Выбрать главу

Ésa era una de las razones por las que muchos parecieron descontentos o al menos estupefactos cuando Sax les habló sobre la retirada de la soletta y el espejo anular. Lo hizo en una reunión por pantalla, y sus rostros adoptaron una expresión alarmada: Capitán, eso no es lógico. Pero tampoco lo era la guerra civil. Y lo uno era mejor que lo otro.

—¿No se opondrán? —preguntó Aonia—. Me refiero al colectivo verde.

—Sin duda —dijo Sax—. Pero en este momento vivimos en la anarquía. Tal vez el grupo de Pavonis Este sea una especie de protogobierno. Pero aquí en Da Vinci nosotros controlamos el espacio de Marte. Y a pesar de lo que pueda objetarse, esto evitará la guerra civil.

Se explicó lo mejor que pudo. El desafío técnico, el problema duro y simple, los absorbió, y pronto se desvaneció la sorpresa inicial. De hecho, plantearles un reto técnico de ese calibre era como darle un hueso a un perro. Se pusieron a roer las partes duras del problema, y pocos días después ya habían dejado el procedimiento mondo y lirondo. Que consistía básicamente en dar instrucciones a las IA, como siempre. Estaban llegando al punto en que teniendo una clara idea de lo que uno deseaba hacer, bastaba con decirle a una IA «por favor, haz esto o aquello», por favor, coloca la soletta y el espejo anular en la órbita venusiana y ajusta las tablillas de la soletta de manera que se transforme en un parasol que proteja al planeta de la insolación; y las IA calcularían las trayectorias, el encendido de los cohetes y el ángulo necesario de los espejos, y estaba hecho.

Tal vez los humanos estaban convirtiéndose en criaturas demasiado poderosas. Michel hablaba constantemente de sus nuevos poderes divinos, e Hiroko, con sus acciones, había sugerido que no habría límites para lo que intentasen con esos poderes, olvidándose de cualquier tradición. Sax tenía un saludable respeto por la tradición, como una especie de contumaz instinto de supervivencia. Pero los técnicos de Da Vinci tenían tanto respeto por la tradición como Hiroko, es decir, ninguno. Se encontraban en una coyuntura histórica abierta, no eran responsables ante nadie. Y por eso lo hicieron.

Después Sax fue a ver a Michel.

—Estoy preocupado por Ann —le dijo.

Estaban en una esquina del gran almacén de Pavonis Este y el movimiento y el estrépito de la muchedumbre creaba una especie de espacio privado. Pero tras echar una ojeada alrededor, Michel dijo:

—Salgamos.

Se pusieron los trajes y salieron. Pavonis Este era un laberinto de tiendas, almacenes, fábricas, pistas, aparcamientos, tuberías y tanques de contención, y también de depósitos de chatarra y vertederos. Los detritos mecánicos estaban desparramados por todas partes, como deyecciones volcánicas. Michel guió a Sax hacia el oeste entre el desorden y rápidamente alcanzaron el borde de la caldera, desde el cual la confusión humana se veía en un nuevo y mas amplio contexto, un cambio logarítmico que metamorfoseaba la faraónica colección de artefactos en una mancha de cultivo bacteriano.

Al filo mismo del borde, el oscuro basalto moteado se quebraba formando cornisas concéntricas escalonadas. Una serie de escaleras bajaban hasta esas terrazas, y la última estaba protegida por una baranda. Michel llevó a Sax hasta allí, donde podían asomarse y contemplar el interior de la caldera. Cinco mil metros de caída vertical. El gran diámetro de la caldera hacía que no pareciera tan profunda; sin embargo había todo un mundo circular allá abajo, muy abajo. Y cuando Sax recordó lo pequeña que era la caldera en comparación con todo el volcán, Pavonis pareció erguirse como un continente cónico que atravesaba la atmósfera del planeta hacia el espacio. El cielo sólo era púrpura sobre el horizonte, y oscuro en lo alto, y el sol parecía una pequeña moneda de oro en el oeste que proyectaba sombras oblicuas y definidas. Desde allí podían admirar todo eso. Las partículas levantadas por las explosiones se habían disipado y todo había recuperado su claridad telescópica de costumbre. Piedra y cielo y nada más… salvo la sarta de edificios alrededor del borde. Piedra, cielo y sol. El Marte de Ann. Aunque sobraban los edificios. Pero en la cima de Ascraeus, Arsia y Elysium, e incluso sobre el Olimpo, no habría edificios.

—Sencillamente podríamos declarar todo lo que esté por encima de los ocho mil metros zona salvaje primitiva —dijo Sax—. Y, mantenerlo así para siempre.

—¿Bacterias? —preguntó Michel—. ¿Líquenes?

—Probablemente. ¿Pero acaso importa?

—Para Ann, sí.

—¿Pero por qué Michel? ¿Por qué tiene que ser así? Michel se encogió de hombros.

Después de un largo silencio, dijo:

—Sin duda es muy complejo. Pero creo que es una negación de la vida. Se ha vuelto hacia la roca porque es algo en lo que puede confiar. De niña sufrió maltratos, ¿lo sabías?

Sax negó con la cabeza. Intentó imaginar lo que eso significaba.

—Su padre murió —continuó Michel—. Su madre volvió a casarse cuando ella tenía ocho años. A partir de ese momento empezaron los malos tratos, hasta que a los dieciséis años se fue a vivir con la hermana de su madre. Le he preguntado en qué consistieron, pero ella no quiere hablar del tema. Abusos. Dice no recordar casi nada.

—Lo creo.

Michel agitó una mano enguantada.

—Recordamos más de lo que creemos. Más de lo que desearíamos, a veces.

Siguieron contemplando el interior de la caldera en silencio.

—Resulta difícil de creer —comentó Sax.

—¿De veras? —dijo Michel con expresión sombría—. Había cincuenta mujeres entre los Primeros Cien. Es muy probable que más de una sufriera abusos por parte de los hombres durante su vida. Del orden del diez o quince por ciento, si las estadísticas no engañan. Violación sexual, palizas… así funcionaban las cosas.

—Cuesta creerlo.

—Sí.

Sax recordó que una vez había golpeado a Phyllis en la mandíbula y la había dejado inconsciente. Había hallado una cierta satisfacción en ello. Aunque se había visto obligado a hacerlo. O eso le había parecido entonces.

—Todos tienen sus razones —dijo Michel, sobresaltándolo—. O eso creen. —Intentó explicarse… intentó, como siempre hacía, atribuirlo a algo más que la pura maldad.— La base de la cultura humana —dijo, observando el paisaje— es una respuesta neurótica a las primeras heridas psíquicas. Antes del nacimiento y durante la infancia se vive sumido en una beatitud oceánica narcisista, en la que el individuo es el universo. Después, en algún momento al final de la etapa infantil, descubrimos que somos individuos independientes, distintos de nuestra madre y de las demás personas. Éste es un golpe del que nunca nos recuperamos por completo. Existen diferentes estrategias neuróticas para hacerle frente. La primera, volvernos a fundir con la madre. O bien negar a la madre y desplazar nuestro ideal del yo al padre. Los miembros de estas culturas veneran al rey y al padre divino, y así sucesivamente. Pero el ideal del yo puede volver a desplazarse, hacia alguna idea abstracta o una hermandad masculina. Existen nombres y descripciones exhaustivas para todos esos complejos: el dionisiaco, el perseico, el apolíneo, el heracleo. Comportamientos neuróticos, en el sentido de que todos llevan a la misoginia, excepto el complejo dionisiaco.