Se le ocurrió algo nuevo. Llamó a Aonia en Pavonis, que respondió casi al instante.
—¡Sax! ¿Dónde estás?
—¡Por eso te llamo! —dijo él—. ¡Estoy en medio de una tormenta en Daedalia! ¡Y no puedo encontrar el coche! Me preguntaba si podrían comprobar mi localización y la del rover! ¡Y si pueden indicarme en qué dirección debo ir!
Pegó la consola de muñeca a su oreja.
—Ka uau, Sax. —Parecía que Aonia estaba gritando también, bendita fuera. Su voz sonaba extraña en aquel escenario.— ¡Un segundo, deja que lo compruebe!… ¡Muy bien! ¡Ya te tengo! ¡Y a tu coche también! ¿Qué estás haciendo tan al sur? ¡Creo que tardarán bastante en llegar adonde estás! ¡Sobre todo si hay una tormenta!
—Hay una tormenta —dijo Sax—. Por eso he llamado.
—¡Muy bien! Estás unos trescientos cincuenta metros al oeste de tu coche.
—¿Directamente al oeste?
—¡… y un poco al sur! ¿Pero cómo te orientarás?
Sax lo pensó. La falta de campo magnético de Marte nunca le había parecido un problema, pero lo era. Podía suponer que el viento soplaba directamente del oeste, pero sólo era una suposición.
—¿Puedes comunicarte con la estación meteorológica más próxima e informarte de la dirección del viento?
—Claro, pero no servirá de mucho a causa de las variaciones locales. Espera un momento, me van a echar una mano.
Pasaron unos pocos segundos, eternos y helados.
—¡El viento es oestenoroeste, Sax! ¡Así que tienes que caminar con el viento detrás de ti y ligeramente hacia la izquierda!
—Lo sé. Caminaré un poco; corríjanme sí es necesario.
Echó a andar de nuevo, afortunadamente con el viento a favor. Cinco o seis angustiosos minutos después su consola de muñeca emitió un pitido.
—¡Estás en el buen camino! —dijo Aonia.
Eso era alentador, y continuó a buen paso, aunque el viento le calaba las costillas y le helaba el corazón.
—¡Bien, Sax! ¿Sax?
—¡Sí!
—¡El coche y tú estáis en la misma zona! Pero no había ningún coche a la vista.
El corazón le dio un vuelco. La visibilidad seguía siendo de unos veinte metros, pero no veía ningún coche. Tenía que ponerse a cubierto en seguida.
—Camina en una espiral creciente desde donde estás —sugirió la vocecita en su muñeca. Una buena idea en teoría, pero no podría ejecutarla; no podía afrontar el viento. Miró sobriamente su consola de muñeca de plástico oscuro. Allí no encontraría más ayuda.
Durante unos segundos pudo distinguir unos bancos de nieve a la izquierda. Se dirigió allí arrastrando los pies y descubrió que la nieve descansaba al abrigo de un escarpe que le llegaba más o menos al hombro, un accidente que no recordaba haber visto antes, aunque había algunas grietas radiales en la roca causadas por el levantamiento de Tharsis, y ésa debía de ser una de ellas. La nieve era un aislante prodigioso. Aunque resultaba muy poco atractiva como refugio. Pero Sax sabía que los montañeros a menudo cavaban en ella para sobrevivir a las noches a la intemperie. Protegía del viento. Se detuvo al pie del banco de nieve y lo golpeó con un pie entumecido. Fue como si pateara roca. Excavar una caverna parecía descartado. Pero el esfuerzo lo calentaría un poco. Y hacía menos viento allí. Empezó a patear y descubrió que bajo la gruesa lámina de nieve se encontraba la nieve polvo habitual. Después de todo, la caverna era practicable. Empezó a cavar.
—¡Sax, Sax! —gritó la voz desde la consola de muñeca—. ¿Qué estás haciendo?
—Excavo en la nieve —dijo él—. Un vivac.
—¡Oh, Sax… vamos volando en tu ayuda! ¡Podemos estar allí mañana por la mañana, así que aguanta! ¡Te hablaremos!
—Bien.
Pateó y excavó. De rodillas, sacaba la dura nieve granular y la arrojaba al aire, donde se reunía con los copos remolineantes que volaban sobre su cabeza. Le costaba moverse, le costaba pensar. Se reprochó amargamente haberse alejado tanto del vehículo y haberse enfrascado en el paisaje que rodeaba el estanque de hielo. Era lamentable morir cuando las cosas se estaban poniendo tan interesantes. Libre pero muerto. Había conseguido penetrar en la nieve a través de un agujero oblongo en la lámina de hielo. Se agachó, cansado, y se metió en el reducido espacio, de costado e impulsándose con los pies. La nieve parecía sólida contra la espalda del traje y más cálida que el feroz viento. Recibió con alegría el temblor de su torso, y sintió un vago temor cuando cesó. Estar demasiado frío para temblar era una mala señal.
Muy cansado, aterido de frío. Miró la consola de la muñeca. Eran las cuatro pm. Llevaba más de tres horas caminando en medio de la tormenta. Tendría que arreglárselas para sobrevivir otras quince o veinte horas antes de que llegaran a rescatarlo. O tal vez por la mañana la tormenta habría amainado y encontraría el rover fácilmente. De cualquier modo, tenía que sobrevivir a la noche acurrucándose en aquella cueva. O aventurarse a salir y buscar el vehículo. No podía estar muy lejos. Pero a menos que el viento amainara, afuera no resistiría.
Tenía que esperar allí. Teóricamente podía llegar con vida a la mañana, aunque en aquel momento tenía tanto frío que le costaba creerlo. Las temperaturas nocturnas en Marte descendían drásticamente. Tal vez la tormenta remitiera en la hora siguiente y él pudiera encontrar el rover y refugiarse antes de que oscureciera.
Comunicó a Aonia y sus compañeros dónde se encontraba. Parecían preocupados, pero no podían hacer nada. Sus voces le irritaron.
Después de lo que parecieron muchos minutos, se le ocurrió otra cosa. Con el frío se reducía el aporte sanguíneo a las extremidades, y quizás también al córtex, para que la sangre fuera preferentemente al cerebelo, donde el trabajo necesario continuaría hasta el fin.
Pasó el tiempo. Parecía a punto de oscurecer. Tendría que llamar otra vez. Tenía demasiado frío… algo iba mal. La avanzada edad, la altura, los niveles de CO2, algún factor o combinación de factores empeoraban la situación. Podía morir por la exposición a los elementos en una sola noche. Y parecía que le estaba sucediendo justamente eso. ¡Menuda tormenta! La desaparición de los espejos, tal vez. Una era glacial súbita. Fenómeno de extinción masiva.
El viento traía unos sonidos extraños, como gritos. Ráfagas de débiles aullidos: «¡Sax! ¡Sax! ¡Sax!» ¿Habrían conseguido enviar a alguien por aire? Escudriñó el corazón de la oscura tormenta; los copos de nieve captaban las últimas luces y caían como lágrimas blancas.
De pronto, a través de las pestañas escarchadas vio emerger una figura de la oscuridad. De baja estatura, redonda, con casco.
—¡Sax! —La voz estaba distorsionada porque provenía de un altavoz en el casco de la figura. Esos técnicos de Da Vinci eran gente de recursos. Sax trató de responder y descubrió que tenía demasiado frío para hablar. Sólo sacar las botas fuera del agujero le supuso un esfuerzo formidable. Pero la figura debió de advertir el movimiento, porque se volvió y echó a andar con decisión contra el viento, moviéndose como un marinero experimentado en una cubierta oscilante, resistiendo las embestidas del viento racheado. La figura llegó hasta él, se inclinó y lo asió por la muñeca, y entonces Sax vio el rostro a través del visor, con tanta claridad como si mirara a través de una ventana. Era Hiroko.
Ella esbozó su sonrisa fugaz y lo arrastró fuera de la cueva, tirando con tanta fuerza de la muñeca izquierda de Sax que los huesos le crujieron dolorosamente.