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Después de cenar Maya se quedó en la terraza contemplando la abertura en la pared de Tormentas. Vendana y algunos compañeros salieron del negro talco del crepúsculo y se acercaron a ella.

—¿Qué le parece? —preguntaron.

—Muy interesante —contestó Maya, escueta; no le gustaba que la interrogaran ni estar en el centro de un grupo, se parecía demasiado a ser una pieza de museo. No le sacarían ni una palabra más. Los miró fijamente y uno de los hombres jóvenes se dio por vencido y se puso a hablar con la mujer que tenía al lado. El rostro del joven era extraordinariamente bello, de facciones bien cinceladas bajo los abundantes cabellos negros, sonrisa dulce, risa inconsciente; en resumen, cautivador. Joven pero no tanto como para parecer inmaduro. Por la piel oscura y los dientes regulares y blancos parecía hindú; fuerte, delgado como un lebrel, bastante más alto que Maya, aunque lejos de ser uno de los nuevos gigantes, de una escala humana aún, nada impresionante pero sólido, grácil. Sexy.

Fue acercándose lentamente a él a medida que el grupo se relajaba, como si estuvieran en un cóctel, y cuando tuvo ocasión de hablar con él, el joven no reaccionó como si lo abordara Helena de Troya o un fósil. Debía de ser muy agradable besar aquella boca, pero quedaba descartado, naturalmente, y en realidad ni siquiera lo deseaba. Pero le gustaba pensar en ello, y ese pensamiento le dio ideas. Las caras tenían tanto poder.

El joven se llamaba Athos y procedía de Licus Vallis, al oeste de Rhodos. Sansei, de una familia de marineros, abuelos griegos e indios. Había colaborado en la formación de aquel nuevo partido verde, convencido de que ayudar a la Tierra a afrontar su problema demográfico era la única manera de no ser arrastrados por el torbellino: la controvertida postura del perro que mueve la cola, como admitió él mismo con una sonrisa distendida y hermosa. Se había presentado como candidato a representante de las ciudades de la bahía Nepenthes y colaboraba en la coordinación de la campaña general de los verdes.

—¿Alcanzaremos pronto el barco de Marte Libre? —preguntó Maya a Vendana más tarde.

—Sí. Tenemos intención de enfrentarlos en un debate en Tormentas.

De vuelta en el barco, los jóvenes se olvidaron de ella para seguir con la fiesta en la cubierta de proa. Maya los miró alejarse y luego se reunió con Michel en el pequeño camarote que compartían. No podía ayudarle. Algunas veces odiaba a los jovenes. Los odio, le dijo a Michel. Y simplemente porque eran jovenes. Podía disfrazarlo como reproche por su irreflexión, su estupidez, su inexperiencia, su mentalidad pueblerina, pero sobre todo, detestaba su juventud, no la perfección física, sino la edad, mera cronología, el hecho de que tuvieran toda una vida por delante. Todo lo que los esperaba era bueno, todo. A veces despertaba de sueños ingrávidos en los que había estado contemplando Marte desde el Ares, después del aerofrenado, cuando estabilizaban su órbita para el descenso, y aturdida por el brusco regreso al presente comprendía que aquél había sido el mejor momento de su vida, expectantes ante lo que los aguardaba allá abajo, donde todo era posible. Eso era la juventud.

—Considéralos compañeros de viaje nada más —le aconsejó Michel, como en las anteriores ocasiones en que Maya había compartido con él ese sentimiento—. Serán jóvenes el mismo tiempo que nosotros lo fuimos… un chasquido de los dedos y su juventud habrá pasado. Es ley de vida, y un siglo de diferencia importa poco. Y de todos los humanos que han existido y existirán ellos son los únicos que están vivos al mismo tiempo que nosotros, son nuestros contemporáneos, los únicos que pueden entendernos.

—Sí, sí, tienes razón. Pero a pesar de todo los detesto.

El surco producido por la lupa espacial tenía una profundidad casi uniforme y cuando alcanzó el Cráter de las Tormentas cortó una amplia banda en las faldas nordeste y sudoeste, en las cuales luego tuvieron que realizar cortes suplementarios para construir las esclusas, y el cráter interior se convirtió en un lago elevado, un bulbo en el largo termómetro del canal. El antiguo sistema lowelliano, por alguna misteriosa razón, no se empleó allí, y las esclusas nororientales quedaron enmarcadas por una pequeña ciudad dividida llamada Trincheras de Abedul, mientras que la ciudad mayor de las esclusas sudoccidentales recibió el nombre de Riberas. Esta última cubría la zona fundida por la lupa y luego trepaba en anchas terrazas curvas por el cono hasta el borde de Tormenes, desde donde dominaba el lago interior. La ciudad vivía a un ritmo frenético; tripulaciones y pasajeros bajaban estrepitosamente las pasarelas y se unían a un casi continuo jolgorio, que esa noche estaba vinculado a la llegada de la comitiva de Marte Libre, gente se apretujaba en una plaza grande y herbosa, encaramada en una alta cornisa sobre la esclusa del lago, algunos atentos a los discursos que se pronunciaban desde un estrado, otros comprando, paseando y bebiendo, o devorando la comida comprada en los humeantes puestos callejeros, bailando o explorando la hermosa ciudad.

Durante todo el tiempo que duraron los discursos electorales Maya permaneció en una terraza sobre el escenario, lo que le permitía observar la actividad entre bastidores de Jackie y la cúpula de Marte Libre. Antar estaba allí, y también Ariadne, y otros que le sonaban de haberlos visto en algún noticiario. Se desplegaba la dinámica de dominación del primate de la que tanto hablaba Frank. Dos o tres hombres andaban siempre detrás de Jackie y, de distinta manera, un par de mujeres. Mikka formaba parte del consejo global y era uno de los dirigentes de Marteprimero, uno de los partidos políticos más antiguos de Marte, fundado para oponerse a los términos de la renovación del primer tratado marciano. A Maya le parecía recordar que ella había intervenido en eso. Ahora la política marciana seguía el modelo de los regímenes parlamentarios europeos, es decir, un amplio espectro de pequeños partidos en torno a algunas coaliciones centristas, en este caso Marte Libre, los rojos y los habitantes de Dorsa Brevia, con los que los demás establecían alianzas temporales que favorecieran sus pequeñas causas. En este marco, Marteprimero se había convertido en algo semejante al brazo político de los ecosaboteadores rojos que aún actuaban en las tierras salvajes, una despreciable organización, oportunista y sin escrúpulos, separada de Marte Libre por la ideología y sin embargo incluida en esa supermayoría, sin duda por algún acuerdo secreto. O tal vez por algo más personaclass="underline" Mikka no dejaba a Jackie ni a sol ni a sombra, y la miraba de un modo particular; Maya habría apostado la cabeza a que eran amantes o lo habían sido hasta hacía poco. Además, había oído rumores.

Los discursos hablaban del maravilloso Marte y de que la superpoblación lo destrozaría, a menos que cerraran la puerta a la inmigración terrana, una postura que gozaba de gran aceptación a juzgar por las ovaciones de la multitud, que era profundamente hipócrita, pues muchos de los que aplaudían vivían del turismo terrano y todos eran inmigrantes o hijos de inmigrantes; pero de todas maneras aplaudían. Era un tema provechoso. Sobre todo si se olvidaba el riesgo de guerra, la inmensidad de la Tierra y su supremacía. Desafiarla de aquella manera… Pero a aquella gente le traía sin cuidado la Tierra y tampoco la comprendían. La postura desafiante de Jackie la hacía parecer aún más hermosa y la ovación para ella fue calurosa y prolongada; había mejorado mucho sus torpes discursos durante la segunda revolución.

Cuando los oradores verdes defendieron un Marte abierto, y expusieron los riesgos que entrañaba una política aislacionista, el auditorio respondió con mucho menos entusiasmo: esa posición sonaba a cobardía o a ingenuidad. Antes de llegar a Riberas Vendana le había ofrecido a Maya la oportunidad de hablar que ella había rechazado, y ahora veía que había hecho bien; no les envidiaba a aquellos oradores su impopular posición ante la menguante multitud.