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Es cierto. Nirgal no sabía qué más decir.

En la alfombra ella escribió: Jackie Boone se fue a la luna.

Cuando te paras a pensarlo es una perspectiva estremecedora. La humanidad diseminándose por la galaxia. Estrella tras estrella, siempre más lejos. Es nuestro destino. Es lo que debemos hacer. Incluso se rumorea que Hiroko anda por ahí, que ella y su grupo partieron en una de las primeras naves estelares, la que se dirigía a la estrella de Barnard, para empezar en un nuevo mundo, para encontrar la viriditas.

Es tan verosímil como las otras historias, dijo Nirgal. Y era cierto; podía imaginar a Hiroko partiendo de nuevo, uniéndose a la diaspora de la humanidad por las estrellas, colonizando los planetas y luego adelante. Un paso fuera de la cuna, el fin de la prehistoria.

Nirgal contempló su perfil mientras ella dibujaba en la alfombra. Sería la última vez que la vería. Para ambos era como si el otro fuera a morir y podía decirse lo mismo de muchas de las parejas que se encontraban silenciosas en la habitación.

Como los Primeros Cien. Por eso habían sido tan extraños: habían abandonado a los que conocían y se habían embarcado con noventa y nueve desconocidos. Algunos eran famosos científicos, todos tenían padres, presumiblemente, pero ninguno tenía hijos, ni cónyuges excepto los integrantes de las seis parejas casadas. Personas solteras y sin hijos, de mediana edad, deseosos de empezar de nuevo. Eso eran ellos. Y eso era Jackie ahora: sin hijos, sola.

Nirgal volvió a mirarla: sonrojada, el cabello negro resplandeciendo. Ella lo miró brevemente y volvió a bajar la vista. Dondequiera que vaya, allí estaré, escribió.

Volvió a mirarlo. ¿Qué crees que nos pasó?, preguntó. No lo sé.

Miraron pensativamente la alfombra. En la cámara del cable, un ascensor levitaba lentamente. La cabina se enganchó a él y una cinta transportadora serpenteó y se acopló a su pared exterior.

No te vayas, quería decirle. No te vayas. No abandones este mundo para siempre. No me abandones. ¿Recuerdas que los sufíes nos casaron?

¿Recuerdas que una vez hicimos el amor al calor de un volcán? ¿Te acuerdas de Zigoto?

Pero no dijo nada. Ella recordaba. No lo sé.

Nirgal alargó la mano y borró el último verbo. Con el índice escribió en su lugar estaremos.

Jackie esbozó una sonrisa melancólica. Contra todos aquellos años, ¿qué podía una palabra?

Los altavoces anunciaron que el ascensor partiría en breve. La gente se levantó, hablando agitadamente. Nirgal se encontró de pie frente a Jackie, que lo miraba, y la abrazó. Tenía su cuerpo entre sus brazos, real como una roca, y su pelo le cosquilleaba en la nariz. Aspiró su fragancia y contuvo el aliento. Luego la soltó. Ella se alejó sin una palabra. A la entrada de la cinta transportadora miró atrás otra vez, y luego desapareció.

Más tarde Nirgal recibió un mensaje procedente del espacio exterior. Dondequiera que vaya, allí estaremos. No era cierto, pero le hacia sentirse mejor. Eso podían conseguir las palabras. Muy bien, se dijo mientras continuaba su vagabundeo incesante por el planeta, en vuelo hacia Aldebarán.

La isla polar norteña había sido quizás el paisaje marciano que más deformaciones había sufrido. Al menos eso era lo que Sax había oído, y caminando por el acantilado que flanqueaba el río Chasma Borealis comprendía a qué se referían. Aproximadamente la mitad del casquete polar se había fundido y las inmensas murallas de hielo de Chasma Borealis habían desaparecido a consecuencia de un deshielo que Marte no conocía desde mediados del período hespérico, y en la primavera y el verano esas aguas habían corrido impetuosas sobre la arena estratificada y el loess desgarrándolos con violencia. Los declives del terreno se habían convertido en profundos cañones de paredes arenosas orientados hacia el mar del Norte que encauzaron las aguas de los subsiguientes deshielos primaverales, modificándose rápidamente a medida que las pendientes se colapsaban y los desprendimientos de tierra creaban lagos de corta vida que desaparecían a su vez cuando la corriente se llevaba los diques, dejando sólo terrazas colgadas y deslizaderos.

Contemplando uno de éstos, Sax calculó cuánta agua debía de haberse acumulado en el lago antes de que el dique cediera. No era aconsejable acercarse demasiado al borde, por la extrema inestabilidad de las paredes de los nuevos cañones. La vida vegetal era escasa, aquí y allá una franja pálida de liquen en la cual la vista descansaba de los tonos minerales. El río Borealis era una corriente ancha y poco profunda de aguas glaciares lechosas y revueltas, unos ciento ochenta metros más abajo. Los tributarios cortaban valles colgantes menos profundos y desaguaban en opacas cascadas, como si se derramara pintura poco densa.

Sobre los cañones, en lo que había sido el suelo de Chasma Borealis las corrientes tributarias habían grabado en la meseta un flujo semejante a las nervaduras de una hoja. Antaño aquél habia sido terreno laminado cuyas curvas de nivel parecían ingeniosamente talladas en el paisaje, y los cortes de las corrientes revelaban que las láminas descendían hasta una gran profundidad.

Estaban casi a mitad del verano, y el sol permanecía en el cielo todo el día. En el norte, las nubes vertían su carga sobre el hielo cuando el sol estaba en su punto más bajo, el equivalente a media tarde esas nubes derivaban hacia el sur, hacia el mar, formando densas nieblas broncíneas, purpúreas, lilas o de algún otro color intenso y sutil. Una delgada capa de flores de fellfield adornaba la meseta y Sax se acordó del glaciar Arena, el primer paisaje que había captado su interés, mucho antes de su incidente. Aunque lo recordaba con dificultad, ese primer encuentro se le había grabado como ciertas imágenes de la infancia. Grandes bosques cubrían las regiones templadas, donde las gigantescas secoyas sombreaban un sotobosque de pinos. Había acantilados espectaculares, hogar de grandes bandadas de aves de voces chillonas, cráteres que albergaban junglas de todo tipo, y en invierno, las interminables llanuras de nieve sastrugi. Había escarpes que parecían mundos verticales, vastos desiertos de inestables arenas rojas, pendientes volcánicas de escoria ennegrecida, gran diversidad de biomas, grandes y pequeños; pero para Sax la roca desnuda era el mejor biopaisaje.

Caminaba sobre las rocas. Su pequeño coche lo seguía como podía, cruzando los tributarios del Borealis río arriba por los vados. Aunque apenas se distinguía si uno se encontraba a más de diez metros de distancia, la floración estival mostraba un rico colorido, a su manera tan espectacular como el de una pluviselva. El suelo creado por generaciones de esas plantas era extremadamente delgado y ganaría grosor con lentitud. Y aumentarlo era complicado: el suelo que se esparcía en los cañones acababa en el mar del Norte, arrastrado por el viento, y los inviernos eran tan crudos sobre el terreno laminado que el suelo se convertía en parte del permafrost. Por eso dejaban que los fellfields siguieran su lento curso hacia la tundra y reservaban el suelo para zonas mas prometedoras en el sur, lo que no le parecía mal a Sax, porque dejaba un paisaje que muchos podrían disfrutar en los siglos venideros, el primer areobioma, desnudo y extraterrestre.

Avanzando con dificultad sobre las piedras, alerta para no pisar ninguna planta, Sax se desvió hacia el coche, ahora fuera de su campo de visión, hacia la derecha. El sol estaba a la misma altura que durante el resto del día, y lejos del angosto y profundo nuevo Chasma Borealis, que nacía en la base del antiguo, era difícil orientarse; el norte podía estar en cualquier punto del arco de 180 grados «a su espalda». Y no era conveniente acercarse al mar del Norte, en algún punto delante de él, porque los osos polares medraban bien en ese litoral gracias a las colonias de focas.