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Zo siguio al grupo de guardianes que habian empezado a bajar por una rota escalera de roca quebrada de un arco que sobresalía en el acantilado como el pliegue de la toga en una estatua de mármol. Mil metros más abajo el pliegue se hacia más sinuoso y parecía independizarse de la pared antes de acabar abruptamente al borde del abismo, ¡una caída de veinte kilómetros! Veinte mil metros, setenta mil pies… Ni siquiera el gran Marte podía jactarse de un acantilado como ése. Había en la pared otras deformidades similares: estrías y drapeados, como en una cueva de piedra caliza; la roca fundida había chorreado hacia el abismo antes de que el frío del espacio la solidificara para siempre. Habían fijado una barandilla al borde del arco, y se sujetaban a ella mediante las cuerdas de los arneses que llevaban sobre los trajes; muy conveniente, pues el reborde era angosto y un traspié podía lanzarlos al vacío. La pequeña nave semejante a una araña que los había soltado los recogería al pie de la escalera, en el promontorio donde acababa el arco. Por tanto no tenían que preocuparse por la vuelta. Bajaban silenciosos, un silencio que no era precisamente el de la camaradería. Zo sonreía: casi podía oírlos echando pestes de ella y rechinando los dientes. Excepto Ann, que se inclinaba cada pocos metros para inspeccionar las grietas entre los toscos escalones de piedra.

—Esa obsesión por la roca es patética —le dijo a Ann por una frecuencia privada—. Antigua y mezquina; ceñirse voluntariamente al mundo de la materia inerte, un mundo que nunca le dará sorpresas, nunca le dará nada… Y así tampoco la herirá. La areología como una tapadera de la cobardía. Es de veras triste.

Sonó un chasquido de disgusto por el intercomunicador. Zo rió.

—Eres una muchacha impertinente —dijo Ann.

—Es verdad.

—Y estúpida.

—¡Eso sí que no! —Zo se sorprendió de su vehemencia. Y entonces vio el rostro de Ann crispado de cólera detrás del visor y su voz siseó en el intercom sobre unos pesados jadeos.

—No eches a perder el paseo —le espetó Ann.

—Estaba harta de que no me hiciera caso.

—Vaya, ¿quién tiene miedo entonces?

—Temo el tedio.

Otro siseo de disgusto.

—Has tenido una educación muy deficiente.

—¿Y de quién es la culpa?

—De ti y de nadie más. Pero todos sufrimos las consecuencias.

—Pues sufra, recuerde que está aquí gracias a mí.

—Estoy aquí gracias a Sax, bendito sea su pequeño corazón.

—Todo el mundo es pequeño para usted.

—Comparado con esto… —La posición de su casco indicaba que estaba mirando al interior de la falla.

—La inmovilidad sin habla en la que usted se siente tan segura.

—Éstos son los resultados de una colisión muy similar a otras en los primeros momentos de existencia del sistema solar. Marte conserva algunos, y también la Tierra. La matriz de la que surgió la vida, una ventana que se abre a aquel tiempo, ¿comprendes?

—Lo comprendo, pero me trae sin cuidado.

—No crees que tenga importancia.

—Nada importa, en el sentido que usted le da. Nada de esto tiene importancia. Es sólo un accidente del Big Bang.

—¡Oh, por favor! —exclamó Ann—. El nihilismo es tan ridículo.

—¡Mire quién habla! ¡Usted es nihilista! Para usted ni la vida ni sus sensaciones tienen ningún sentido ni valor… Nihilismo descafeinado, para cobardes, si se puede imaginar algo así.

—Mi pequeña y valerosa nihilista.

—Sí… lo acepto. Y disfruto de lo que puedo.

—¿De qué?

—Del placer. De los sentidos y la información que transmiten. Soy una sensualista, y creo que requiere valor serlo, aceptar el dolor, arriesgarse a morir para mantener los sentidos vivos.

—¿De verdad crees que te has enfrentado al dolor?

Zo recordó aquel mal aterrizaje en el Mirador, el dolor insoportable de las piernas y las costillas rotas.

—Pues sí.

Silencio de radio. La estática del campo magnético uraniano. Tal vez Ann le concedía la experiencia del dolor, pero dada la omnipresencia de éste, no era un rasgo de ecuanimidad. Zo se enfureció.

—¿De veras cree que se necesitan siglos para humanizarse, que sólo lo consiguen ustedes, los geriátricos? Keats murió a los veinticinco años, pero ¿ha leído su Hiperión? Los issei son horribles, y usted más que ninguno. Que se permita juzgarme cuando no ha cambiado desde que pisó Marte…

—Todo un logro, ¿eh?

—Un logro si está jugando al muerto. Ann Clayborne, el muerto más grande que jamás haya existido.

—Y una muchacha impertinente. Anda, ven y mira el grano de esta roca, como una galletita de sal.

—Que se jodan las rocas.

—Dejaré eso para los sensualistas. Vamos, mira, esta roca no ha cambiado en tres mil millones de años. Y cuando lo hizo, Señor menudo cambio.

Zo miró la roca de jade que pisaban. Parecía cristalina, pero no estaba clasificada.

—Está obsesionada —dijo.

—Sí, pero me gusta mi obsesión.

Siguieron bajando por el lomo del contrafuerte en silencio y al fin alcanzaron el Descansillo del Fondo. Se encontraban a un kilómetro del borde y el cielo era una franja estrellada con la esfera de Urano en el centro y el sol como una gema deslumbrante a un lado. Bajo aquel primoroso despliegue la profundidad del abismo era sublime, sobrecogedora; Zo volvió a experimentar la sensación de estar volando.

—Ustedes atribuyen un valor intrínseco al lugar equivocado —dijo por la frecuencia común—. Es como el arco iris. Sin un observador en ángulo de veintitrés grados con respecto a la luz reflejada por una nube de gotas esféricas no hay arco iris. Nuestros espíritus están en ángulo de veintitrés grados con el universo. El contacto de los fotones y la retina crea algo nuevo, un cierto espacio abierto entre la roca y la mente. Sin la mente no hay valor intrínseco.

—Eso es como decir que no existe ningún valor intrínseco —replicó uno de los guardianes—. Volvemos al utilitarismo. Pero no es necesario incluir la participación humana. Estos lugares existían sin nosotros y antes que nosotros, y ése es todo su valor. Si queremos adoptar una actitud correcta frente al universo, si en verdad queremos verlo, debemos honrar esa precedencia.

—¡Pero yo lo veo! —dijo Zo alegremente—. O casi lo veo. Tendrán que sensibilizar sus ojos añadiendo algo al tratamiento genético. Es glorioso, pero la gloria está en nuestra mente.

No respondieron y Zo continuó:

—Estas cuestiones ya han surgido antes, en Marte. La ética medioambiental se elevó a un nuevo nivel a consecuencia de la experiencia marciana, hasta convertirse casi en el motor de nuestras acciones. Comprendo por qué quieren conservar este lugar salvaje, pero es porque soy marciana que lo comprendo. Muchos de ustedes son marcianos, o sus progenitores lo fueron. Partiran de esa posición ética.

Pero los terranos no los comprenden tan bien como yo. Vendrían aquí y construirían un gran casino en lo alto del promontorio, cubrirían la falla de pared a pared y tratarían de terraformarla como han hecho en todas partes. Los chinos aún están como sardinas en lata en su país y les importa un comino el valor intrínseco de China, y mucho menos el de una luna yerma en el confín del sistema solar. Necesitan espacio, y si ven que aquí lo hay, vendrán y construirán y los mirarán como a bichos raros cuando ustedes se opongan. ¿Y qué harán entonces? Pueden probar con los sabotajes, como los rojos en Marte, pero acabarán con ustedes, porque tendrán un millón de sustitutos por cada colono que pierdan. A eso nos referimos cuando hablamos de la Tierra. Somos como los liliputienses y Gulliver. Tenemos que trabajar unidos, y sujetarlos con el mayor número posible de cuerdas.