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El canal atravesó las crestas de dragón de Hesperia Dorsa, y conforme se alejaban del ecuador las ciudades fueron haciéndose más austeras, semejantes a las de la ribera del Volga o a los pueblecitos de pescadores de Nueva Inglaterra, pero con nombres como Astapus, Aeria, Uchronia, Apis, Eunostos, Agathadaemon, Kaiko… La ancha banda de agua los llevaba como siguiendo el rumbo marcado por una brújula día tras día, y al fin se hacía difícil recordar que aquél era el único canal, que no había otros que se entrelazaban cubriendo el planeta, como en los mapas del antiguo sueño. Aunque existía otro canal, el Estrecho de Boone, era más corto y su anchura crecía año tras año a medida que las dragas y la corriente oriental lo desgarraban; ya no era un canal, sino más bien un estrecho artificial. El sueño de los canales sólo había cobrado vida allí, y mientras navegaban apaciblemente, sin otra cosa a la vista que las altas riberas, el paisaje tenia un aire romántico y sus disensiones políticas y personales desaparecian.

Paseaba al atardecer bajo los neones de color pastel de las ciudades costeras. En una de ellas, Antaeus, Maya caminaba por el paseo marítimo mirando a los ocupantes de los barcos, jóvenes atractivos que charlaban y bebían ociosamente o cocinaban en braseros sujetos a la borda. En un ancho malecón que se adentraba en el canal había un café al aire libre del que llegaba la voz lastimera de un violín gitano; un impulso la llevó hacia allí, y descubrió a Jackie y Athos sentados a una mesa, con las cabezas casi juntas. Ciertamente Maya no deseaba interrumpir una escena tan prometedora, pero la brusquedad con que se había detenido llamó la atención de Jackie, que la miró sobresaltada. Maya se disponía a alejarse cuando vio que Jackie se levantaba para saludarla.

Otra escena, pensó Maya, con cierto malestar ante la perspectiva. Jackie traía la sonrisa puesta, y Athos, a su lado, lo miraba todo con inocencia; o desconocía la relación entre ambas o tenía un perfecto dominio de su expresión. Maya supuso que se trataba de lo último por la mirada del hombre, demasiado inocente para ser real.

—Este canal es muy hermoso, ¿no crees? —comentó Jackie.

—Una trampa para turistas —respondió Maya—. Pero muy bonita, hay que reconocerlo. Y mantiene a los turistas felizmente agrupados.

—Oh, vamos —dijo Jackie riendo. Tomó a Athos por el brazo—.

¿Dónde está tu espíritu romántico?

—¿Qué espíritu romántico? —dijo Maya, complacida por aquella manifestación pública de afecto. La Jackie de antes jamás lo habría hecho. La desconcertó también descubrir que la joven ya no lo era; había sido una estupidez olvidarlo, pero su noción del tiempo era tan confusa que su cara en el espejo era un continuo sobresalto para ella, cada mañana se levantaba en el siglo equivocado; y ver a Jackie con aire de matrona con Athos colgado de su brazo acentuaba la sensación. ¡Aquélla era la muchachita fresca y peligrosa de Zigoto, la joven diosa de Dorsa Brevia!

—Todo el mundo tiene espíritu romántico —dijo Jackie.

Los años no la habían hecho más sabia. Otra discontinuidad cronologica. Tal vez recibir el tratamiento tan a menudo le había atorado el cerebro. Era curioso que a pesar de un uso tan asiduo del tratamiento siguieran quedando señales de envejecimiento; en ausencia de error en la división celular, ¿de dónde procedía Jackie? No tenía la cara arrugada, y en algunos aspectos se la podía tomar por una mujer de veinticinco años; y la expresión de feliz confianza booneana, que era el único parecido que guardaba con John, parecía tan firme como siempre, resplandeciente como el rótulo de neón del café. No obstante, aparentaba los años que tenía: algo en la mirada, en la manera de moverse a pesar de las manipulaciones médicas.

Una de las muchas auxiliares de Jackie llegó jadeante y llorosa, y le tiró del brazo.

—¡Jackie, lo siento, lo siento, ha muerto, ha muerto…! —repetía entre sollozos, temblorosa.

—¿Quién? —preguntó Jackie con brusquedad.

—Zo —contestó la joven (no tan joven) con desolación.

—¿Zo…?

—Un accidente de vuelo. Cayó al mar. Esto la detendrá, pensó Maya.

—Ya… —dijo Jackie.

—Pero los trajes de pájaro —protestó Athos. También él envejecía—.

¿Es que no…?

—No sé nada más.

—No importa —dijo Jackie, silenciándolos. Más tarde Maya escuchó el relato del accidente de boca de un testigo presencial, y la imagen se le grabó en la mente: las dos mujeres pájaro debatiéndose entre las olas como libélulas mojadas, manteniéndose a flote hasta que una de las gigantescas olas del mar del Norte las estrelló contra la base de un farallón. La corriente espumosa había arrastrado los cadáveres.

Jackie parecía abstraída, lejana, meditabunda. Zo y ella nunca habían estado muy unidas, según había oído Maya, y algunos decían que se odiaban cordialmente. Pero era su hija, y se suponía que uno no debía sobrevivir a los hijos; incluso alguien sin descendencia como Maya lo sentía así. Aunque ellos habían abrogado toda ley, y la biología ya no tenía ningún valor, si Ann hubiese perdido a Peter en la caída del cable, si Nadia y Art perdían alguna vez a Nikki… Incluso la insensata Jackie tenía que sentirlo.

Y así era. Pensaba frenéticamente, tratando de encontrar una salida. Pero no la había, y ella se convertiría en una persona distinta. El envejecimiento no tenía ninguna relación con la edad, ninguna.

—Oh, Jackie —dijo Maya, y tendió la mano. Jackie dio un respingo y Maya retiró la mano—. Lo siento.

Pero justamente cuando más necesitaban ayuda, más extremo era el aislamiento de las personas. Maya lo había aprendido la noche de la desaparición de Hiroko, cuando había tratado de consolar a Michel. No podía hacerse nada.

Maya deseaba abofetear a la llorosa auxiliar, pero se contuvo.

—¿Por qué no acompaña a la señora Boone al barco?

Jackie se mostraba aturdida. El respingo ante Maya había sido instintivo, la incredulidad absorbía toda su energía. Era lo que se podía esperar de cualquier ser humano, y acaso era peor si uno no se había llevado bien con el hijo, peor que si uno los amaba… Ah, Dios.

—Vayan —dijo Maya a la auxiliar, y con una mirada ordenó a Athos que ayudara. El hombre causaría impresión en Jackie, de una manera o de otra. Entre los dos se la llevaron. Seguía teniendo la espalda más hermosa del mundo, y porte de reina. Eso cambiaría cuando la noticia se filtrara en su interior.

Más tarde Maya se encontró en el extremo sudeste de la ciudad iluminada, donde negras bermas de escoria bordeaban la lámina estrellada del canal. Parecía el documento de una vida: brillantes garabatos que se desplazaban hacia un negro horizonte. Estrellas en el cielo y a sus pies. Una pista oscura sobre la que se deslizaban sin ruido.

Regresó al barco y subió por la pasarela tambaleándose. Era angustioso sentirse así por un enemigo, perderlo como consecuencia de un desastre de esa magnitud.

—¿A quién voy a odiar ahora? —le gritó a Michel.

—Bueno… —dijo Michel, sobresaltado, y en un tono tranquilizador añadió—: Seguro que encontrarás a alguien.

Maya soltó una risotada. Michel esbozó una breve sonrisa y luego se encogió de hombros, con expresión grave. Él nunca se había dejado engañar por el tratamiento. Eran cuentos de inmortalidad en carne mortal, insistía siempre. Mostraba un pesimismo categórico, y ahí tenían una nueva prueba.