Y una tarde, sentado en un banco en compañía de Maya después de pasar el día delante de la pantalla, pensando en la vastedad de aquella ala del partenón que se ampliaba constantemente, comprendió que era una carrera que no podía ganar. La especie humana tal vez lo hiciera algún día, pero aún quedaba mucho por andar. En realidad no le sorprendió, siempre lo había sabido. El hecho de etiquetar la forma más actual de ese grave problema no le había ocultado su profundidad, «el declive súbito» no era más que un nombre, impreciso, simplista, no científico de hecho, sino más bien un intento (como el Big Bang) de minimizar y contener la realidad aún no comprendida. En este caso el problema era la muerte, un declive súbito. Y dada la naturaleza de la vida y el tiempo, era un problema que ningún organismo vivo resolvería nunca. Posposiciones, pero no soluciones.
—La realidad es mortal —dijo.
—Pues claro —replicó Maya, absorta en la puesta de sol.
Necesitaba un problema más simple como una forma de posponer, como un paso hacia problemas más complicados o sencillamente algo que pudiera resolver. La memoria, quizá, combatir los apagones. Era un problema que tenía a mano, y su memoria necesitaba ayuda urgente. Trabajar en ello tal vez arrojara alguna luz sobre el declive súbito. Y aunque no fuera así, tenía que intentarlo, sin importar lo que costara. Porque todos morirían, pero al menos podrían morir con sus recuerdos intactos.
De manera que se centró en los trastornos de la memoria, abandonando el declive súbito y las cuestiones relacionadas con la senescencia. Al fin y al cabo, sólo era mortal.
Los últimos trabajos sobre la memoria ofrecían múltiples vías de aproximación. Este frente científico estaba relacionado en ciertos aspectos con el trabajo de aprendizaje que le había permitido recuperarse de su embolia. No le sorprendía, pues la memoria era la retención de lo aprendido. Las neurociencias avanzaban coordinadamente en su conocimiento. Sin embargo la retención y el recuerdo seguían siendo facultades cuyos mecanismos apenas se comprendían.
Pero aparecían indicios, pistas clínicas. Muchos ancianos experimentaban trastornos de la memoria de diversa índole, y detrás de los ancianos venía la gigantesca generación nisei, que esperaba librarse de ese mal. Era por tanto un problema candente. Miles de laboratorios se habían volcado en la investigación, y en consecuencia algunos aspectos empezaban a clarificarse. Sax se sumergió en la literatura especializada, como tenía por costumbre, y durante meses leyó intensivamente, y al cabo pudo decir que entendía el funcionamiento de la memoria, en términos generales. Aunque, como el resto de científicos, tropezó con la ineficiente comprensión de las cuestiones fundamentales, conciencia, materia y tiempo. Y en ese punto, a pesar de lo detallado de sus conocimientos, Sax era incapaz de encontrar una manera de reforzar o mejorar la memoria. Necesitaban algo más.
La hipótesis de Donald Hebb, planteada en 1949, aún se consideraba acertada, debido a su generalidad. El aprendizaje modificaba algunas características físicas del cerebro, y esta modificación codificaba de algún modo lo aprendido. En los tiempos de Hebb el rasgo físico (el engrama) se situaba en el nivel sináptico, y puesto que había cientos de miles de sinapsis por cada diez billones de neuronas cerebrales, los investigadores llegaron a la conclusión de que el cerebro podía almacenar 1014 bits de datos. En aquel momento pareció una explicación más que adecuada de conciencia humana, y como además estaba dentro de lo posible para los ordenadores, inauguró la breve moda del concepto de Inteligencia Artificial fuerte, así como la versión de la época de la «falacia de la máquina», lo contrario de la falacia patética según la cual el cerebro era la máquina del tiempo más potente. Las investigaciones de los siglos XXI y XXII, sin embargo, dejaron claro que no existía una localización exacta para los «engramas». Ninguno de los experimentos logró encontrar esas supuestas localizaciones, incluyendo uno en el que se extirparon varias porciones de cerebros de ratas después de que hubieran aprendido una tarea, con el resultado de que al parecer ninguna parte del cerebro era esencial. Los frustrados experimentadores concluyeron que la memoria estaba en todas partes y en ninguna, y esto llevó a la analogía del cerebro con el holograma, todavía más absurda que las anteriores analogías mecanicistas. Evidentemente, habían fracasado. Experimentos posteriores parecieron demostrar que los hechos significativos relacionados con la conciencia tenían que asociarse a niveles más profundos que el neuronal, lo que Sax juzgaba como una manifestación de la generalizada tendencia científica a la miniaturización durante el siglo XXII. En esa exaltación de lo diminuto empezaron a examinar los citoesqueletos de las neuronas, compuestos por series de microtúbulos huecos compuestos a su vez por treinta columnas de dímeros de tubulina, pares de proteínas globulares con forma de cacahuete de ocho por cuatro por cuatro nanómetros, que presentaban dos configuraciones distintas, según su polarización eléctrica. Así pues, los dímeros eran interruptores de encendido y apagado del esperado engrama, pero tan pequeños que el estado eléctrico de cada dímero se veía alterado por el de los que lo rodeaban, debido a las interacciones establecidas por Van der Waals. De ese modo cualquier mensaje podía transmitirse a través de las columnas de microtúbulos y los puentes proteínicos que las conectaban. En los últimos tiempos se había dado un paso más en la miniaturización: cada dímero contenía unos cuatrocientos cincuenta y cinco aminoácidos, que podían retener información mediante cambios en las secuencias. Y en las columnas de dímeros había pequeños hilos de agua, llamada agua vecinal, capaz de transmitir oscilaciones cuánticas coherentes a lo largo de los túbulos. Numerosos experimentos con cerebros de monos vivos habían establecido que mientras la conciencia pensaba, las secuencias de aminoácidos cambiaban y la configuración de los dímeros de tubulina de muchas zonas del cerebro se alteraba en fases pulsátiles. Los microtúbulos se movían, en ocasiones con un crecimiento notable, y las espinas de las dendritas crecían y establecían nuevas conexiones, provocando a veces una modificación permanente de las sinapsis.
Así pues, el modelo actual afirmaba que los recuerdos se codificaban como oscilaciones cuánticas coherentes y permanentes fijadas por los cambios de los microtúbulos y sus partes constituyentes, que actuaban en el interior de las neuronas. Aunque había investigadores que sugerían la existencia de actividades significativas en niveles ultramicroscópicos que escapaban a la experimentación. Algunos veían indicios de que las oscilaciones se estructuraban siguiendo las pautas de las redes de spin descritas en los trabajos de Bao, en nodos agrupados y redes que a Sax le recordaban extrañamente el plano de un palacio: habitaciones y pasillos, como si los antiguos griegos hubiesen intuido la geometría del espaciotiempo.
En cualquier caso, de lo que no cabía duda era de que esa actividad ultramicroscópica intervenía en la plasticidad cerebral, formaba parte de los mecanismos de aprendizaje y memorización. La memoria, pues, residía en un nivel infinitamente más profundo que el supuesto hasta entonces, lo cual confería al cerebro unas posibilidades computacionales muy superiores, quizá de hasta 1024 operaciones por segundo, o incluso 1043 en algunos cálculos, lo que llevó a decir a un investigador que la mente humana era en cierto modo mucho más complicada que el resto del universo (excepto su otra conciencia, por supuesto). Sax encontraba esta explicación sospechosamente semejante a los insistentes fantasmas antropocéntricos que poblaban la cosmología, aunque a la vez le parecía interesante.