Por el oeste, la accidentada cresta de los Hellespontus Mons asomó sobre las olas, lejana, un semblante muy diferente del que mostraba la pendiente norte. Así pues, estaban cerca. Maya trepó aun más arriba y, en efecto, en la pendiente norte divisó los parques y edificios de la parte alta de la ciudad, verde y blanco, turquesa y terracota. Y luego el enorme anfiteatro que abrazaba el Puerto, del cual apareció en el horizonte primero el blanco faro, después la estatua de Arkadi, el rompeolas, los mil mástiles del embarcadero y finalmente el revoltijo de tejados y árboles detrás del hormigón manchado del rompeolas de la cornisa. Odessa.
Se descolgó por las drizas como un avezado marinero, gozosa del embate del viento, y abrazó riendo a los desconcertados tripulantes, y después a Michel. Entraron en el puerto y las velas se replegaron en los mástiles como caracoles en su concha. Bajaron la pasarela, recorrieron el embarcadero y entraron en el parque de la cornisa. El tranvía azul aún pasaba por la calle de detrás del parque con su resonante estrépito.
Maya y Michel bajaron por la cornisa tomados de la mano, mirando los vendedores ambulantes de comida y los pequeños cafés al aire libre del otro lado de la calle. Los nombres parecían nuevos, pero todo conservaba sin embargo el aspecto de antes y las terrazas de la ciudad, que subían desde el paseo marítimo, no diferían de las que recordaban.
—Allí está el Odeón, allí el Toba…
—Ahí estaban las oficinas de Aguas Profundas. Me pregunto qué habrá sido de mis compañeros de la empresa.
—Me parece que mantener el nivel del mar estable tiene ocupados a un buen número de ellos. Siempre hay trabajo hidrológico.
—Es verdad.
Al fin llegaron al viejo edificio de apartamentos de Praxis: las paredes estaban ahora casi cubiertas por la hiedra, el estuco había perdido su blancura y el azul de las persianas estaba descolorido. Necesitaba algunas reformas, como comentó Michel, pero a Maya le gustaba así, viejo. En el tercer piso divisaron la ventana de su antigua cocina y el balcón, y el de Spencer al lado. Spencer seguramente los esperaba dentro.
Y franquearon el portón y saludaron al nuevo conserje. Spencer los esperaba dentro, en cierto modo: había muerto aquella tarde.
No alcanzaba a comprender por qué le había afectado tanto. Hacía años que Maya no veía a Spencer Jackson; ni siquiera cuando eran vecinos lo había tratado demasiado, apenas lo conocía. Nadie lo conocía en realidad. Spencer era el miembro más enigmático del grupo de los Primeros Cien, lo que no era decir poco, y extremadamente reservado. Había vivido durante casi veinte años en el mundo de superficie bajo una identidad falsa, como espía al servicio de la Gestapo de las fuerzas de seguridad de Kasei Vallis, hasta la noche en que habían volado la ciudad para rescatar a Sax, y de paso a Spencer. Veinte años viviendo como una persona distinta, con un pasado falso y sin poder hablar con nadie; ¿qué efectos tenía eso sobre uno? Spencer siempre había sido introvertido, independiente, y tal vez por eso no había sufrido menoscabo. Parecía estar bien durante los años que vivieron en Odessa; seguía una terapia con Michel, naturalmente, y bebía demasiado, pero era un buen vecino y amigo, tranquilo, sólido, de fiar. Y nunca había dejado de trabajar; su producción para los diseñadores bogdanovistas nunca flaqueó, ni cuando llevaba una doble vida ni después. Era un gran ingeniero y sus dibujos a pluma eran hermosos. Pero ¿cuáles eran las consecuencias de veinte años de duplicidad? Tal vez había acabado asumiendo todas sus identidades. Maya nunca se había parado a pensar en aquello, y empacando las cosas de Spencer en su apartamento vacío se preguntó por qué ni siquiera lo había intentado. Tal vez él había escogido una manera de vivir que no despertaba la curiosidad de nadie, un extraño solitario. Se echó a llorar y le gritó a Micheclass="underline"
—¡Tenías que preocuparte de todos!
Él sólo inclinó la cabeza. Spencer había sido uno de sus mejores amigos.
En los días que siguieron un sorprendente número de personas se congregó en Odessa para el funeral. Sax, Nadia, Mijail, Zeyk y Nazik, Roald, Coyote, Mary, Vlad, Marina, Ursula, Jurgen y Sibilla, Steve y Marión, George y Edvard, Samantha… en verdad parecía una convención de los Primeros Cien restantes y sus colegas issei. Y Maya recorrió con la mirada los rostros familiares y comprendió con desaliento que se reunirían con un motivo semejante muchas veces a partir de entonces, y cada vez sería menos en aquella partida final de las sillas musicales, hasta que un día uno de ellos recibiría una llamada y descubriría que era el último. Un destino terrible que Maya no esperaba tener que soportar; moriría antes, seguro. El declive súbito la atraparía, alguna otra cosa. Haría lo que fuera con tal de escapar al destino, hasta arrojarse delante del tranvía si era preciso. Bueno, casi cualquier cosa. Arrojarse bajo el tranvía sería un acto tan cobarde como valiente. Confiaba en morir antes de tener que llegar a eso. Pero no debía temer, la muerte acudiría a la cita sin falta, y sin duda mucho antes de lo que ella deseaba. Tal vez ser el último de los Primeros Cien no fuera tan malo después de todo. Nuevos amigos, una nueva vida… ¿no era eso lo que andaba buscando? ¿No eran aquellas caras un estorbo para ella?
Asistió al corto servicio y los rápidos elogios con ánimo sombrío. Quienes hablaban parecían perplejos. Un nutrido grupo de ingenieros se desplazó desde Da Vinci, colegas de Spencer de sus años de diseño. Le sorprendía que tanta gente lo hubiera apreciado, que una persona que pasaba tan inadvertida provocara una respuesta como aquélla. Quizá todos se habían proyectado en su vacío y habían creado un Spencer propio, y lo habían amado como a una parte de sí mismos. Pero eso lo hacía todo el mundo, eso era la vida.
Ahora él se había ido. Bajaron al puerto y los ingenieros soltaron un globo de helio que al alcanzar los cien metros dejó caer las cenizas de Spencer, que se unieron a la neblina, al azul del cielo, al latón del crepúsculo.
Con el paso de los días los congregados fueron dispersándose lentamente y Maya vagó sin rumbo por Odessa: husmeaba en las tiendas de muebles usados, se sentaba en los bancos de la cornisa, contemplaba el espejeo del sol en el agua. Era muy agradable volver a estar allí, pero sentía el frío de la muerte de Spencer más de lo previsto. Le recordaba que regresando allí e instalándose en el viejo edificio intentaban lo imposible, volver atrás, negar el paso del tiempo. Un empeño vano; todo pasaba, todo lo que hacían lo hacían por ultima vez. Los hábitos eran mentiras que los arrullaban con la sensación de que había algo que perduraba, cuando en realidad nada perduraba. Ésa era la última vez que se sentaría en aquel banco. Si al día siguiente bajaba a la cornisa y volvía a sentarse en él, sería de nuevo la última vez y nada quedaría de ese momento. Un instante final detrás de otro, en una sucesión infinita. No alcanzaba a comprenderlo, las palabras no podían describirlo ni las ideas articularlo, pero lo sentía como el filo de una ola que la empujaba siempre adelante, o como un viento constante en su mente que arrastraba velozmente los pensamientos impidiéndole pensar, impidiéndole sentir. Por las noches, tendida en la cama, se decía: «Esta es la última vez», y se aferraba a Michel como si así pudiera evitar que ocurriera. Incluso Michel, incluso el pequeño mundo dual que habían construido…