No hubo respuesta. Zo suspiró.
—Bueno —dijo—, tal vez sea mejor así. Si reparten gente por aquí, no presionarán tanto a Marte. Incluso sería posible firmar acuerdos para que los chinos puedan instalarse en esta región sin ninguna traba y nosotros en Marte reducir la inmigración casi a cero. Sería muy conveniente.
Se mantuvo el silencio recalcitrante. Al fin Ann dijo:
—Cállate de una vez y déjanos concentrarnos en el paisaje.
—Oh, desde luego.
Se aproximaban al final del contrafuerte, el promontorio que se alzaba sobre el abismo inconmensurable bajo el enjoyado disco de jade y el diminuto botón diamantino de pronto parecieron triangular el entero sistema solar y revelar la verdadera proporción de las cosas, y vieron estrellas moviéndose en lo alto: los cohetes de su astronave.
—¿Ven? —dijo Zo—. Son los chinos, que vienen a echar un vistazo.
De pronto uno de los guardianes se abalanzó sobre ella, furioso. Zo rió, pero había olvidado la gravedad ultraligera de Miranda y se sorprendió cuando el golpe insignificante la levantó del suelo. Chocó contra la barandilla, giró en el aire y cayó tratando de enderezarse. Se dio un fuerte golpe en la cabeza, pero el casco la protegía y no perdió el conocimiento, aunque empezó a caer rebotando por la pendiente del filo del promontorio… Más allá, el vacío. El terror la recorrió como una descarga eléctrica y se esforzó en vano por recuperar el equilibrio, siguió dando tumbos. Luego una sacudida, ¡sí, el extremo del arnés! Sin embargo, un instante despues advirtió que seguía cayendo, la anilla de sujección habia cedido. El terror volvió a invadirla. Se volvió y clavó los dedos en la roca con todas sus fuerzas. Fuerza humana en.005 g; la misma gravedad ligera que la había hecho salir volando le permitiria detener la caída sólo con las yemas de los dedos.
Se encontraba al borde de un vertiginoso despeñadero. Veía chiribitas y estaba mareada; abajo, la oscuridad, un agujero sin fondo, una imagen onírica, una caída oscura…
—No te muevas —dijo la voz de Ann en su oído—. Aguanta y no te muevas.
Por encima de ella, un pie y luego unas piernas. Lentamente, Zo levantó la cabeza y miró. Una mano le aferraba la muñeca derecha.
—Muy bien. Medio metro por encima de tu mano izquierda tienes un asidero. Un poco más arriba. Ahí. Muy bien, ahora trepa. ¡Vamos, súbannos! —les gritó a los otros.
Los músculos humanos en 0,005 g tiraron de ellas como si fueran peces en un sedal.
Zo se sentó en el suelo. El pequeño ferry espacial aterrizó sin ruido, sobre una plataforma en el extremo más lejano de la zona llana. Vio los fugaces resplandores de los cohetes y la mirada preocupada de los guardianes de pie ante ella.
—La broma no ha tenido mucha gracia —comentó Ann.
—No —dijo Zo, esforzándose por encontrar la manera de aprovechar el incidente—, Gracias por ayudarme. —Era impresionante la rapidez con que Ann había ido en su ayuda, no el hecho de que hubiese decidido hacerlo, porque eso estaba implícito en el código de la nobleza, uno tenía obligaciones hacia sus iguales, y los enemigos eran tan importantes como los amigos pues permitían ser un buen amigo. Lo impresionante había sido la maniobra física.— Ha actuado deprisa.
El vuelo de regreso a Oberon fue silencioso, excepto cuando uno de los tripulantes se volvió y le mencionó a Ann que habían visto a Hiroko y algunos de sus seguidores en el sistema uraniano, hacía poco, en Puck.
—Oh, tonterías —dijo ella.
—¿Por qué? —dijo Zo—. Tal vez haya decidido alejarse de la Tierra y Marte. Y no se lo reprocho.
—Este no es lugar para ella.
—Tal vez no lo sepa. Tal vez no se haya enterado aún de que es el jardín de roca privado de Ann Clayborne.
Pero a Ann le tuvo sin cuidado.
De vuelta a Marte, el planeta rojo, el mundo más hermoso del sistema solar, el único mundo real.
El transbordador aceleró, viró, flotó unos cuantos días, deceleró, y dos semanas más tarde esperaban para entrar en Clarke, luego el ascensor, y después abajo, abajo. ¡Era tan lento aquel ascenso final! Zo contempló Echus desde las ventanas, entre el rojo Tharsis y el azul mar del Norte, y ese paisaje le produjo una profunda sensación de bienestar. Ingirió varias pastillas de pandorfo mientras la cabina del ascensor efectuaba la recta final de acercamiento a Sheffield, y cuando puso pie en el Enchufe se echó a andar entre los centelleantes edificios de piedra hacia la gigantesca estación ferroviaria del borde, se hallaba en un éxtasis de areofanía; amaba los rostros que veía, a sus altos hermanos con su esplendorosa belleza y su gracia, incluso a los terranos que corrían por las bajuras. El tren a Echus saldría dos horas más tarde, asi que paseó con impaciencia por el parque del borde, empapando las retinas del paisaje de la gran caldera de Pavonis Mons, tan espectacular como Miranda, aunque no alcanzara la profundidad de la Falla de Próspero: la infinidad de estratos horizontales, todas las tonalidades de rojo, carmesí, orín, ámbar, castaño, cobrizo, ladrillo, siena, paprika, cinabrio, bermellón, bajo el oscuro cielo tachonado de estrellas de la tarde… su mundo. No obstante, Sheffield estaba bajo una tienda y así permanecería para siempre, y ella deseaba volver a sentir el viento.
Regresó a la estación y partió hacia Echus. El tren voló sobre la pista, descendió por el gran cono de Pavonis y se internó en el inmaculado paisaje árido de Tharsis Este; llegaron a Cairo y con una precisión suiza enlazaron con el tren con destino al Mirador Echus. Llegaron cerca de medianoche; se inscribió en el hotel de la cooperativa y luego fue al Adler, animada por los últimos coletazos del pandorfo, una suerte de pluma en la gorra de su felicidad. Y allí estaban todos, como si no hubiese pasado el tiempo. Se alegraron de verla, la abrazaron, la besaron, le ofrecieron bebida y le preguntaron por su viaje. Le hablaron también del estado de los vientos y la acariciaron. El alba se les echó encima y bajaron en tropel a la cornisa, se vistieron y se arrojaron a la oscuridad del cielo y el estimulante embate del viento, y todo volvió al instante, como la respiración o el sexo: la negra mole del escarpe de Echus elevándose en el este como el borde de un continente, el suelo en sombras de Echus Chasma allá en las profundidades… el paisaje amado, con sus oscuras tierras bajas y el elevado altiplano, y el vertiginoso acantilado que los separaba, y sobre todo aquello los intensos púrpuras del cielo, lavanda y malva en el este, negro e índigo en el oeste, la bóveda que se aclaraba e iba adoptando sucesivamente todos los colores, las estrellas que abandonaban el escenario; en el oeste, unas fulgurantes nubes rosadas… Varios picados vertiginosos la llevaron muy por debajo del Mirador y se ciñó al acantilado, donde una poderosa corriente del oeste la atrapó y la elevó violenta y vertiginosamente hasta que emergió de la sombra del acantilado a los crudos amarillos del nuevo día, una gozosa combinación de sensaciones cinéticas y visuales. Y mientras volaba hacia las nubes pensó: «Al demonio contigo, Ann Clayborne. Tú y los de tu calaña podéis llenaros la boca con vuestros imperativos morales de issei, vuestra ética, valores, objetivos, críticas, responsabilidades, virtudes, grandes propósitos, podéis barbotar esas palabras cargadas de hipocresía y miedo hasta el fin de los tiempos, pero nunca experimentaréis una sensación como ésta, donde se conjugan perfectamente mente, cuerpo y mundo; podéis largar vuestros pomposos discursos calvinistas acerca de lo que los humanos deberían hacer en sus breves vidas hasta cansaros, como si fuera posible estar seguros de nada, como si al fin y al cabo no fuerais más que un puñado de crueles bastardos; pero hasta que no salgáis y voléis, escaléis, saltéis, hasta que no corráis el riesgo del espacio y la gracia pura del cuerpo, no lo sabréis. No tenéis derecho a hablar, sois esclavos de vuestras ideas y jerarquías, y no advertís que no hay nada más importante que esto, que el propósito último de la existencia, del cosmos, no es otro que volar en libertad».