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La cooperativa de Zo tenía su sede en el cráter Moreux, en las Protonilus Mensae, entre Mángala y Punto Bradbury, un gran cráter en la extensa pendiente del Gran Acantilado en su caída hacia la península del Estrecho de Boone. La cooperativa desarrollaba nuevas variedades de redes moleculares para reemplazar el viejo material de las tiendas. La malla que habían instalado sobre Moreux era su última creación: el polihidroxibutirato plástico de sus fibras procedía de soja manipulada genéticamente para que produjera el PHB en sus cloroplastos. La malla soportaba el equivalente a una capa de inversión diaria, lo que hacía que el aire del interior del cráter fuese un treinta por ciento más denso y considerablemente más cálido que el exterior. Aquellas mallas hacían más fácil la dura transición de los biomas de la tienda al exterior, y cuando se instalaban permanentemente creaban benignos mesoclimas en latitudes o alturas elevadas. Moreux estaba a 43 grados norte, y los inviernos fuera del cráter siempre serían crudos. La malla les permitía mantener bosques templados de altura con un exótico abanico de plantas procedentes de los volcanes de África oriental, Nueva Guinea y el Himalaya manipuladas genéticamente. En verano, en el fondo del cráter los días eran tórridos, y el perfume de los extraños y erizados árboles floridos llenaba el aire.

Los habitantes de Moreux vivían en amplios apartamentos excavados en el arco norte del borde, cuatro niveles con anchos ventanales que miraban sobre las verdes frondas del bosque de la pendiente del Kilimanjaro. Los balcones eran abrasados por el sol en invierno y disfrutaban de la protección de emparrados de enredaderas en verano, cuando las temperaturas diurnas alcanzaban los 305° kelvins, y la gente hablaba de cambiar la malla por una más tosca que permitiera escapar el aire caliente, o incluso diseñar un sistema para retirarla durante el verano. Zo pasaba casi todo el día trabajando duramente en la ladera o bajo ella para justificar su partida hacia los satélites exteriores. Esta vez el trabajo era interesante e incluía largos viajes subterráneos por túneles mineros siguiendo vetas y estratos en la antigua falda del cráter. El impacto había originado numerosas rocas metamórficas útiles, y abundaban los minerales precursores de los gases de invernadero. Así pues, además de la extracción, la cooperativa desarrollaba nuevos métodos de minería que, sin alterar la superficie, permitieran la explotación intensiva del regolito, y que esperaban comercializar en breve. Los robots se encargaban de la mayor parte del trabajo subterráneo, pero siempre había actividades que sólo los humanos podían realizar, circunstancia corriente en la minería. A Zo la satisfacía profundamente cavar en el oscuro mundo submarciano, pasarse el día en las entrañas del planeta entre grandes placas de roca en cuyas toscas paredes negras centelleaban los cristales bajo los potentes focos, estudiar las muestras y explorar las nuevas galerías, bosques de pálidos pilares de magnesio colocados por las excavadoras robóticas, trabajar como un troglodita en busca de raros tesoros subterráneos y luego salir de la cabina del ascensor parpadeando ante el súbito resplandor del atardecer, que se teñía de bronce, salmón o ámbar a medida que el sol transitaba por el cielo púrpura como un viejo amigo que los calentaba mientras subían cansados hasta el portón del borde, desde donde divisaban el bosque circular de Moreux, abajo, un mundo perdido, hogar de jaguares y buitres. Una vez dentro de la malla, se descendía con un tranvía, pero Zo solía ir a la casa del portón, se ponía su traje de pájaro, se lanzaba desde la pista y volaba en lentas espirales descendentes hasta la zona norte del arco de la ciudad, donde cenaba en una terraza rodeada de loros, cotorritas y cacatúas que trataban de conseguir algo de comida. No estaba mal para ser un trabajo. Dormía bien.

Cierta vez un grupo de ingenieros atmosféricos fue a comprobar cuánto aire escapaba a través de la malla en un día de pleno verano. Había muchos ancianos en el grupo, gente con los ojos marchitos y el aire difuso de los areólogos que han pasado demasiado tiempo en trabajos de campo. Uno de ellos era el mismísimo Sax Russell, un hombre pequeño y calvo de nariz torcida y piel tan arrugada como la de las tortugas que pululaban por el suelo del cráter. Zo no podía dejar de mirarlo: era una de las figuras más importantes de la historia marciana. Era curioso que alguien saliera de los libros y la saludara, como si George Washington o Arquímedes fueran a pasar por allí al momento siguiente, como si el pasado tendiera su mano muerta sobre ellos, pasmado ante los últimos avances.

Russell ciertamente parecía pasmado; no perdió el aire de aturdimiento en toda la reunión de orientación, dejó las preguntas atmosféricas para sus colegas y se pasó el tiempo mirando el bosque. Durante la cena alguien le presentó a Zo, y él parpadeó con la oscura astucia de una tortuga.

—Yo fui uno de los maestros de tu madre.

—Lo sé.

—¿Me llevarías a ver el fondo del cráter?

—Normalmente lo sobrevuelo —contestó Zo, sorprendida.

—Esperaba poder caminar un poco —insistió el, y la miró parpadeando.

La novedad era tan valiosa que accedió a acompañarlo.

Salieron con el fresco de la mañana y avanzaron bajo la sombra del borde oriental. Las ramas de balsa y saal se entrecruzaban en lo alto formando una elevada bóveda donde los lémures gritaban y saltaban. El anciano caminaba despacio, observando a las despreocupadas criaturas del bosque, y hablaba sólo para preguntarle a Zo el nombre de los distintos heléchos y árboles. Ella sólo podía identificar las aves.

—Los nombres de las plantas me entran por un oído y me salen por el otro, lo siento —admitió sin empacho.

El hombre frunció el entrecejo.

—Creo que eso me ayuda a verlas mejor —añadió ella.

—¿De veras? —Él miró alrededor, como para probar.— ¿Significa eso que miras de distinto modo aves y plantas?

—Son diferentes. Los pájaros son mis hermanos, tienen que tener nombres. Forma parte de ellos. Pero esto… —señaló con un ademán las frondas verdes que los rodeaban, heléchos gigantescos bajo los erizados árboles en flor— esto no tiene nombre. Se los ponemos, pero en verdad no son suyos.

Esas palabras dejaron a Sax pensativo.

—¿Por dónde vuelas? —preguntó después de que hubieran avanzado un kilómetro por el sendero cubierto de maleza.

—Por todas partes.

—¿Hay algún lugar que prefieras?

—Me gusta el Mirador de Echus.

—¿Buenas corrientes ascendentes?

—Excelentes. Estuve allí hasta que Jackie cayó sobre mí y me puso a trabajar.

—¿No es ése tu trabajo?

—Sí, claro, pero mi cooperativa tiene horarios flexibles.

—Ah. Entonces ¿te quedarás aquí un tiempo?

—Sólo hasta que parta el transbordador para Galileo.

—¿Es que te propones emigrar?

—No, no. Es una misión diplomática.

—Ah. ¿Visitarás Urano?

—Sí.

—Me gustaría ver Miranda.

—A mí también. Ésa es una de las razones por las que voy.

—Ah.

Cruzaron un arroyo poco profundo pisando sobre las piedras planas que asomaban. Piaban los pájaros y zumbaban los insectos, y el sol inundaba el cuenco del cráter, pero bajo la bóveda verde aún hacía fresco y columnas e hilos paralelos de luz dorada atravesaban oblicuamente el aire. Russell se acuclilló para mirar el agua del arroyo que acababan de cruzar.

—¿Cómo era mi madre de niña? —inquirió Zo.

—¿Jackie? —dijo Russell. Parecía haberse sumido en sus pensamientos, y justo cuando Zo concluía exasperada que el hombre había olvidado la pregunta, contestó—: Era una corredora muy veloz. Hacía muchas preguntas. Por qué, por qué, por qué. Me gustaba eso. Creo que era la mayor de aquella generación de ectógenos. La líder, en cualquier caso.