Marte rojo. Pero el Marte rojo ya no existía, había desaparecido para siempre. Con soletta o sin ella, con era glacial o sin ella, la biosfera crecería y se extendería hasta cubrirlo todo; habría un océano en el norte y lagos en el sur, y arroyos, bosques, praderas, ciudades y carreteras; sí, ella veía todo eso; las nubes blancas vomitarían barro sobre las antiquísimas tierras altas, mientras las masas insensibles construirían sus ciudades tan deprisa como pudieran, y el deslizamiento largo de la civilización sepultaría su mundo.
SEGUNDA PARTE
Areofanía
Para Sax la guerra civil era el más irracional de los conflictos. Dos partes de un grupo compartían muchos más intereses que discrepancias, pero de todas formas se enfrentaban. Desgraciadamente no era posible obligar a la gente a hacer un análisis de la relación coste-beneficio. No había nada que hacer. O… se podía intentar identificar aquello que compelía a una o a las dos partes a recurrir a la violencia, y después tratar de neutralizarlo.
Sin duda, en este caso el busilis era la terraformación, un tema con el que Sax estaba estrechamente vinculado. Esto podía considerarse una desventaja, ya que lo ideal era que un mediador fuera neutral. Por otra parte, sus acciones podían hablar simbólicamente en favor del esfuerzo terraformador. Él podía conseguir más que nadie con un gesto simbólico. Era necesario hacer una concesión a los rojos, una concesión real cuya realidad incrementaría su valor simbólico debido a algún oculto factor exponencial. Valor simbólico: era un concepto que Sax se esforzaba por comprender. Las palabras, de todo tipo, le planteaban dificultades; tanto era así que había recurrido a la etimología para intentar penetrarlas mejor. Una ojeada a su muñeca: símbolo, «algo que representa a otra cosa», del latín symbolum, que procedía de una palabra griega que significaba «reunir». Exactamente. Este concepto de reunión era ajeno a su comprensión, algo emocional, casi irreal, y sin embargo de importancia vital.
La tarde de la batalla por Sheffield, contactó brevemente con Ann y trató de hablarle, pero fracasó. Entonces condujo hasta las ruinas de la ciudad, sin saber qué hacer, en busca de la mujer. Era turbador ver cuánto daño podían hacer unas pocas horas de lucha. Muchos años de trabajo yacían ahora convertidos en ruinas humeantes, un humo que no estaba constituido por partículas de ceniza producida por el fuego, sino por viejas cenizas volcánicas levantadas por el viento y luego arrastradas hacia el este por la corriente de chorro. El cable asomaba entre las minas como una negra cuerda de fibras de nanotubo de carbono.
No se advertía ningún signo de resistencia roja. Por tanto no había manera de localizar a Ann. No contestaba a las llamadas. Frustrado, Sax regresó al complejo de almacenes de Pavonis Este y entró.
Y allí estaba Ann, en el vasto almacén, avanzando entre los demás hacia él como si fuera a clavarle un puñal en el pecho. Sax se hundió en el asiento con cierto malestar, recordando una serie demasiado larga de encuentros desagradables entre ellos. El más reciente, durante el viaje en tren desde la Estación Libia. Ella había dicho algo sobre retirar la soletta y el espejo anular, lo cual constituiría sin duda una poderosa declaración simbólica. Y además, él nunca se había sentido cómodo sabiendo que uno de los principales elementos de aporte de calor terraformador era tan frágil.
De modo que cuando Ann dijo «Quiero algo a cambio», él creyó saber a qué se refería y sugirió la retirada de los espejos. Eso la retuvo, debilitó su terrible cólera, dejando algo mucho más profundo, sin embargo, tristeza, desesperación, no estaba seguro. Ciertamente ese día habían muerto muchos rojos, y muchas esperanzas rojas también.
—Siento lo de Kasei —dijo.
Ella hizo caso omiso de la observación y le obligó a prometer que retiraría los espejos espaciales. Sax lo hizo, calculando al mismo tiempo la perdida de luz resultante, y tratando de reprimir una mueca. La insolación disminuiría un veinte por ciento, una cantidad significativa.
—Eso iniciará una era glacial —murmuró.
—Bien —dijo ella.
Pero Ann no estaba satisfecha. Y cuando abandonó la sala, advirtió por la caída de sus hombros que la concesión le proporcionaba un flaco consuelo. Sólo podía esperarse que sus cohortes fueran más fáciles de contentar. En cualquier caso, habría que hacerlo. Eso tal vez evitara una guerra civil. Naturalmente, un gran número de plantas moriría, sobre todo en las zonas más elevadas, aunque afectaría a todos los ecosistemas en mayor o menor grado. Una era glacial, no cabía la menor duda. A menos que reaccionaran con prontitud. Pero valdría la pena si ponía fin a la lucha.
Hubiera sido fácil limitarse a cortar la gran banda del espejo anular y dejar que se perdiera en el espacio, fuera del plano de la eclíptica. Y otro tanto con la soletta: si encendían algunos de sus cohetes de posición, se alejaría girando como una rueda de fuegos de artificio.
Pero eso supondría un despilfarro de silicato de aluminio procesado que Sax desaprobaba. Decidió investigar la posibilidad de usar los cohetes direccionales del espejo y su capacidad reflectora para propulsarlos a otro lugar del sistema solar. Podían colocar la soletta delante de Venus, y realinear sus espejos para que la estructura se convirtiera en un enorme parasol que daría sombra al planeta e iniciaría el proceso de enfriamiento de su atmósfera. Esto era algo que venía discutiéndose en la literatura especializada desde hacía tiempo, y cualesquiera que fuesen los planes de terraformación de Venus, ése era el primer paso. Una vez hecho esto, habría que colocar el espejo anular en la correspondiente órbita polar alrededor del planeta, pues la luz que reflejara ayudaría a mantener la posición de la soletta/parasol, contrarrestando la presión de la radiación solar. Los dos artilugios seguirían siendo útiles, y sería también un gesto, otro gesto simbólico, que diría ¡Eh, miren aquí… este gran mundo también es terraformable! No sería fácil, pero era posible. De ese modo parte de la presión psíquica sobre Marte, «la única otra Tierra posible», se aliviaría. No era una cosa lógica, pero no importaba; la historia era extraña, las personas no eran sistemas racionales, y en la peculiar lógica simbólica del sistema límbico constituiría una señal para la población terrestre, un presagio, una dispersión de semilla psíquica, una forma de reunión. ¡Miren allá! ¡Vayan allá! Y dejen en paz a Marte.
De manera que discutió el asunto con los científicos de Da Vinci, que a todos los efectos habían tomado el control de los espejos. Ratas de laboratorio, los llamaba la gente a sus espaldas (aunque Sax los oía de todas maneras); las ratas de laboratorio o los saxaclones. Jóvenes y serios científicos nativos marcianos, de hecho, con las mismas variaciones de temperamento de los licenciados y doctores de cualquier laboratorio; pero los hechos carecían de importancia. Trabajaban con él y por eso eran los saxaclones. De alguna manera Sax se había convertido en el modelo del moderno científico marciano, primero como una rata de laboratorio con bata blanca, después como un científico completamente loco y descontrolado, con un cráter-castillo lleno de Igores voluntariosos, de mirada extraviada pero modales comedidos, pequeños señores Spock, los hombres tan enjutos y torpes como grullas en el suelo, las mujeres anodinas, protegidas por ropas incoloras, por su neutra devoción a la Ciencia. Sax los apreciaba mucho. Admiraba su devoción a la ciencia, porque la comprendía: la necesidad de entender las cosas, de poder expresarlas matemáticamente. Era un deseo sensato. Incluso pensaba muchas veces que si todo el mundo fuese versado en física estarían mucho mejor. «Ah, no, a la gente le gusta la idea de un universo plano porque un espacio de curvatura negativa les resulta demasiado complicado.» Bueno, tal vez no. En cualquier caso, extraño o no, los jóvenes nativos de Da Vinci formaban un grupo poderoso. En aquellos momentos, Da Vinci se encargaba de gran parte de la base tecnológica de la resistencia, y con Spencer allí, dedicado en cuerpo y alma al trabajo, su capacidad de producción era asombrosa. A decir verdad, habían diseñado la revolución y en ese momento tenían el control de facto del espacio orbital marciano.