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—¡Oh, Michel! Esto es vida para mí.

—Es hermoso, ¿verdad?

Y al final del viaje se instalarían en Odessa, ahora una ciudad costera como La puerta del Infierno. Allí podrían salir a navegar cuando quisieran, siempre que hiciera buen tiempo, y la vida sería como ahora, soleada y ventosa. Momentos brillantes, el presente era la unica realidad que de verdad poseían. El futuro era visión, el pasado, una pesadilla, o viceversa, poco importaba, porque sólo en el presente podían sentir el viento y maravillarse ante la cordillera de olas. Maya señaló una colina azul que se deslizaba siguiendo una línea fluctuante e irregular y Michel soltó una carcajada. La observaron con más atención y rieron aún más, hacía años que Maya no sentía con tanta intensidad que se encontraban en un mundo distinto: aquellas olas no se comportaban con normalidad, volaban y se desmoronaban, se elevaban y se ondulaban mucho más de lo que la gélida brisa justificaba; era un espectáculo alienígena. ¡Ah, Marte, Marte!

El mar estaba siempre agitado en Hellas, les dijo un miembro de la tripulación. La ausencia de mareas no influía en el oleaje, pero sí la gravedad y la fuerza del viento. Contemplando la azul llanura encrespada, sus emociones se agitaban de la misma manera. La g de su ánimo era ligera y los vientos soplaban con fuerza en ella. Era una de las primeras marcianas y había estudiado aquella cuenca, había contribuido a llenarla de agua, a construir los puertos y a que los marineros libres navegaran por su mar. Ahora también ella navegaba por ese mar, y eso le bastaría para vivir.

Maya pasaba los días de pie en la proa, cerca del bauprés, aferrada a la barandilla para no perder el equilibrio, fustigada por el viento y la espuma, y Michel se le unía a menudo.

—Es tan agradable haber salido del canal —dijo Maya.

—Sí.

Hablaron de la campaña y Michel meneó la cabeza.

—El movimiento contra la inmigración goza de mucha popularidad.

—¿Crees que los yonsei son racistas?

—Es poco probable, dada nuestra mezcolanza racial. Creo que simplemente son xenófobos. Desdeñan las dificultades que atraviesa la Tierra y tienen miedo de que los invadan. Jackie está articulando un miedo real generalizado, pero no tiene por qué ser racista.

—Y tú eres un buen hombre. Michel resopló.

—Bueno, no soy el único.

—Vamos —dijo Maya; a veces el optimismo de Michel era excesivo—. Sea o no sea racista, apesta. La Tierra está mirando ávidamente el espacio que tenemos, y si les cerramos la puerta en las narices vendrán con un ariete y la echarán abajo. La gente no lo cree posible, pero cuando los terranos estén desesperados traerán a la gente y la dejarán caer aquí, y si tratamos de detenerlos se defenderán y tendremos una guerra, y aquí, no en la Tierra ni en el espacio, sino en Marte. Puede ocurrir, la amenaza se percibe en advertencias de la UN. Pero Jackie no escucha, no le importa. Esta foméntando la xenofobia en pro de sus fines particulares. Michel la miraba fijamente. Se suponía que había dejado de odiar a Jackie, aunque era difícil abandonar semejante hábito. Entonces Maya procuró contrarrestar todo lo que había dicho y olvidar el malevolente politiqueo alucinatorio del Gran Canal. Tratando de convencerse a sí misma añadió:

—Quizá sus motivos sean loables, y sólo quiere lo mejor para Marte. Pero se equivoca y por eso hay que detenerla.

—No es sólo ella.

—Lo sé, lo sé. Tendremos que pensar en una estrategia. Pero mira, prefiero no hablar de ello ahora. A ver si divisamos la isla antes de que lo haga la tripulación.

Dos días después la avistaron, y mientras se aproximaban a Menos Uno la complació ver que no se parecía al Gran Canal. Si bien había pequeñas aldeas pesqueras de casitas encaladas junto al mar, éstas ofrecían un aspecto artesanal, nada tecnificado. Y sobre ellas, en lo alto de los acantilados, crecían bosquecillos de árboles-casa, pequeñas aldeas aéreas. Cooperativas de salvajes y pescadores ocupaban la isla, según los marineros. La tierra aparecía desnuda en los promontorios y cubierta de cosechas que verdeaban en los valles costeros. Ocres colinas de arenisca penetraban en el mar, alternando con caletas arenosas sin más ocupantes que las hierbas de las dunas que el viento azotaba.

—Parece tan vacío —comentó Maya mientras doblaban el cabo norte y descendían por la costa occidental—. La gente ve documentales sobre esta zona en la Tierra. Por eso no nos dejarán cerrar la puerta.

—Sí, pero también es cierto que aquí la población vive muy agrupada. Los habitantes de Dorsa Brevia importaron la costumbre de Creta. La gente vive en los pueblos y sale a trabajar los campos durante el día. Lo que parece vacío es el sostén de esas pequeñas comunidades.

La isla no tenía puerto y el navio entró en una bahía poco profunda dominada por una aldea de pescadores y echó el ancla, perfectamente visible sobre el fondo arenoso diez metros más abajo. El bote que los llevaba a tierra pasó entre grandes balandras de pesca fondeadas cerca de la playa.

Mas alla de la aldea, casi desierta, un serpenteante cauce seco subia a las colinas. El cauce se interrumpía en un cañón del que partía un sendero que zigzagueaba hasta la cima de la meseta. En aquel rugoso páramo rodeado de mar hacía mucho tiempo habían plantado arboledas de grandes robles, cuyos troncos aparecían ahora festoneados de escaleras que llevaban a las pequeñas estancias acurrucadas en las ramas altas. Esos árboles-casa le recordaron a Zigoto, y no le sorprendió enterarse de que entre los ciudadanos prominentes de la isla se contaban varios ectógenos de la colonia (Rachel, Tiu, Simud, Emily) y que habían participado en la creación de una forma de vida de la que Hiroko se habría sentido orgullosa. Consecuentemente se rumoreaba que los isleños ocultaban a Hiroko y los suyos en alguno de los robledales más remotos, lo que les permitía vagabundear sin temor a ser descubiertos. Mirando alrededor, Maya pensó que era posible. Pero poco importaba: si Hiroko estaba determinada a permanecer oculta, como era de esperar si estaba viva, no valía la pena preocuparse por saber dónde. Por qué eso tenía que preocupar a alguien era algo que se le escapaba a Maya, lo cual no era nuevo; todo lo referente a Hiroko siempre la había desconcertado.

El extremo septentrional de Menos Uno era menos accidentado que el resto, y mientras bajaban hacia esa planicie divisaron los edificios allí concentrados. Estaban dedicados a las olimpiadas isleñas y les habían dado un deliberado aire griego: estadio, anfiteatro, un bosque sagrado de altas secoyas y, sobre un promontorio que miraba al mar, un pequeño templo sostenido por pilares de un material semejante al mármol, tal vez alabastro o sal recubierta de diamante. En las colinas se levantaban campamentos provisionales de yurts. Varios miles de personas pululaban por ese escenario, al parecer buena parte de la población de la isla más los visitantes de la cuenca de Hellas… los juegos seguían siendo un acontecimiento inseparable de Hellas. Por eso les sorprendió encontrar a Sax en el estadio, colaborando en las mediciones de las pruebas de lanzamiento. Los abrazó, tan difuso como siempre.

—Annarita lanza el disco hoy. Estará bien —comentó.

Y en aquella tarde agradable Maya y Michel se unieron a Sax y se olvidaron de todo excepto del día que estaban viviendo. Permanecieron en el campo y se acercaron cuanto quisieron a los participantes. El salto de pértiga era la prueba favorita de Maya, pues ilustraba mejor que cualquier otra las posibilidades que ofrecía la gravedad marciana. Aunque era evidente que se necesitaba un gran dominio técnico para aprovecharla: una carrera elástica y precisa, la colocación exacta del extremo de la larga pértiga, el salto, el impulso con los pies apuntando al cielo; luego el vuelo sobre la pértiga flexionada, arriba, arriba, el limpio cabeza abajo, y la larga caida sobre una almohadilla de aerogel. El récord marciano estaba en catorce metros y el joven que se disponía a saltar intentaba los quince, pero fracasó. Cuando el joven se levanto de la colchoneta Maya se fijó en lo alto que era, con unos hombros y brazos poderosos, aunque el resto de su cuerpo era casi escuálido.