—Cierto —dijo Michel; por alguna razón, reía—. Deberíamos ir allá a ver, ¿eh?
Cuando terminaron de comer los espagueti, Sax dijo:
—Quiero salir al campo. Comprobar si ya hay algún efecto visible de la desaparición de los espejos.
—Ya has visto uno. Esa disminución de la luz cuando estábamos en el borde… —dijo Michel, y se estremeció.
—Sí, pero eso sólo acrecienta mi curiosidad.
—Bueno… nosotros vigilaremos la fortaleza en tu ausencia.
Como si uno tuviera que ocupar físicamente un espacio dado para estar presente.
—El cerebelo nunca se da por vencido —dijo Sax. Michel sonrió.
—Y ésa es la razón de que quieras salir y verlo. Sax puso una expresión ceñuda.
Antes de partir, llamó a Ann.
—¿Te gustaría… te gustaría acompañarme en un viaje a Tharsis Sur, para… para examinar el límite superior de la areobiosfera… juntos?
Ella se sobresaltó. Su cabeza se movía asintiendo mientras pensaba, la respuesta del cerebelo, que se anticipaba seis o siete segundos a la respuesta verbal consciente.
—No. —Y cortó la conexión, con una expresión casi de miedo.
Sax se encogió de hombros. Se sentía mal. Había descubierto que uno de los motivos por los que salía al campo era el deseo de llevar a Ann y mostrarle los primeros biomas rocosos de los fellfields. Mostrarle qué hermosos eran. Hablar con ella. Algo por el estilo. Su imagen mental de lo que le diría si conseguía que lo acompañara era borrosa en el mejor de los casos. Simplemente quería mostrárselos. Obligarla a mirarlos.
Bien, no se podía obligar a nadie a ver las cosas.
Fue a despedirse de Michel. El trabajo de éste consistía en forzar a la gente a ver cosas. Ésa era, sin duda, la causa de su frustración cuando hablaba de Ann. Ella había sido paciente suya durante más de un siglo y no sólo no había cambiado, sino que tampoco le había contado gran cosa de sí misma. A Sax le parecía gracioso, aunque era evidente que eso afligía a Michel, porque la quería, como amaba al resto de sus viejos amigos y pacientes, incluyendo a Sax. Formaba parte de la naturaleza de la responsabilidad profesional, en opinión de Micheclass="underline" enamorarse de los objetos de «estudio científico». Los astrónomos aman las estrellas. Bueno, vaya uno a saber.
Sax alargó la mano y aferró el brazo de Michel, que sonrió feliz ante ese gesto tan impropio de Sax, ese «cambio de mentalidad». Amor, sí; y especialmente cuando el objeto de estudio eran mujeres conocidas desde hacía años, estudiadas con la intensidad de la ciencia pura… Sí, había sentimiento. Una profunda intimidad tanto si cooperaban en el estudio como si no. De hecho, tal vez resultaban más seductoras si no lo hacían, si se negaban a responder. Al fin y al cabo, si Michel quería respuestas a las preguntas, respuestas con gran profusión de detalles, incluso cuando no los pedía, siempre tenía a Maya, la humana en demasía, que obligaba a Michel a una dura carrera de obstáculos a través del sistema límbico, que incluía convertirse en blanco de proyectiles diversos, si lo que contaba Stephen era cierto. Después de esa clase de simbolismo, el silencio de Ann resultaba encantador.
—Ve con cuidado —dijo Michel, el científico feliz, ante uno de sus objetos de estudio, al que amaba como a un hermano.
Sax partió solo. Bajó la desnuda y abrupta pendiente sur de Pavonis Mons y luego franqueó el desfiladero entre Pavonis y Arsia. Contorneó el gran cono de Arsia Mons por su árido flanco oriental y luego descendió por el flanco meridional de Arsia y de la Protuberancia de Tharsis, y al fin alcanzó las accidentadas tierras altas de Daedalia Planitia. Esa llanura era el único vestigio de una antiquísima y gigantesca cuenca de impacto; el levantamiento de Tharsis, la lava de Arsia y los vientos incesantes la habían borrado casi por completo, y ahora todo lo que quedaba de ella era una colección de observaciones y deducciones de los areólogos, series radiales y poco marcadas de deyecciones y accidentes similares, visibles en los mapas pero no en el paisaje.
A los ojos del viajero que las atravesaba apenas diferían del resto de las tierras altas meridionales: un terreno accidentado, erosionado y anfractuoso. Un paisaje rocoso agreste. Las antiguas coladas de lava aparecían en forma de lisas curvas lobuladas de roca oscura que recordaban una sucesión de olas descendentes que se abrían en abanico. Unas franjas en las que alternaban colores claros y oscuros marcaban el terreno, indicando la diferencia de pesos y consistencias: triángulos alargados de color claro que adornaban la cara sudoriental de los cráteres y peñascos, cheurones que miraban al noroeste y manchas oscuras en el interior de los numerosos cráteres sin borde. La siguiente gran tormenta de polvo rediseñaría todos aquellos dibujos.
Sax conducía sobre las olas bajas de roca con gran placer, abajo, abajo, arriba, abajo, abajo, arriba, leyendo los dibujos que trazaban las franjas de arena como en una carta de vientos. No viajaba en un rover-roca, con el espacio reducido y en penumbras, escabulléndose como una sabandija de un escondrijo a otro, sino en una de las caravanas de los areólogos, grandes cajones con ventanas en los cuatro costados del compartimiento del conductor, en el tercer piso. Era en verdad placentero viajar a la luz del sol, tenue y brillante, abajo y arriba, abajo y arriba sobre la llanura cruzada por franjas de arena y unos horizontes extrañamente lejanos para la norma marciana. No tenía que esconderse de nadie, nadie lo perseguía. Era un hombre libre en un planeta libre, y podía recorrer el mundo entero en su coche si lo deseaba, ir adonde quisiera.
Tardó dos días en advertir todas las repercusiones de esto, e incluso entonces no estuvo seguro de comprenderlas. Se traducía en una sensación de levedad, una extraña levedad que a menudo le distendía la boca en una pequeña sonrisa. Nunca hasta entonces había experimentado sensaciones de opresión o miedo después de 2061, pero al parecer habían existido. Sesenta y seis años de miedo, inadvertidos pero siempre ahí, una suerte de tensión de la musculatura, un pequeño pavor oculto en el corazón de todo. «¡Sesenta y seis botellas de miedo en la pared, sesenta y seis botellas de miedo! ¡Baja una, hazla circular, sesenta y cinco botellas de miedo en la pared!» Que se habían acabado. Él era libre, su mundo era libre. Descendía por la planicie inclinada grabada por el viento. Al despuntar el día había empezado a aparecer nieve en las grietas, con un centelleo acuático que el polvo nunca tendría; y después, liquen: estaba bajando a la atmósfera.
¡Y no había nada, en ese momento, que le impidiera seguir viviendo de esa manera, trabajando a su aire cada día en el gran laboratorio del mundo, y los demás disfrutando de la misma libertad!
Qué sensación.
Oh, podían discutir en Pavonis, y ciertamente lo harían. Y no sólo en Pavonis. Eran una pandilla extraordinariamente belicosa. ¿Qué teoría sociológica podía explicarlo? Era difícil saberlo. Y de todas formas, a pesar de todas sus disputas, habían cooperado; tal vez sólo fuese una confluencia temporal de intereses, pero todo era temporal; cuando tantas tradiciones se rompían o desaparecían, surgía la necesidad de la creación, como decía John; y crear no era fácil. Ni tenían tanto talento para crear como para quejarse.
No obstante habían desarrollado ciertas capacidades como grupo, como, por ejemplo… una civilización. El cuerpo de conocimientos científicos acumulados era vasto, y seguía aumentando, ese conocimiento les estaba proporcionando unos poderes que un solo individuo apenas podía comprender, ni siquiera en líneas generales. Pero eran poderes, los comprendiesen o no. Poderes divinos, como los llamaba Michel, aunque no era necesario exagerar o confundir el tema; eran poderes reales en el mundo material, reales pero constreñidos por la realidad. Que a pesar de todo acaso les permitirían, y a Sax le parecía que así sería si los aplicaban de manera correcta, crear al fin una civilización humana decente. Después de tantos siglos de intentos fallidos. ¿Y por qué no? ¿Por qué no aspirar a llevar la empresa al más alto nivel posible? Podían proveer equitativamente para todos, podían curar la enfermedad, retrasar la senectud y vivir mil años, comprender el universo, desde la distancia de Planck hasta la distancia cósmica, desde el Big Bang hasta el eskaton… todo eso era posible, técnicamente posible. Y en cuanto a quienes creían que la humanidad necesitaba del acicate del sufrimiento para hacerse grande, bien, podían salir y encontrarse de nuevo con las tragedias que en opinión de Sax nunca desaparecerían, cosas como el amor perdido, la traición de los amigos, la muerte, malos resultados en el laboratorio. Y mientras tanto los demás podrían continuar con la tarea de crear una civilización decente. ¡Podían hacerlo! Era en verdad sorprendente. Habían alcanzado un punto en la historia en que podía decirse que eso era posible. A Sax hasta le parecía sospechoso; en física uno aprendía a desconfiar de inmediato cuando una situación parecía extraordinaria o única. Las probabilidades estaban en contra, sugerían que era un producto de la perspectiva, había que asumir que las cosas eran más o menos constantes y que uno vivía en unos tiempos que se ajustaban a una media… el llamado principio de mediocridad. Nunca le había parecido un principio particularmente atractivo; acaso significara solamente que la justicia siempre se podía alcanzar. En cualquier caso, ahí estaba, en un momento extraordinario que más allá de las cuatro ventanas se extendía bruñido por el leve tacto del sol natural. Marte y sus humanos, libres y poderosos.