Выбрать главу

—Estúpidos, denle algún fármaco —dijo—. Esta noche sale un transbordador para Marte, tengo que irme.

—¡Gracias, Zo! —gritó Miguel—. ¡Gracias! ¡Me has salvado la vida!

—He salvado mi viaje a casa —replicó ella, y rió. Se acercó a él para besarlo una vez más—. ¡Soy yo quien debería darte las gracias por brindarme esta oportunidad! Gracias, gracias.

—¡No, gracias a ti!

—¡No, a ti!

Y a pesar del dolor, él rió.

—Te quiero, Zo.

—Y yo a ti.

Pero si no se apresuraba, perdería el transbordador.

El transbordador era un cohete de pulsofusión y llegarían a la Tierra dos días después. Y con una gravedad decente todo el tiempo, excepto durante la vuelta de campana.

Muchas cosas estaban cambiando debido a este súbito encogimiento del sistema solar. Una pequeña consecuencia era que ya no se necesitaba a Venus como trampolín gravitatorio para los viajes espaciales, y por tanto era pura casualidad que la nave en que viajaba, Nike de Samotracia, pasara tan cerca del planeta en sombras. Zo se unió al resto del pasaje en la gran sala de baile con claraboya y lo observó. Las nubes de la tórrida atmósfera del planeta, un gran círculo gris contra el espacio negro, eran oscuras. La terraformación de Venus avanzaba rápidamente, pues todo el planeta permanecía a la sombra del parasol, que no era sino la vieja soletta de Marte con sus espejos realineados para hacer lo contrario: en vez de dirigir la luz hacia el planeta, la desviaban hacia el exterior. Venus rotaba en la oscuridad.

Ése era el primer paso de un proyecto de terraformación que muchos consideraban insensato. Venus no tenía agua y sí una densa y muy caliente atmósfera de dióxido de carbono, un día más largo que su año y unas temperaturas en superficie que fundirían el plomo y el zinc. Un punto de partida nada prometedor, sin duda, pero iban a intentarlo de todas maneras, pues la humanidad seguía estirando más el brazo que la manga, aunque el brazo fuese casi divino. A Zo le parecía extraordinario. Quienes habían puesto en marcha el proyecto llegaban a afirmar que el proceso sería más rápido que la terraformación de Marte. Lo decían porque la ausencia total de insolación había tenido profundas consecuencias: la temperatura de la densa atmósfera de dióxido de carbono (¡95 bares en la superficie!) había ido bajando a razon de cinco unidades Kelvin anuales durante el medio siglo anterior. Pronto empezaría a caer la «Gran Lluvia», y en unos cientos el dióxido de carbono estaría sobre la superficie del planeta formando glaciares de hielo seco que cubrirían las hondonadas. Llegado ese momento, habría que recubrir ese hielo con una capa aislante de diamante o de roca-espuma, y luego introducir océanos de agua. El agua procedería del exterior, ya que las existencias naturales de Venus sólo alcanzarían a formar una capa de un centímetro o menos. Los terraformadores venusianos, místicos de una nueva clase de viriditas, estaban negociando con la Liga Saturnina por los derechos sobre la luna de hielo Enceledus, que esperaban arrastrar a la órbita venusiana para fundirla en sucesivos pasajes por la atmósfera, lo cual crearía océanos poco profundos sobre aproximadamente un setenta por ciento del planeta, que cubrirían los glaciares cautivos de dióxido de carbono. Quedaría una atmósfera de hidrógeno y oxígeno, se dejaría pasar alguna luz a través del parasol y entonces los asentamientos humanos serían ya factibles en los continentes elevados de Istar y Afrodita. Después de eso, quedarían por resolver los mismos problemas de terraformación a los que se enfrentaba Marte y habría que afrontar los proyectos a largo plazo específicamente venusianos, como eliminar las láminas de hielo carbónico e imprimir al planeta una velocidad de rotación suficiente para darle un ciclo diurno razonable; a corto plazo los días y las noches se regularían utilizando el parasol como una gigantesca ventana veneciana, pero en el futuro preferían no depender de algo tan frágil. Zo se hacía cargo, podía imaginar una tragedia semejante unos siglos después, cuando en Venus hubiera una biosfera y una civilización, y los dos continentes estuvieran habitados, con la Falla de Diana, un hermoso valle, miles de millones de personas y animales, y de pronto, un día, el parasol se tuerce y ssssss, todo un mundo achicharrado. Una perspectiva nada halagüeña. Por eso, antes de la inundación y erosión masivas de la Gran Lluvia, intentaban colocar bandas metálicas como líneas de latitud físicas alrededor del planeta, que luego, cuando una flota de generadores aumentados con energía solar fuese colocada en órbitas fluctuantes alrededor de Venus, constituirían la armadura de un gigantesco motor eléctrico cuyas fuerzas magnéticas originarían el torce que aumentaría la velocidad de rotación. Los creadores del sistema afirmaban que aproximadamente en el mismo tiempo que se tardaría en refrigerar la atmósfera y dejar caer la lluvia el impulso de este «motor Dyson» aceleraría la rotación lo suficiente para crear un día de una semana; y así, dentro de tal vez trescientos años, estarían cultivando en aquel mundo metamorfoseado. La superficie sufriría una erosión terrible, el planeta seguiría teniendo una considerable actividad volcánica, el dióxido de carbono atrapado bajo los mares podría escapar a la menor oportunidad y envenenarlos y esos días largos como semanas los cocerían y congelarían alternativamente; pero allí estarían, contra viento y marea, en un mundo descarnado, desnudo, nuevo.

El plan era descabellado, pero hermoso. Zo contempló con excitación el giboso globo gris a través de la claraboya, horrorizada y admirada, esperando vislumbrar los puntos diminutos de los nuevos asteroides-luna, hogar de los místicos de la terraformación, o quizá la corona de algún reflejo del espejo anular otrora marciano. No hubo suerte y sólo vio el disco grisáceo del lucero de la tarde en sombras, el sello de quienes habían acometido una tarea que hacía pensar la humanidad como una suerte de bacteria-dios que mascaba los mundos, que morían para abonar el terreno de una vida posterior, grandiosamente empequeñecidos en el esquema universal de las cosas por un heroísmo masoquista casi calvinista, una parodia del proyecto de Marte, y sin embargo igualmente magnífico. ¡No eran sino partículas en aquel universo, partículas, pero qué ideas tenían! La humanidad haría cualquier cosa, cualquiera, por una idea.

Incluso visitar la Tierra. Humeante, coagulada, infecciosa, un revuelto hormiguero humano; el continuo pulular frenético en el espantoso amasijo de la historia, la pesadilla hipermaltusiana elevada a la máxima potencia; tórrida, húmeda y pesada, y no obstante, o quizá por eso mismo, un magnífico lugar para visitar. Además, Jackie quería que contactara con un par de personas en la India. Por eso Zo había embarcado en el Nike, y más tarde tomaría un transbordador a Marte desde la Tierra.

Antes de ir a la India hizo su habitual peregrinaje a Creta para ver las ruinas que allí seguían llamando minoicas, aunque en Dorsa Brevia le habían enseñado a llamarlas ariádneas. Al fin y al cabo, Minos había sido el individuo que acabó con el antiguo matriarcado, así que era una de las muchas burlas de la historia que la civilización destruida llevara el nombre de su destructor. Pero los nombres podían cambiarse.

Llevaba un exoesqueleto alquilado, ideado especialmente para los visitantes extraplanetarios oprimidos por la gravedad. La gravedad era destino, decían, y la Tierra tenía mucho destino.

Estos eran semejantes a los de un pájaro, pero sin alas, mallas ajustables que acompañaban el movimiento de los músculos a la vez que sostenían; sujetadores de cuerpo entero en suma. No aliviaban del todo el efecto de la atracción del planeta, porque respirar seguía costando un esfuerzo adicional y sentía los miembros pesados, por así decir, desagradablemente comprimidos por el tejido. Se había acostumbrado a moverse con ellos en anteriores visitas y era un ejercicio fascinante, como levantar pesas, aunque no fuera especialmente de su agrado. Pero era mejor que la alternativa. La había probado también, pero distraía demasiado, impedía ver de verdad, estar allí de verdad.