En su papel ficticio de modesta adjunta, sin embargo, hasta el momento había pasado desapercibida, y ahora que las negociaciones habían llegado a un punto muerto a causa de la estupidez de aquellos esclavos felices, era su turno. Cuando se disolvió la reunión se llevó aparte al secretario de la figura más relevante de Terminador, al que daban el pintoresco nombre de El León de Mercurio, y solicitó una audiencia privada. El joven, un ex terrano, accedió (Zo se habia asegurado antes de que el hombre no la miraba con indiferencia) y se retiraron a una terraza del ayuntamiento.
Posando una mano en el brazo del joven, Zo dijo con amabilidad:
—Nos preocupa enormemente que si Mercurio y Marte no establecen una sólida alianza, Terra siembre cizaña y nos enfrente. Somos la fuente más importante de metales pesados que queda en el sistema solar, y cuanto más se expanda la civilización más valor adquirirán. Y la civilización ciertamente se está expandiendo, estamos en pleno Accelerando. Los metales son muy valiosos.
Y los yacimientos de metales de Mercurio, aunque difíciles de explotar, eran en verdad espectaculares; el planeta era apenas mayor que la Luna y sin embargo su gravedad casi igualaba la de Marte; un indicio tangible de su pesado corazón de hierro y su estela de metales preciosos, cuyas vetas recorrían la superficie castigada por los meteoritos.
—¿Y…? —dijo el joven.
—Creemos necesario establecer de manera más explícita…
—¿Un cártel?
—Una asociación.
El joven mercurial sonrió.
—No nos preocupa que alguien intente indisponernos con Marte.
—Es evidente. Pero a nosotros, sí.
En los primeros tiempos de su colonización el futuro de Mercurio se auguraba próspero. Los colonos no sólo disponían de abundantes metales, sino que además, estando tan cerca del sol, podían almacenar gran cantidad de energía solar. Sólo la resistencia y dilatación de los raíles sobre los que se deslizaba la ciudad creaba ingentes cantidades de energía, y en cuanto a la solar, el potencial era enorme; los colectores en órbita mercurial habían empezado a desviar parte de ella a las colonias de los planetas exteriores. Desde que la primera flota de vehículos empezara a tender los railes en 2142 y durante las primeras décadas, los mercuriales se habían creído muy ricos.
Sin embargo, estaban en 2181, y con el desarrollo de varios tipos de energía de fusión la energía era barata y la luz razonablemente abundante. Los llamados satélites-lámpara y las linternas de gas que ardían en la atmósfera superior de los gigantes gaseosos se estaban distribuyendo por todo el sistema exterior. En consecuencia, los abundantes recursos de energía solar de Mercurio resultaban ahora insignificantes. Volvía a ser un planeta rico en metales pero terriblemente tórrido y frío, y no terraformable por añadidura. Una situación poco grata. Una tragedia para sus fortunas, como le recordó Zo al hombre, sin miramientos. Lo que significaba que necesitaban cooperar con sus aliados.
—De otro modo, el riesgo de que la Tierra gane preeminencia de nuevo será excesivo.
—Terra está demasiado enredada en sus propios problemas para amenazar a nadie —contestó el hombre.
Zo meneó la cabeza con expresión benigna.
—Cuantos más problemas tenga Terra, más grave es la amenaza para los demás. Nos inquieta, y por eso hemos decidido que en caso de no llegar a un acuerdo con ustedes, no nos quedará más alternativa que construir una nueva ciudad en Mercurio, en el hemisferio meridional, donde están los mejores yacimientos de metales.
El hombre parecía alarmado.
—No podrían hacer eso sin nuestro consentimiento.
—¿Ah, no…?
—Si nosotros no queremos, no habrá ninguna otra ciudad en Mercurio.
—Caramba, ¿y qué piensan hacer para impedirlo? El hombre no respondió, y Zo añadió:
—Cualquiera puede hacer lo que se le antoje, y eso es así para todos.
—No hay suficiente agua —sentenció el hombre después de meditarlo.
—Cierto. —Las existencias de agua de Mercurio se reducían a pequeños campos de hielo dentro de algunos cráteres en los polos, donde estaban permanentemente a la sombra. Contenían suficiente agua para Terminador, pero no mucha más.— Sin embargo unos cuantos cometas dirigidos a los polos añadirían alguna.
—¡Eso si el impacto no evapora toda el agua de los polos! ¡No, no funcionaría! El hielo de esos cráteres polares es sólo una pequeña fracción del agua implicada en los millones de impactos de cometas. La mayor parte del agua salió despedida al espacio o se evaporó, y volvería a ocurrir lo mismo. Se perdería más de lo ganado.
—Las simulaciones de las IA sugieren varias posibilidades. Siempre podemos probar, a ver qué pasa.
El hombre retrocedió como si lo hubiesen golpeado, pues la amenaza no podía ser más explícita. Pero para la moral del esclavo la bondad y la estupidez solían ir de la mano, de manera que había que ser explícito. Zo se mantuvo impasible, aunque la indignación del hombre tenía un toque de commedia del Varte que la divertía. Se acercó a él para enfatizar la diferencia de estatura: le sacaba medio metro.
—Transmitiré su mensaje al León —dijo él entre dientes.
—Gracias —dijo Zo, y se inclinó y lo besó en la mejilla.
Aquellos esclavos habían creado una casta dirigente de físicosacerdotes, una caja negra para quienes estaban fuera, pero, como las oligarquías, predecibles y poderosos en sus acciones viables. Se darían por aludidos y actuarían en consecuencia, de lo cual resultaría una alianza. Zo abandonó el ayuntamiento y bajó alegre por las calles escalonadas del Muro del Amanecer. Había cumplido su misión, y por tanto pronto regresaría a Marte.
Entró en el consulado marciano y envió un mensaje para comunicar a Jackie que ya había dado el siguiente paso. Luego salió al balcón a fumar un pitillo.
Su visión de los colores se intensificó por efecto de los cromotropos del cigarrillo, y la pequeña ciudad a sus pies se transformó en una fantasía fauvista. Las terrazas que jalonaban el Muro del Amanecer subían en franjas cada vez más estrechas, y los edificios más altos (las oficinas de los gobernantes de la ciudad, naturalmente) eran simples hileras de ventanas bajo los Grandes Portales y la cúpula transparente. Debajo de las grandes copas verdes de los árboles se acurrucaban techos de tejas y balcones con mosaicos. En la llanura oval que albergaba la mayor parte de la ciudad los tejados se apretaban unos contra otros, y las manchas de verde centelleaban bajo la luz que derramaban los espejos filtrantes de la cúpula; el conjunto semejaba un gran huevo de Fabergé, elaborado, colorido, hermoso, como la mayor parte de las ciudades. Pero estar atrapado en uno… Bueno, no quedaba otro remedio que pasar las horas restantes de la manera más divertida posible, hasta que recibiera la orden de regresar a casa. Después de todo, la devoción al deber también expresaba la nobleza de una persona.
Bajó a grandes trancos las calles-escalera del Muro hasta Le Dome, para reunirse con Miguel, Arlene y Jerjes, y con la banda de músicos, compositores, escritores y estetas que pululaban por el café. Formaban un grupo pintoresco. Los cráteres de Mercurio habían recibido los nombres de los artistas más famosos de la historia terrana, y Terminador rodaba alrededor del planeta dejando atrás a Durero y Mozart, Fidias y Purcell, Turguéniev y Van Dyck; y en otros lugares del planeta estaban Beethoven, Imhotep, Mahler, Matisse, Murasaki, Milton, Mark Twain; los bordes de Homero y Holbein se rozaban; Ovidio marcaba el borde de Pushkin, más grande, en una inversión de su respectiva importancia; Goya se superponía a Sófocles, Van Gogh estaba en el interior de Cervantes; Chao Meng-fu rebosaba de hielo, y así por el estilo, caprichosamente, como si el comité de nomenclatura de la Unión Astronómica Internacional hubiera agarrado una borrachera descomunal una noche y se hubiera dedicado a arrojar dardos con topónimos sobre un mapa; parecía haber incluso una conmemoración de esa juerga, un gran escarpe llamado Pourquoi Pas.