Ocurría lo mismo en las demás pruebas: todos eran altos, delgados y musculosos… La nueva especie, pensó Maya sintiéndose pequeña, débil y vieja. Homo martial. Afortunadamente tenía un buen esqueleto y seguía conservando su porte, pues de otro modo la habría avergonzado caminar entre aquellas criaturas. De pie, ajena a su propia gracia desafiante, miró a la lanzadora de la que les había hablado Sax girar sobre sí misma con una progresiva aceleración que proyectó el disco como una máquina de tiro al plato.
—¡Ciento ochenta metros! —exclamó Michel—. ¡Vaya marca!
Y en efecto la mujer parecía complacida. Los deportistas, después del esfuerzo, paseaban intentando relajarse, haciendo estiramientos musculares o bromeando entre ellos. No había jueces ni tabla de puntuación, sólo algunos colaboradores como Sax. La gente procuraba asistir a todas las pruebas. Las carreras empezaban con un disparo, los tiempos se tomaban manualmente y se anotaban en una pantalla. Los lanzadores de peso también en Marte parecían pesados y torpes. Las jabalinas volaban hasta el infinito. En el salto de altura, para sorpresa de Maya y Michel, no se sobrepasaban los cuatro metros, y en el de longitud se alcanzaban los veinte, un espectáculo asombroso en el que los atletas agitaban los miembros durante un largo salto que duraba cuatro o cinco segundos.
Al caer la tarde llegaban las pruebas de velocidad, que como todas las demás eran mixtas.
—Me pregunto si el dimorfismo sexual se ha reducido en esta gente —comentó Michel mientras miraba a un grupo haciendo ejercicios de calentamiento—. La determinación de la vida en razón del sexo no existe para ellos: hacen el mismo trabajo, las mujeres sólo tienen un hijo, o ninguno, hacen los mismos deportes, trabajan los mismos músculos…
Maya creía firmemente en la realidad de la nueva especie, pero ante esa perspectiva bufó:
—Entonces ¿por qué siempre miras a las mujeres? Michel sonrió.
—Oh, yo sí veo la diferencia, pero pertenezco a la vieja especie. Sólo me pregunto si ellos la ven.
Maya soltó una carcajada.
—Vamos, Michel, mira allí y allí —Señaló.— Proporciones, caras…
—Sí, sí. Pero aún así no son como la Bardot y Atlas, si entiendes lo que quiero decir.
—Te entiendo. Esta gente es más hermosa.
Michel asintió. Había sucedido lo que él venía diciendo desde el principio, pensó Maya: en Marte finalmente serían como pequeños dioses y diosas y vivirían la vida con un gozo sagrado. No obstante el sexo seguía siendo discernible a primera vista. Claro que tal vez fuera porque ella también pertenecía a la vieja especie. Aquel corredor… Oh, era una mujer, pero de piernas cortas y musculosas, caderas estrechas, pecho plano. ¿Y aquella otra? No, era un hombre. Un saltador de altura, grácil como un bailarín, aunque al parecer tenían problemas, Sax murmuró algo sobre plantas. En fin, aunque algunos fueran un poco andróginos, era posible reconocer a la mayoría casi de inmediato.
—¿Lo ves? —preguntó Michel.
—Más o menos. Aunque dudo que esos jovencitos lo vean del mismo modo. Si han acabado con el patriarcado, necesariamente tiene que haberse instaurado un nuevo equilibrio social entre ambos sexos…
—Eso mismo dirían los dorsa brevianos.
—Por ello pienso a veces si no será eso lo que hace problemática la inmigración terrana, no las cifras, sino el hecho de que los recién llegados de la Tierra procedan de culturas más antiguas. Es como si salieran de una máquina del tiempo directamente de la Edad Media y de golpe se encontraran con estos enormes minoicos, hombres y mujeres apenas distintos…
—Además de un nuevo inconsciente colectivo.
—Supongo que sí. Y como no pueden hacer frente a eso, se apiñan en guetos de inmigrantes, o fundan nuevas ciudades, y mantienen sus tradiciones y sus vínculos con el hogar, y odian lo marciano, y toda la xenofobia y la misoginia de esas viejas culturas brota aquí de nuevo, tanto contra sus mujeres como contra las muchachas nativas. —Había oído de incidentes en Sheffield y por toda Tharsis Este. En ocasiones las mujeres nativas sacudían a unos sorprendidos agresores inmigrantes, en otras sucedía lo contrario.— Y a los nativos no les agrada. Es como si permitieran la presencia de monstruos entre ellos.
Michel sonrió.
—Las culturas terranas son neuróticas hasta la médula, y cuando se enfrentan a la cordura, se vuelven aún mas neuróticas, y los cuerdos no saben qué hacer. Y por eso presionan para detener la inmigración.
Michel se había distraído con una nueva prueba. Las carreras eran rápidas, pero ni la mitad de veloces que en la Tierra apesar de la diferencia de gravedad. Tenían el mismo problema que los saltadores de altura, pero durante toda la carrera: los corredores salían con tal aceleración que tenían que reducirla para no rebotar excesivamente en la pista. En los sprints trataban de no inclinarse hacia adelante, como si intentaran evitar caer de bruces, mientras las piernas los impulsaban con fuerza. En las pruebas más largas, al acercarse a la meta empezaban a bracear como si nadaran, con zancadas cada vez más largas, y al final parecían saltar como canguros de una sola pierna. Maya se acordó de Peter y Jackie, los dos velocistas de Zigoto, corriendo por la plava bajo la cúpula polar; sin consejo de nadie habían desarrollado un estilo similar.
En las carreras de fondo se empleaba lo que en la Colina Subterránea llamaban la zancada marciana, que ahora que no llevaban trajes era como volar. Una joven marcó el ritmo durante toda la carrera de diez mil metros y le quedaron fuerzas suficientes para acelerar al final, de manera que salvó los últimos metros con saltos de gacela, sacando una vuelta de ventaja a los demás corredores, que parecían avanzar dificultosamente mientras ella pasaba volando junto a ellos. Fue un espectáculo encantador y Maya gritó hasta enronquecer. Se aferró al brazo de Michel, mareada, riendo con los ojos llenos de lágrimas; ¡era tan extraño y maravilloso contemplar a aquellas criaturas, ignorantes de su gracia!
Le gustaba que las mujeres superasen a los hombres, aunque ellas no parecían darle importancia. Las mujeres dominaban ligeramente en las pruebas de fondo y obstáculos, los hombres en las carreras cortas. Sax les explicó que la testosterona proporcionaba fuerza, pero con el tiempo provocaba calambres, lo cual mermaba sus posibilidades en distancias largas. Uno podía explicarlo como quisiera, pero lo que en realidad contaba era la técnica.
Al final de la jornada los atletas formaron un pasillo de acceso al estadio, y al poco un corredor solitario apareció por el sendero y entró en el estadio aclamado por la multitud. ¡Era Nirgal! Maya se juntó al clamor general con la garganta dolorida.
Los corredores de cross habían salido del extremo meridional de Menos Uno aquella mañana, descalzos y desnudos. Habían recorrido más de cien kilómetros sobre las ásperas ondulaciones de los paramos centrales de la isla, un diabólico entramado de barrancos, grábenes, hoyos de pingos, dolinas, escarpes y desprendimientos de rocas, aunque ninguno insalvable. Había numerosas rutas posibles, lo que convertía la carrera en una prueba de orientación tanto como de resistencia. Una dura empresa, y llegar corriendo a la meta a las cuatro de la tarde como lo hacía Nirgal era una hazaña. El siguiente corredor no llegaría hasta después de la puesta de sol, decían. Polvoriento y exhausto, como un refugiado de algún desastre, Nirgal dio una vuelta de honor al estadio y luego se puso unos pantalones de deporte, inclinó la cabeza para recibir la corona de laurel y aceptó mil abrazos.