Entumecida y cada vez más helada, Maya hinchó el cinturón y se volvió hacia la luz de la red barredera. Atisbo la tosca hilera de columnas de sal y algo en ellas le llamó la atención. Nadó hasta el conjunto y el agua se enturbió con la arena negra levantada por sus aletas. Las columnas Bareiss que flanqueaban el canal tenían un aspecto ruinoso porque habían perdido la simetría al quedar medio sepultadas. Recordó sus paseos vespertinos por el parque, de espaldas al sol, y luego, al regresar, bañados en la luz. Era un lugar muy hermoso, y cuando se caminaba entre las grandes mesas era como estar en una gigantesca ciudad de muchas catedrales.
Más allá de las columnas se alzaban unos edificios que servían ahora como anclaje de una colonia de varec, cuyos largos tallos se elevaban desde los tejados y cuyas anchas hojas ondulaban suavemente. En el último edificio había un café terraza parcialmente cubierto por un enrejado de glicinas, Maya estaba segura: la última columna le servía como referencia.
Con cierto esfuerzo adoptó la posición vertical y de pronto recuperó un recuerdo: Frank le había gritado y después se había marchado sin ninguna razón particular, como tenía por costumbre. Ella se vistió, fue tras él y lo encontró rumiando ante un café. Sí. Se plantó delante de él y discutieron, lo regañó por no acudir de inmediato a Sheffield… derribó la taza de un manotazo y el asa rota quedó girando en el suelo. Frank se levantó y se marcharon discutiendo y después regresaron a Sheffield. No, no había sucedido así. Habían reñido, sí, pero después hicieron las paces. Frank le tomó la mano y el gesto le quitó un gran peso oscuro del corazón, proporcionándole un breve momento de gracia, la sensación de que amaba y era amada.
Una cosa o la otra, pero ¿cuál era la verdadera?
No conseguía recordar. Había habido tantas peleas y reconciliaciones con Frank que ambas versiones eran verosímiles. Todo se confundía en su mente en una bruma de impresiones y momentos inconexos. Oyó los gemidos de un animal que sufría… Ah, procedían de su garganta. Sollozaba. Entumecida y sin embargo sollozando, era absurdo. Fuera lo que fuese lo que hubiera ocurrido, sólo quería recuperarlo. Intentó pronunciar el nombre de Frank, pero no pudo; le dolía, como si le hubiesen clavado una espina en el corazón. ¡Ah, al fin un sentimiento que no podía negar! ¡Y era tan intenso!
Se impulsó lentamente con las aletas y se alejó de los tejados. ¿Qué habrían pensado, sentados a aquella mesa con su desdicha, de haber sabido que ciento veinte años más tarde Maya nadaría sobre el café y Frank llevaría todo ese tiempo muerto?
El sueño terminó, y llegó la desorientación de pasar de una realidad a otra. Flotar en la oscuridad acentuó el entumecimiento. Pero ahí seguía ese agudo dolor en su interior, enquistado, persistente. Se aferraría a ese dolor, a cualquier sensación o sentimiento que pudiera extraer de todo aquel limo, a cualquier cosa con tal de librarse del entumecimiento. Sollozar era la gloria comparado con él.
Michel, el viejo alquimista, tenía razón, como siempre. Lo buscó con la mirada, pero no lo encontró; debía estar inmerso en viajes particulares. Llevaban bastante tiempo en el agua y los otros habían empezado a reunirse en torno al cono de luz de la barredera, como peces tropicales en un tanque frío y oscuro que se acercaban a la luz con la esperanza de encontrar calor. La sensación de ingravidez, lenta y onírica, le recordó a John flotando desnudo contra el espacio negro y las estrellas. Demasiado intenso para sentirlo. Podía afrontar un fragmento del pasado por vez; la ciudad sumergida; pero había hecho el amor con John allí, en un dormitorio, en los primeros años… con John, con Frank, con aquel ingeniero cuyo nombre ya no recordaba, seguramente con muchos otros, todos olvidados, o casi. Tendría que esforzarse por enquistar todas aquellas preciosas punzadas de sentimiento para conservarlas hasta que la muerte se las arrebatara definitivamente. Subió y se unió a los peces tropicales con brazos y piernas, de vuelta a la luz azul del día. Ah, Dios, los oídos se le destaparon y sintió un vértigo atribuible quizás a la narcosis de nitrógeno, el éxtasis de las profundidades. O al éxtasis de la profundidad humana, de la extensión de su vida, gigantes que se sumergían en el abismo de los años. Michel subía detrás de ella y lo esperó, y luego lo abrazó con fuerza; amaba tener la solidez de otro entre los brazos, esa prueba de realidad, y pensó: Gracias, Michel, hechicero de mi alma; gracias, Marte, por aquello que perdura en nosotros, aunque sea sumergido o enquistado. Salió al sol deslumbrante, al viento, y se despojó del traje de buceo como una crisálida, ajena al poder de la desnudez femenina sobre el ojo masculino, y recordándolo de pronto les ofreció el asombroso espectáculo de la carne iluminada por el sol, del sexo en la tarde, respirando aguadamente y temblando por el frío, que le recordaba que estaba viva.
—Sigo siendo Maya —le aseguró a Michel castañeteando los dientes. Se recreó con voluptuosidad en el tacto de la toalla sobre la piel mojada y luego se vistió tosiendo a causa del gélido viento. El rostro de él era la imagen misma de la felicidad, la máscara de la alegría del antiguo dios Dionisos, riendo por el éxito de su plan, por el éxtasis de su amiga y compañera.
—¿Qué viste?
—El café… el parque… el canal… ¿y tú?
—Hunt Mesa… el estudio de baile… el bulevar Thoth… la Montaña de la Mesa. —En el camarote él tenía una botella de champán en hielo, y el corcho salió volando y aterrizó suavemente en el agua, y allí se quedó, flotando en las olas azules.
Pero Maya se negó a comentar nada más sobre la inmersión. Los otros relataron sus aventuras, y cuando le llegó el turno la miraron como buitres, ansiosos de engullir sus experiencias, pero ella se bebió el champán y se sentó en la cubierta superior a contemplar en silencio las amplias olas, que en Marte tenían un aspecto peculiar, eran grandes y muy empinadas, impresionantes. Con una mirada le transmitió a Michel que se sentía bien, que había hecho bien en enviarla allá abajo. Después, silencio. Que aquellos buitres se alimentaran de sus propias experiencias.
El barco regresó al puerto de Dumartheray, una pequeña medialuna de aguas trenzadas con la marina que ocupaba parte de la falda del cráter del mismo nombre. La pendiente estaba cubierta de construcciones y vegetación hasta la cima.
Desembarcaron y pasearon por la ciudad, y después cenaron en un restaurante contemplando el crepúsculo llameante sobre la bahía de Isidis. El viento del atardecer bajaba por el escarpe en dirección al mar y, sibilante, arrastraba la espuma de las olas, blancos penachos con fugaces irisaciones. Maya, sentada junto a Michel, mantenía una mano en el muslo o el hombro de su compañero.
—Es sorprendente —dijo alguien— que las columnas de sal aún brillen ahí abajo.
—¿Y las ventanas de las mesas? ¿Viste la que estaba rota? Estuve tentado de meterme por ella y echar una ojeada, pero me dio miedo.
Maya hizo una mueca, absorta en el momento. Los jóvenes sentados frente a ellos conversaban con Michel sobre un nuevo instituto que se ocupaba de todo lo concerniente a los Primeros Cien y otros colonos, una especie de museo, un depósito de historia oral, comités para proteger los edificios más antiguos, etcétera… y además un programa para ayudar a los primeros colonos, ya ancianos. Desde luego aquellos jóvenes entusiastas (y los jóvenes odian ser muy entusiastas) estaban particularmente interesados en la ayuda de Michel y en localizar y censar a los Primeros Cien que aún vivían; sólo veintitrés, decían. Michel se mostró cortés con ellos y genuinamente interesado en el proyecto.