Выбрать главу

—¿Adonde ha ido? —se las arregló para preguntar.

—Se lo repito, es evidente que no quiere hablar con usted —declaró la más alta.

—Quizá debería esperar e intentarlo más tarde —le aconsejó la otra.

—¡Oh, cállense! —explotó Sax, sintiendo de pronto una irritación vehemente, próxima a la rabia—. ¡Supongo que ustedes le permitirán dejar de recibir el tratamiento y suicidarse!

—Está en su derecho —pontificó la más alta.

—Naturalmente que lo está. Pero yo no estaba hablando de derechos. Hablaba de lo que debería hacer un amigo cuando alguien actúa de forma suicida. Es un tema que seguramente desconocen. Ahora ayúdenme a encontrarla.

—Usted no es amigo suyo.

—Desde luego que lo soy. —Se había puesto de pie. Se tambaleó ligeramente cuando empezó a andar en la dirección que probablemente había tomado Ann. Una de las mujeres trató de agarrarlo por el codo. Él rechazó la ayuda y siguió adelante. Allá estaba Ann, hundida en una silla, en una especie de comedor. Se acercó a ella, como Apolo en la paradoja de Zenón.

Ella volvió la cabeza y le echó una mirada furibunda.

—Fuiste quien abandonó la ciencia, desde el principio —gruñó—.

¡Así que no me vengas con esa mierda de que no estoy interesada en la ciencia!

—Es cierto —le respondió Sax—. Es cierto. —Tendió las dos manos.— Pero ahora necesito consejo. Consejo científico. Deseo aprender. Y deseo mostrarte algunas cosas también.

Pero tras un momento, ella se levantó de nuevo y se alejó, sin mirarlo siquiera, de manera que a pesar suyo Sax vaciló. Pero salió en pos de ella; la zancada de Ann era mucho más larga que la suya y andaba deprisa, y casi tuvo que correr. Le dolían atrozmente los huesos.

—Podríamos salir aquí mismo —sugirió Sax—. En realidad no importa dónde.

—Porque todo el planeta está destrozado —musitó ella.

—Seguro que aún sigues saliendo de cuando en cuando a la hora del crepúsculo —insistió Sax—. Podría acompañarte.

—No.

—Por favor, Ann. —Ella caminaba muy deprisa y era más alta que él, y por consiguiente a Sax le resultaba difícil mantenerse a su lado y hablar al mismo tiempo. Resoplaba y jadeaba y aún le escocía la mejilla.— Por favor, Ann.

Ella no contestó ni aminoró la marcha. Avanzaban por un pasillo entre habitaciones. De pronto Ann apretó el paso, cruzó un umbral y cerró la puerta de un golpe. Sax intentó abrirla, pero ella había echado la llave.

En conjunto, un comienzo nada prometedor.

El perro y su presa. Él tenía que cambiar las cosas para que dejara de ser una cacería, una persecución. Sin embargo, murmuró:

—Soplaré y soplaré y tu casa derribaré.

Sopló sobre la puerta. Pero entonces advirtió la presencia de las dos mujeres, observándolo con mirada crítica.

Esa misma semana, una tarde, cerca del crepúsculo, bajó al vestuario y se puso el traje. Cuando Ann entró, Sax dio un respingo.

—Estaba a punto de salir —tartamudeó—. ¿Te parece bien?

—Éste es un país libre —dijo ella con cansancio.

Y salieron por la antecámara juntos, al campo. Las dos mujeres se habrían sorprendido.

Tenía que ser muy cauteloso. Naturalmente, aunque estaba allí fuera con ella para mostrarle la belleza de la nueva biosfera, no convenía mencionarle plantas, o nieve, o nubes. Tenía que dejar que las cosas hablasen por sí mismas. Y quizá esto fuera cierto para todos los fenómenos. No se podía hablar en favor de nada. Uno sólo podía caminar sobre la tierra y dejar que hablara.

Ann no se mostraba sociable, apenas le dirigía la palabra. Mientras la seguía Sax sospechó que aquélla era su ruta usual. Le estaba permitiendo acompañarla.

Tal vez también le estuviera permitido hacer preguntas: eso era la ciencia. Y Ann se detenía con bastante frecuencia para examinar de cerca las formaciones rocosas. Era apropiado que en esas ocasiones él se agachara junto a ella y con un gesto o una palabra preguntara sobre lo que descubría. Llevaban trajes y cascos, a pesar de que la altura les habría permitido valerse sólo de las máscaras filtro de CO2. Por tanto, la conversación consistía en voces al oído, como antaño.

Y él preguntaba. Y Ann respondía, a veces en detalle. Tempe Terra era de veras la Tierra del Tiempo: un pedazo superviviente de las tierras altas del sur, uno de aquellos lóbulos que penetraban en las planicies norteñas, un superviviente del Gran Impacto. Más tarde, Tempe se había fracturado a medida que la litosfera era empujada hacia arriba por la Protuberancia de Tharsis. Esas fracturas incluían las Mareotis Fossae y las Tempe Fossae que ahora los rodeaban.

La tierra en expansión se había resquebrajado lo suficiente como para permitir que algunos volcanes tardíos emergieran, derramándose sobre los cañones. Desde una cresta alta divisaron el cono distante de uno, como un cono ennegrecido caído del cielo; y más allá otro, que a Sax le pareció el cráter abierto por un meteorito. Ann negó con la cabeza esta suposición y señaló coladas de lava y chimeneas, accidentes nada obvios bajo las piedras y (había que admitirlo) una capa de nieve sucia, que se acumulaba como arena al abrigo de los vientos, volviéndose del color de ésta a la luz crepuscular.

Contemplar el paisaje en su historia, leer en él como en un libro, escrito por su propio pasado; ésa era la visión de Ann, conseguida tras una centuria de minuciosa observación y estudio, y gracias a su don natural, su amor por la tierra. Algo, en verdad, para maravillarse. Una suerte de recurso, o de tesoro, un amor más allá de la ciencia, o algo dentro del dominio de la ciencia mística de Michel. Alquimia. Pero los alquimistas querían cambiar las cosas. Una especie de oráculo, más bien. Una visionaria, con una visión tan poderosa como la de Hiroko. Menos obviamente visionaria, tal vez, menos espectacular, menos activa; una aceptación de lo que había allí; el amor a la roca por el bien de la roca, por el bien de Marte. El planeta primitivo en toda su gloria, rojo y orín, inmóvil como la muerte; muerto; alterado a lo largo de los años sólo por permutaciones químicas, la inmensa y lenta vida de la geofísica. Era un concepto extraño, el de la vida abiológica, pero ahí estaba, si uno se molestaba en buscarlo, una forma de vida, girando en el espacio, moviéndose entre las estrellas ardientes, por el universo, con su gran movimiento de sístole y diástole, su gran aliento, podría decirse. El crepúsculo de algún modo facilitaba esa perspectiva.

Trataba de mirar las cosas a la manera de Ann. Observaba furtivamente la consola de muñeca. Piedra, stone, del inglés antiguo stán, palabras afines por doquier, que se remontaban al protoindoeuropeo sti, guijarro. Roca, del latín medieval meca, origen desconocido, una masa de piedra. Sax se olvidó de la consola y cayó en una especie de ensoñación rocosa, abierta y vacía. Tabula rasa, hasta tal punto que al parecer no oyó lo que Ann le estaba diciendo; porque ella se crispó y siguió caminando. Avergonzado, fue tras ella, y se forzó a no hacer caso de su disgusto y a seguir preguntando.

Parecía haber mucho disgusto en Ann. En cierto modo, eso era tranquilizador; la falta de afectos habría sido una mala señal. Durante la mayor parte del tiempo ella mostraba mucha emotividad. A veces se concentraba en la roca con tanta atención que Sax, esperanzado, creía ver en ella el antiguo entusiasmo. Otras parecía que simplemente estaba en movimiento, haciendo areología en un desesperado intento por apartarse del presente, de la historia o la desesperación, o de todo. En esos momentos caminaba sin propósito y no se detenía a examinar los accidentes obviamente interesantes que encontraban, y no contestaba a sus preguntas sobre los mismos. Lo poco que Sax había leído sobre la depresión lo alarmaba; no se podía hacer gran cosa, se necesitaban drogas para combatirla, y aún así nada era seguro. Pero sugerirle antidepresivos equivalía más o menos a aconsejarle el tratamiento, y por tanto no podía hablarle de ello. Además, ¿era la desesperación lo mismo que la depresión?