Paseó entre las ruinas de la antigua Gournia inmersa en el peculiar y de algún modo submarino flujo del traje. Las ruinas de Gournia eran sus preferidas, la única localidad corriente que habían descubierto; los otros yacimientos eran palacios. Del pueblo, probablemente un satélite del palacio de Malia, no quedaba más que un laberinto de muros de piedra de metro y medio de altura cubriendo la cima de una colina que miraba al mar Egeo. Las habitaciones eran muy pequeñas, por lo general de un metro por dos, con estrechos pasillos entre ellas; todo aquello no difería demasiado de las aldeas encaladas que aún salpicaban la campiña. Se decía que Creta había sido duramente castigada por la gran inundación, igual que los ariádneos por la que siguió a la explosión de Thera, y los pequeños y pintorescos puertos pesqueros habían sido anegados en mayor o menor medida, y las ruinas de Malia y Zakros estaban bajo las aguas. Pero lo que Zo veía en Creta era vitalidad imperecedera. Ningún otro lugar de la Tierra había afrontado la explosión demográfica con tanto tino; por toda la isla las aldeas se aferraban a la tierra como colmenas, cubrían colinas, llenaban valles, siempre rodeadas de campos cultivados y huertas entre los que asomaban las calvas cabezas de las colinas, crestas esculpidas que formaban la espina dorsal de la isla. La población sobrepasaba los cuarenta millones y sin embargo la isla apenas había cambiado; había más pueblos, sí, pero habían conservado el estilo de los ya existentes, incluso de los muy antiguos como Gournia o Itanos. Una planificación urbana con una continuidad de cinco mil años que arrancaba de aquella primera cumbre de la civilización, o cumbre final de la prehistoria, tan elevada que hasta la Grecia clásica la vislumbró mil años después, conservada en la tradición oral como el mito de Atlantis, y ahora presente en sus vidas, no sólo en Creta, sino en Marte también. Debido a los nombres usados en Dorsa Brevia y la valoración del matriarcado ariádneo de esa cultura, existían fuertes vínculos entre ambos lugares; muchos marcianos visitaban Creta; había hoteles, a escala mayor, para acomodar a los jóvenes peregrinos de elevada estatura que visitaban los lugares santos: Faistos, Gournia, Itanos, las sumergidas Malia y Zakros, e incluso la ridicula «reconstrucción» de Knossos. Iban a ver cómo había empezado todo en la mañana del mundo. También Zo, envuelta en la azul luminosidad egea, recorriendo un pasadizo de piedra de cinco mil años de antigüedad, sentía que aquella grandeza se filtraba a través de las esponjosas piedras rojas que pisaba y le alcanzaba el corazón. Una nobleza que nunca tendría fin.
Para Zo, el resto de lo que en la Tierra le importaba era Calcuta. Bueno, no exactamente así, pero Calcuta era insustituible. Una humanidad fétida en su más alto grado de compactación; en cuanto salía de la habitación nunca tenía menos de quinientas personas a la vista, y por lo general, unos cuantos miles. La visión de toda esa vida en las calles proporcionaba una alegría monstruosa: un mundo de enanos que en cuanto la veían se congregaban a su alrededor como polluelos. Aunque Zo tenía que admitir que la actitud de las masas obedecía más a la curiosidad que al hambre; y se interesaban más en su exoesqueleto que en ella. Y no parecían del todo infelices, delgados pero no demacrados, a pesar de vivir en las calles, que se habían convertido en cooperativas: la gente las arrendaba, las barría, regulaba los millones de pequeños mercados, cultivaba cada plaza y dormía en ellas. Así era la vida en la Tierra a finales del holoceno. Después de Ariadna, la caída había sido continua.
Zo fue a Prahapore, un enclave en las colinas al norte de la ciudad. Allí estaba uno de los espías terranos de Jackie, en una atestada residencia de agobiados funcionarios que vivían delante de las pantallas y dormían bajo las mesas. El contacto de Jackie era una programadora-traductora que dominaba el mandarín, el urdú, el dravídico y el vietnamita, además de su hindi nativo y del inglés. Era una pieza clave en una amplia red de escuchas y mantenía a Jackie al tanto de las conversaciones entre India y China sobre Marte.
—Naturalmente enviarán más gente a Marte —le dijo la corpulenta mujer a Zo en cuanto hubieron salido al pequeño jardin—. Es así. Pero tengo la impresión de que los dos gobiernos creen que sus problemas demográficos alcanzarán una solución a largo plazo. Nadie espera tener más de un hijo. Y no sólo por ley, pues también lo dicta la tradición.
—La ley uterina —comentó Zo.
La mujer se encogió de hombros.
—Seguramente. Una tradición arraigada, de cualquier modo. La gente mira alrededor y comprende el problema. Esperan recibir el tratamiento de longevidad y el implante de esterilización al mismo tiempo. En India, se sienten afortunados si les dan permiso para que les quiten los implantes, y después del primer hijo esperan la esterilización definitiva. Incluso los fundamentalistas hindúes lo han aceptado, pues la presión social era excesiva. Y los chinos llevan siglos practicándolo.
—Entonces Marte tiene menos que temer de ellos de lo que Jackie piensa.
—Bueno, siguen con la intención de enviar emigrantes, forma parte de la estrategia general. Y la resistencia a la ley de hijo único es fuerte en algunos países católicos y musulmanes; además, a varias naciones les gustaría colonizar Marte como si estuviera vacío. La amenaza se desplaza ahora de India y China a las Filipinas, Brasil y Pakistán.
—Humm —murmuró Zo. Hablar de emigración siempre le producía una sensación opresiva. Amenazada por los lémmings—. ¿Qué me dice de las ex metanacs?
—El Ge Once está reagrupandose para apoyar a las viejas metanacionales más fuertes, y buscarán lugares donde afianzarse. Son infinitamente más débiles que antes de la inundación, pero siguen teniendo mucha influencia en Norteamérica, Rusia, Europa y Sudamérica. Dígale a Jackie que vigile los movimientos de Japón en los próximos meses, comprenderá a qué me refiero.
Conectaron las consolas de muñeca para que la mujer hiciera una transferencia segura de información a Jackie.
—Muy bien —dijo Zo. De pronto se sentía cansada, como si un hombre pesado se hubiese metido en el exoesqueleto con ella e intentara arrastrarla hacia abajo. La Tierra y su gravedad. Algunos decían que les gustaba el peso, como si lo necesitaran para convencerse de que eran reales. No era el caso de Zo. La Tierra era el exotismo por definición, y muy interesante, pero de pronto anheló estar en casa. Desconectó la consola imaginando ese perfecto término medio, ese equilibrio entre voluntad y carne: la exquisita gravedad de Marte.
Tras el descenso en el ascensor espacial desde Clarke, viaje que duraba más que el vuelo desde la Tierra, al fin puso los pies en el único mundo real, Marte el magnífico.
—No hay nada como el hogar —dijo Zo a la gente que esperaba en la estación de Sheffield, y luego se sentó feliz en el tren, que siguió las pistas que descendían por Tharsis y enfiló hacia el norte, hacia el Mirador de Echus.
La pequeña ciudad había crecido desde sus tímidos comienzos como cuartel general de la terraformación, pero no demasiado; quedaba fuera de las rutas transitadas y había sido excavada en la empinada pared oriental de Echus Chasma, de manera que de sus tres kilómetros verticales apenas eran visibles una pequeña franja en el altiplano de la cima y otra en la base, casi como dos pueblos separados conectados por un metro vertical. De hecho, de no ser por los aviadores, el Mirador de Echus pronto habría caído en la categoría de monumento histórico aletargado, como la Colina Subterránea o Senzeni Na, o los escondites helados del sur. Pero la pared oriental de Echus Chasma se encontraba en la ruta de los vientos del oeste que descendían por la Protuberancia de Tharsis, y al tropezar con ella se formaban poderosas corrientes ascendentes, un paraíso para los hombres pájaro.