Durante una de esas solitarias cenas crepusculares de Maya una compañía teatral puso en escena El círculo de tiza caucasiano en un callejón contiguo, y algo en la iluminación de la obra la obligó a mirar por entre las rendijas de las tablas. Apenas pudo seguir la trama, pero algunos momentos la impresionaron por su fuerza, sobre todo los apagones durante los cuales se suponía que la acción se detenía, con los actores inmóviles sobre el escenario en la luz pálida, y que sólo necesitaban un toque de azul para ser perfectos, pensó.
Después la compañía fue a cenar al restaurante y Maya conversó con la directora, una nativa de mediana edad llamada Latrobe, que se mostró muy interesada en conocerla y discutió con ella acerca de la obra y las teorías de Brecht sobre el teatro político. Latrobe resultó ser una pro terrana. Quería poner en escena obras que hablaran en favor de un Marte abierto y de la asimilación de los inmigrantes en la areofanía. Era aterrador, dijo, el escaso número de piezas del repertorio clásico que fomentaban esos sentimientos. Necesitaban nuevas obras. Maya le habló de las veladas políticas de Diana en los tiempos de la UNTA, celebradas a veces en los parques, y también de su idea de que a la producción de aquella noche le faltaba luz azul. Latrobe invitó a Maya a visitarlos, hablarles de política y ayudarlos con la iluminación si lo deseaba, el punto débil de la compañía, que había nacido en los mismos parques donde Diana y su grupo se reunían. Tal vez podrían volver a hacer teatro al aire libre y representar más a Brecht.
Y Maya los visitó, y con el tiempo, sin decidirlo conscientemente, se convirtió en uno de los luminotécnicos, aunque también ayudaba con el vestuario, que era moda de otra clase. Les habló largamente sobre el concepto de teatro político y los ayudó a encontrar nuevas obras. Se convirtió en una especie de asesor político-estético. Pero se negaba en redondo a subir al escenario, aunque Michel y Nadia, además de la compañía, insistieron.
—No —dijo ella—. No me apetece. Si lo hiciera acto seguido me pedirian que interpretara el papel de Maya Toitovna en esa obra sobre John.
—Es una ópera —dijo Michel—. Tendrías que ser soprano.
—Da lo mismo.
No deseaba actuar, la vida cotidiana ya era suficiente, pero disfrutaba del mundo del teatro. Representaba una nueva manera de llegar a la gente y cambiar sus valores, menos agotadora que la aproximación directa de la política, más entretenida, y tal vez en cierto modo más efectiva, porque el teatro tenía fuerza en Odessa. El cine era un arte muerto, la incesante sobresaturación de imágenes había acabado por hacer todas las imágenes igualmente tediosas. Lo que parecía gustar a los ciudadanos de Odessa era la inmediatez y el riesgo de la representación espontánea, el momento que nunca volvería, que nunca se repetiría. El teatro era el espectáculo más saludable de la ciudad, y podía decirse lo mismo de muchas otras ciudades marcianas.
Con los años, la compañía de Odessa montó varias piezas de contenido político, incluyendo todas las del sudafricano Athol Fugard, obras corrosivas y apasionadas que analizaban los prejuicios institucionalizados, la xenofobia del alma, las mejores piezas teatrales en lengua inglesa desde Shakespeare en opinión de Maya. Además la compañía jugó un papel fundamental en el descubrimiento y el lanzamiento a la fama de media docena de jóvenes autores nativos tan feroces como Fugard, conocidos más tarde como el Grupo de Odessa, que en sus creaciones exploraban los acuciantes problemas de los nuevos issei y nisei y su dolorosa integración en la areofanía: un millón de pequeños Romeos y Julietas, un millón de pequeños lazos de sangre rotos o anudados. Aquello se convirtió para Maya en la mejor ventana al mundo contemporáneo y en su manera de relacionarse con él, de formularlo, un método muy satisfactorio pues muchas de las obras daban mucho que hablar e incluso despertaban las iras de algunos, ya que atacaban al gobierno antiinmigracionista aún en el poder en Mángala. Era otra clase de política, la más satisfactoria que había practicado, y muchas veces ansiaba hablar con Frank para mostrarle cómo era aquello.
Durante esos mismos años, Latrobe montó algunas versiones vibrantes de los clásicos, que atraparon a Maya por su intensidad. Pero las que la conmovían más profundamente, eran las viejas tragedias terranas, y cuanto más trágicas, mejor. La catarsis tal como la describía Aristóteles parecía sentarle bien: salía de una buena representación conmovida, purificada, en cierto modo más feliz. Una noche se dio cuenta de que eran el sustituto de sus peleas con Michel, como él habría dicho, una sublimación, más benévola para él y más digna, más noble. Y estaba además la conexión con los antiguos griegos, que estaba llevándose a cabo de múltiples maneras por toda la cuenca de Hellas, en las ciudades y en las comunidades salvajes, un neoclasicismo que Maya creía beneficioso para todos, ya que confrontaba y trataba de estar a la altura de la gran honestidad de los griegos, de la mirada impávida con que observaban la realidad. La Orestíada, Antigona, Electro, Medea, Agamenón (que debería haberse llamado Clitemnestrá), aquellas increíbles mujeres que se rebelaban con amargo poder contra los extraños destinos que los hombres les imponían y devolvían el golpe, como cuando Clitemnestrá asesinaba a Agamenón y Casandra y explicaba cómo lo había hecho, y finalmente miraba al auditorio, a Maya:
¡Basta de desgracias! No provoquemos más. Nuestras manos están rojas.
Regresad a vuestras casas y no tentéis al destino, no sea que sufráis más. Hemos hecho lo que debía hacerse.
Hemos hecho lo que debía hacerse. ¡Era tan cierto, tan cierto! Amaba la verdad del teatro y su música triste, los trenos, los tangos gitanos, Prometeo encadenado, incluso las obras jacobinas revanchistas, cuanto más oscuras, mejores, más verdaderas. Ella fue la encargada de la iluminación de Tito Andrónico y la gente salió asqueada, sobrecogida de la representación; se quejaban de que era un mero baño de sangre, y por Dios que había usado los rojos: durante la escena en que Lavinia, sin manos y sin lengua, trataba de indicar quién le había hecho aquello, o se arrodillaba para tomar la mano cortada de Tito entre los dientes, como un perro, el público se había quedado paralizado. Nadie podía decir que Shakespeare no tenía sentido de la escenografía, con baños de sangre o sin ellos, y cada nueva obra era más intensa, más electrizante, tenebrosa y veraz a pesar de la edad avanzada del autor. Maya había salido de una desgarradora e inspirada representación de Rey Lear llena de júbilo y energía y riendo, y había zarandeado a un joven del equipo de iluminación y le había dicho:
—¿No ha sido extraordinaria, magnífica?
—Ka Maya; pero yo habría preferido la versión de la restauración, ésa en la que Cordelia se salva y se casa con Edgar, ¿la conoces?