Cuando regresaron a la orilla, Zo y Ann recorrieron el paseo.
—Eres muy descarada —dijo Ann.
—Al contrario. Soy muy sutil. No saben a quién atribuir mis palabras, si a mí, a Jackie o a Marte. Puede que no sea más que chachara, pero les recuerda que están incluidos en un contexto mayor. Es demasiado fácil para ellos abismarse en las cuestiones jovianas y olvidar lo demás, el sistema solar como cuerpo político único. La gente necesita que la ayuden a tenerlo presente, porque no pueden conceptualizarlo.
—Tú sí que necesitas ayuda urgente. No estamos en la Italia renacentista.
—Maquiavelo siempre será una figura válida, si es a eso a lo que se refiere.
—Me recuerdas a Frank.
—¿Frank?
—Frank Chalmers.
—Vaya, ahí tiene a un issei que admiro —dijo Zo—. Lo que he leído sobre él, al menos. El único de ustedes que no era un hipócrita. Y fue el que hizo buena parte del trabajo.
—Tú no sabes nada sobre eso —dijo Ann. Zo se encogió de hombros.
—El pasado es igual para todos. Yo se tanto como usted.
Se cruzaron con un grupo de jovianos, pálidos y de grandes ojos, absortos en su charla. Zo los señaló con un ademán y dijo:
—¡Mírelos! Están tan concentrados. Los admiro, de veras; se han entregado con energía a un proyecto que no se completará hasta mucho después de su muerte. Es un gesto absurdo, un gesto de desafío y libertad, una locura divina, como espermatozoides contoneándose frenéticamente hacia un destino desconocido.
—Eso nos describe a todos —dijo Ann—. Eso es evolución. ¿Cuándo iremos a Miranda?
Alrededor de Urano, a cuatro veces la distancia que separaba Júpiter del sol, los objetos sólo recibían la cuarta parte del uno por ciento de la luz que habrían recibido en la Tierra. Eso dificultaba la obtención de energía para los grandes proyectos de terraformación, aunque como Zo comprobó al entrar en el sistema uraniano, proporcionaba iluminación suficiente; la luz solar era mil trescientas veces más brillante que la luna llena terrestre, y el sol seguía siendo una brizna deslumbrante entre las pálidas estrellas, y aunque todo parecía descolorido, la visibilidad era perfecta. El espíritu humano era poderoso, y seguía actuando lejos del hogar.
Pero Urano no tenía grandes lunas que suscitaran proyectos terraformadores importantes. Su familia se componía de quince diminutos satélites, y ninguno superaba los seis kilómetros de diámetro de Oberon y Titania. En suma, una colección de pequeños asteroides que llevaban los nombres de los personajes femeninos de Shakespeare y rodeaban el más templado de los gigantes gaseosos, el verde azulado Urano, que rotaba con los polos en el plano de la eclíptica y cuyos once angostos anillos de grafito eran rizos encantados apenas visibles. En conjunto, un sistema poco acogedor.
Sin embargo, la gente se había instalado allí. Eso no sorprendía a Zo; había equipos de exploración que empezaban a construir en Tritón, Plutón o Caronte, y si se descubría un décimo planeta y se enviaba una expedición, no cabía duda de que encontrarían una ciudad-tienda cuyos habitantes andarían a la greña y rechazarían de plano cualquier interferencia exterior en sus asuntos. Así era la vida en el Accelerando.
La ciudad-tienda más importante del sistema uraniano era Oberon, la mayor y más lejana de las quince lunas. Zo, Ann y el resto de los viajeros marcianos aparcaron en órbita de Oberon y tomaron el ferry para hacer una breve visita al principal asentamiento.
La ciudad, Hipólita, ocupaba uno de los grandes valles encajonados, típicos de todas las lunas de Urano. Debido a que la gravedad era aún más exigua que la luz, la ciudad abundaba en barandas, cuerdas para deslizarse y sistemas de suspensión con pesas, balcones y ascensores en los acantilados, rampas y escaleras, palancas y trampolines, restaurantes colgantes y pabellones de plinto, todo iluminado por brillantes globos blancos suspendidos en el vacío. Zo comprendió de inmediato que un espacio aéreo tan poblado imposibilitaba el vuelo dentro de la tienda, pero en aquella gravedad la vida cotidiana era una suerte de vuelo y ella daba grandes saltos de bailarina. Muy pocos, por otra parte, intentaban caminar a la manera terrana; allí los movimientos humanos eran naturalmente alados, sinuosos, llenos de saltos, giros y descensos. El nivel más bajo de la ciudad estaba protegido por una red.
Los moradores de la ciudad procedían de distintas partes del sistema uraniano, aunque por supuesto eran en su mayoría terranos o marcianos. Aún no había nativos, salvo los pocos niños que habían nacido de las mujeres que trabajaban en la construcción del asentamiento. Seis lunas estaban ya ocupadas y hacía poco se habían soltado numerosas linternas de gas en la atmósfera superior de Urano, que trazaban círculos en torno al ecuador y ardían en el verde azulado como diminutos soles, un collar de diamantes en torno a la cintura del gigante. Esas linternas habían incrementado la luz lo suficiente como para que los habitantes de Oberon señalaran de continuo lo colorido que era todo. Pero Zo no parecía impresionada.
—De haberlo visto antes, habría detestado este mundo monocromo — confesó a uno de los lugareños. En realidad todos los edificios de la ciudad estaban pintados con anchas bandas de brillantes colores, pero Zo ignoraba de qué colores podía tratarse. Necesitaba un dilatador de pupila. El caso es que a los lugareños parecía gustarles. Si bien algunos hablaban de mudarse en cuanto las ciudades uranianas estuviesen terminadas, a Tritón, «el siguiente gran problema», Plutón o Caronte, pues al fin y al cabo eran constructores, la mayoría deseaba quedarse para siempre y tomaban fármacos y se hacían transcripciones genéticas para adaptarse a la escasa gravedad e incrementar la sensibilidad de sus ojos. Se hablaba incluso de atraer cometas desde Oort para conseguir agua, y de provocar la fusión de dos o tres de las lunas pequeñas, deshabitadas, para crear cuerpos mayores y más calientes en los que trabajar, «Mirandas artificiales», como alguien las llamó.
Ann abandonó la reunión impulsándose por una baranda, incapaz de arreglárselas con la minigravedad, Zo echó a andar tras ella y caminaron por las calles cubiertas de una exuberante hierba verde. La joven miró en lo alto los pálidos y finos anillos gigantes de color aguamarina, un espectáculo frío y poco atractivo para los estándares humanos anteriores. Pero en la reciente reunión algunos habían alabado la sutil belleza del planeta, inventando una estética para apreciarla, a pesar de que planeaban modificarlo en la medida de lo posible. Insistían en las sombras sutiles, la agradable temperatura de la tienda, el movimiento, les parecía volar o bailar en un sueño… Algunos habían llevado el patriotismo hasta el punto de oponerse a la transformación radical; eran todo lo conservacionistas que podían en aquel lugar inhóspito.
Y un grupo de esos conservacionistas encontró a Ann, y la rodearon y le estrecharon la mano, y también la abrazaron y la besaron en la coronilla; uno hasta se arrodilló para besarle los pies. Zo vio la expresión de Ann y rió. Ellos parecían haberse erigido en guardianes de Miranda. La versión local de los rojos, en un lugar donde su existencia no tenía ninguna razón de ser y mucho después de que el movimiento rojo se hubiese diluido incluso en Marte. Pero ellos se sentaban a una mesa en el centro de la tienda, en lo alto de una esbelta columna, y comían y discutían sobre el destino del sistema. La mesa era un oasis en la atmósfera sombría de la tienda, con el collar de diamantes en su redonda montura de jade brillando sobre ellos; parecía ser el centro de la ciudad, pero Zo vio suspendidos en el aire muchos otros oasis semejantes. Hipólita era una ciudad pequeña, pero Oberon podía albergar veintenas de ciudades como aquélla, igual que Titania, Ariel y Miranda. Aunque pequeños, aquellos satélites tenían centenares de kilómetros cuadrados de superficie. Ahí radicaba el atractivo de aquellas lunas olvidadas por el soclass="underline" tierra vacía, espacio abierto, un mundo nuevo, una frontera, que ofrecía la continua posibilidad de empezar de nuevo, de fundar una sociedad a partir de cero. Para los uranianos esa libertad tenía más valor que la luz o la gravedad, y por eso habían reunido programas y robots y habían partido en busca de la alta frontera con planes para una tienda y una constitución: ellos serían los primeros cien.