteroides. Después de cumplir la condena al gobierno marciano le era indiferente el destino de los exiliados, siempre que no volvieran a Marte. Por tanto, inevitablemente, un flujo continuo de personas llegaba a Hebe, desembarcaba, cumplía su condena y luego se marchaba a otro sitio, a veces a los aún escasamente poblados satélites exteriores, otras, de vuelta al sistema solar, pero más a menudo a alguna de las colonias instaladas en los numerosos asteroides perforados. Da Vinci y otras cooperativas fabricaban y distribuían material para esos nuevos asentamientos, porque el programa era en verdad sencillo. Los equipos de exploración habian encontrado miles de candidatos en el cinturón de asteroides y dejaban lo necesario para la transformación en los más adecuados. Un equipo de excavadoras robóticas autorreplicantes empezaba a trabajar en un extremo del asteroide: taladraban y arrojaban buena parte de los escombros al espacio, y utilizaban el resto para fabricar mas excavadoras y como combustible. Cerraban el extremo abierto del agujero e imprimían un movimiento rotatorio al asteroide, de manera que la faena centrífuga creara un equivalente de la gravedad. Se encendían dentro de esos huecos cilindricos unas potentes lámparas llamadas lincas o manchas de sol, que proporcionaban niveles lumínicos equivalentes al día terrano o marciano. La gravedad se ajustaba también a uno u otro modelo: había ciudades marcianas y otras terranas, y algunas con características entre ambos extremos, e incluso mas allá, al menos en lo concerniente a la luz; muchos de esos pequeños mundos estaban experimentando con gravedades muy bajas.