Ya no quedaba nada interesante en los baños. Ulteriores orgasmos le dolerían. Ayudó a entablar a Estavan y Jerjes, y después a una mujer delgada que no conocía, y se divirtió mucho, pero luego aquello empezó a aburrirla. Carne, carne, carne. Después de una sesión en la mesa, uno podía sumergirse en el placer o hastiarse de tanta carne, pelo, piel, interiores y exteriores.
Se vistió y salió. El sol matinal brillaba sobre las desnudas planicies de Lunae. Avanzó como flotando por las calles vacías hasta el hotel, relajada, purificada y adormecida. Un copioso almuerzo y caería en un delicioso sueño.
Pero en el restaurante del hotel la esperaba Jackie.
—Que me aspen si no es nuestra Zoya. —Zo siempre había odiado ese nombre, que ella misma había escogido.
—¿Me has seguido hasta aquí? —preguntó Zo, sorprendida. Jackie parecía disgustada.
—Recuerda que también es mi cooperativa. ¿Por qué no fuiste a informar en cuanto llegaste?
—Quería volar.
—Ésa no es excusa.
—No me estoy excusando.
Zo fue hasta el bufé, llenó un plato de huevos revueltos y bollos, regresó a la mesa de Jackie y la besó en la coronilla antes de sentarse.
—Tienes buen aspecto.
Parecía más joven que Zo, que siempre estaba bronceada y por tanto arrugada, aunque más que joven se la veía bien conservada, como una hermana gemela de Zo embotellada durante algún tiempo y decantada recientemente. Su madre nunca le había dicho cuántas veces se había sometido al tratamiento gerontológico, pero Rachel le había confiado que probaba continuamente nuevas variantes, que aparecían a razón de dos o tres por año, y no dejaba pasar más de tres años sin recibir el paquete básico. Rondaba su quinta década marciana, pero se habría dicho que tenía la edad de Zo de no ser por ese aire de conserva, no tanto del cuerpo como del espíritu: algo en la mirada, una cierta dureza y tirantez, una cierta fatiga o hastío. Costaba mucho esfuerzo ocupar la posición de mujer alfa año tras año, y esa lucha heroica había dejado huellas visibles en su tersa tez de bebé aunque seguía siendo una beldad. Pero envejecía. Pronto los hombres jóvenes que la rodeaban dejarían de bailar al son que ella tocaba y se marcharían.
Entre tanto seguía conservando una gran presence, y en ese momento parecía bastante enfadada. La gente apartaba los ojos como si su mirada pudiera fulminarlos, y a Zo se le escapó una carcajada. No era la manera más educada de recibir a su amada madre, pero ¿qué otra cosa podían hacer? Estaba demasiado relajada para irritarse.
Sin embargo había sido un error reírse de ella. Jackie la miró con frialdad hasta que Zo se serenó.
—Cuéntame lo ocurrido en Mercurio. Zo se encogió de hombros.
—Te lo dije. Aún creen que el sol es de su propiedad y que pueden venderlo al sistema exterior, y se les ha subido a la cabeza.
—Supongo que la energía solar que almacenen seguirá interesando a otros planetas.
—La energía siempre es útil, pero los satélites exteriores ya son capaces de generar la que necesitan.
—Lo cual sólo deja los metales a la gente de Mercurio.
—Así es.
—Pero ¿qué piden por ellos?
—Todos quieren la independencia. El tamaño de esos pequeños mundos les impide ser autosufícientes y los obliga a comerciar con lo que tienen para conservar la independencia. Mercurio tiene sol y metales; los asteroides, metales; los satélites exteriores, gases como mucho. De modo que venden sus recursos y buscan alianzas para evitar caer bajo el dominio de la Tierra o de Marte.
—No se trata de dominación.
—Naturalmente —dijo Zo con expresión seria—. Pero, ya se sabe, los planetas grandes…
—Son grandes, comprendo. Pero muchos pequeños juntos hacen algo grande.
—¿Y quién va a unirlos? —preguntó Zo.
Jackie hizo caso omiso de la pregunta. La respuesta era obvia de todas maneras: ella los uniría. Su madre se había embarcado en una larga guerra contra varias fuerzas terranas por el control de Marte; intentaba evitar que el inmenso mundo natal los inundara, y a medida que la civilización se dispersaba por el sistema solar utilizaba los nuevos asentamientos como peones. Y si conseguía los suficientes desnivelaría la balanza.
—No hay motivo para preocuparse por Mercurio —la tranquilizó Zo—. Es un callejón sin salida, una pequeña ciudad de provincias gobernada por un culto. Nunca será un gran núcleo habitado, nunca. Es decir que aunque se pusieran de nuestro lado, no tendrían ningún peso.
El rostro de Jackie adoptó su expresión de hastío, como si el análisis de la situación hecho por Zo fuese infantil, como si existieran ocultas fuentes de poder político en Mercurio, en todas partes. Zo no dejó traslucir su irritación.
Antar entró en el restaurante, buscándolas. Al verlas sonrió y se acercó, besó a Jackie brevemente y a Zo con más largueza, y después deliberó en susurros con Jackie. Cuando todo estuvo dicho Jackie lo despidió.
Zo advirtió una vez más las ansias de poder de su madre, manifiestas por ejemplo en las continuas órdenes gratuitas a Antar; esa ostentación se advertía en muchas nisei, sobre todo en las que habían crecido en patriarcados y ahora reaccionaban con virulencia. Esas mujeres no comprendían que aquellas cuestiones carecían ya de importancia, que acaso nunca la habían tenido, que el patriarcado nunca había escapado de las garras de la ley uterina de Kegel, un poder biológico que ninguna fuerza política doblegaría nunca. El dominio femenino del placer sexual masculino, de la vida, eran realidades indiscutibles para los patriarcas a pesar de la represión; y su miedo a la mujer se expresaba de infinitas maneras: la ocultación, la ablación del clítoris, los pies vendados y cosas por el estilo. Un asunto feo, una última trinchera defensiva, desesperada y despiadada, que durante un tiempo había funcionado, pero que al fin había saltado por los aires sin dejar huella. Ahora los pobres tipos tenían que valerse por sí mismos, y les costaba. Las mujeres como Jackie andaban arreándolos con látigos, y además disfrutaban haciéndolo.
—Quiero que visites el sistema uraniano —dijo Jackie—. Acaban de instalarse y quiero sujetarlos cuanto antes. De paso podrías dar un toque de atención a los galileos; parece que están descarriándose.
—Tendría que hacer algo en la cooperativa, o será demasiado obvio que no es más que una tapadera —dijo Zo.
Después de muchos años viviendo en una cooperativa de salvajes de Lunae, Zo se había incorporado a una de las que servían de tapadera a las actividades de Marte Libre y permitía a Zo y otros agentes secretos trabajar para el partido sin que se notara que ésa era su actividad principal. La cooperativa construía e instalaba pantallas de cráter, pero hacía más de un año que no trabajaba con ellos.
Jackie asintió.
—Dedícale algún tiempo, y luego te tomas otro permiso. Dentro de un mes más o menos.
—Muy bien.
Zo tenía mucho interés en visitar los satélites exteriores, de modo que no le costó mucho acceder, pero evidentemente a Jackie ni se le había pasado por la cabeza que pudiera negarse, pues no era una persona muy imaginativa. No cabía duda de que su padre era la fuente de las cualidades opuestas de Zo, ka lo bendijera. Aunque no quería conocer su identidad, que a esas alturas sólo habría supuesto más trabas a su libertad, sentía una enorme gratitud hacia él por darle sus genes, que la habían salvado de ser otra Jackie.
Zo se levantó, incapaz de soportar mas tiempo a su madre.
—Pareces cansada y yo estoy muerta —dijo. La besó en la mejilla y mientras se dirigía a la salida añadió—: Te quiero. Quizá deberías plantearte recibir el tratamiento de nuevo.