Domesticar la hormiga no fue un asunto sencillo. Los pequeños científicos rojos ni siquiera creían posible que existieran criaturas semejantes, debido a las limitaciones superficie-volumen. Pero allí estaban, marchando por todas partes con paso firme, como robots inteligentes, de modo que los pequeños científicos rojos se vieron obligados a explicar su presencia. Para orientarse un poco, recurrieron a los libros de texto de los humanos. Conocieron así el papel de las feromonas de las hormigas y sintetizaron las que necesitaban para controlar a las hormigas-soldado de una especie roja, dócil y particularmente pequeña, y después de eso todo fue sencillo. La pequeña caballería roja. Viajaron por todas partes a lomos de las hormigas y lo pasaron en grande, veinte o treinta en cada hormiga, como pachas sobre elefantes. Observen de cerca a las hormigas y los descubrirán, allí arriba.
Pero los pequeños científicos rojos siguieron leyendo los libros y descubrieron las feromonas humanas. Informaron de ello al pequeño pueblo rojo, horrorizados y asombrados. Ahora sabemos por qué los seres humanos traen tantos problemas. No tienen más albedrío que las hormigas sobre las que cabalgamos. Son gigantescas hormigas de carne.
El pequeño pueblo rojo trató de comprender esa parodia.
Entonces una voz les habló a todos ellos a la vez: No, no lo son. Los miembros del pequeño pueblo rojo, como es sabido, se comunicaban telepáticamente, y aquello fue como un anuncio por megafonía telepática. Los humanos son seres espirituales, insistió la voz.
¿Cómo lo sabes?, preguntó el pequeño pueblo rojo telepáticamente.
¿Quién eres? ¿Eres el fantasma de John Boone?
Soy el Gyatso Rimpoche, respondió la voz. La decimoctava reencarnación del Dalai Lama. Estoy recorriendo el Bardo en busca de mi próxima reencarnación. Busqué por toda la Tierra pero no tuve suerte, y decidí explorar un lugar nuevo. El Tíbet sigue bajo el puño chino, que no da señales de querer aflojar. Aunque les tengo un gran cariño, los chinos son unos malditos cabezotas. Y los demás gobiernos del mundo hace mucho que le volvieron la espalda al Tíbet, de modo que nadie desafiará a los chinos. Era necesario hacer algo. Por eso vine a Marte.
Buena idea, dijo el pequeño pueblo rojo.
Sí, coincidió el Dalai Lama, pero debo admitir que me está resultando muy difícil encontrar un nuevo cuerpo para habitar. Para empezar, hay muy pocos niños. Y por otra parte no parece que a nadie le interese mucho. En Sheffield todos están enfrascados en sus conversaciones y en Sabishii no piensan en otra cosa que el suelo. Fui a Elysium, pero allí habían adoptado la postura del loto y no hubo manera de despertarlos. Después, a Christianopolis, pero tenían otros planes. Fui a Hiranyagarba, y allí me dijeron que ya habían hecho suficiente por el Tíbet. He estado por todo Marte, en cada tienda y estación, y en todas partes la gente está demasiado ocupada. Nadie quiere ser el decimonoveno Dalai Lama. Y el Bardo es cada vez más frío.
Buena suerte, dijo el pequeño pueblo rojo. Hemos estado buscando desde que John murió y no hemos encontrado a nadie con quien valiera la pena hablar, y mucho menos vivir en su interior. Esa gente grande está echada a perder.
El Dalai Lama se sintió descorazonado por esta respuesta. Estaba cada vez más cansado, y no podría resistir mucho más en el Bardo. Así que preguntó: ¿Y qué me dicen de uno de ustedes?
Bueno, sí, dijo el pequeño pueblo rojo. Nos sentiríamos honrados. Sólo que tendrá que ser en todos nosotros a la vez. Nosotros hacemos las cosas así, juntos.
¿Por qué no?, dijo el Dalai Lama, y transmigró a una de las pequeñas partículas rojas, y en ese mismo instante estuvo en el interior de todos ellos, por todo Marte. El pequeño pueblo rojo miró a los humanos, que andaban sobre ellos de aquí para allá con gran estrépito, un espectáculo que antes habían contemplado como una mala película, y que ahora, llenos de toda la compasión y la sabiduría de las dieciocho vidas anteriores del Dalai Lama, les hizo exclamar: ¡Ka, vaya!, esta gente está de veras hecha un lío. Antes juzgábamos que estaban muy mal, pero miren eso, es incluso peor de lo que pensábamos. Tienen suerte de no poder leerse las mentes, pues se exterminarían. No obstante se matan unos a otros; y debe de ser porque cada uno sospecha que los demás piensan lo mismo que ellos. Qué desagradable. Qué triste.
Necesitan de la ayuda de ustedes, dijo el Dalai Lama en el interior de ellos. Tal vez ustedes puedan ayudarlos.
Tal vez, dijo el pequeño pueblo rojo. A decir verdad, dudaban. Habían intentado ayudar a los humanos desde la muerte de John Boone: establecieron ciudades enteras en el porche de cada oreja del planeta y hablaron incesantemente desde entonces, con un estilo muy similar al de John, tratando de conseguir que la gente despertara y actuara con decencia. Pero sin ningún resultado fuera de numerosas visitas de los habitantes de Marte a los otorrinolaringólogos. Creían padecer de tinmtus, pero ninguno entendió nunca al pequeño pueblo rojo que habitaba en ellos. Bastaba para descorazonar a cualquiera.
Sin embargo, ahora poseían el espíritu compasivo que el Dalai Lama les infundía, y por eso decidieron intentarlo una vez más. Tal vez será necesario algo más que susurrarles al oído, señaló el Dalai Lama, y todos coincidieron. Tendremos que llamar su atención de algún otro modo.
¿Han probado la telepatía con ellos?, preguntó el Dalai Lama.
Oh, no, dijeron. Es imposible. Demasiado arriesgado. La fealdad de sus pensamientos nos mataría en el acto. O al menos nos pondría muy enfermos.
Puede que no, dijo el Dalai Lama. Si bloquean la recepción de sus pensamientos y se limitan a transmitir, tal vez todo irá bien. Se trata sólo de enviarles grandes cantidades de buenos pensamientos, haces de consejos. Compasión, amor, buena disposición, sabiduría, incluso un poco de sentido común.
Lo intentaremos, dijo el pequeño pueblo rojo. Pero tendremos que gritar al máximo volumen telepático, todos a coro, porque esos tipos no escuchan.
Tropiezo con lo mismo desde hace nueve siglos, dijo el Dalai Lama. Uno se acostumbra. Y ustedes, pequeños, tienen la ventaja del número. Así que inténtenlo.
Y entonces la totalidad del pequeño pueblo rojo, por todo Marte, miró hacia arriba y tomó aliento.
Art Randolph estaba pasándoselo en grande.
No durante la batalla por Sheffield, naturalmente —aquello había sido un desastre, el fracaso de la diplomacia, de todo lo que Art había estado intentando hacer—, unos días terribles durante los cuales había corrido de un lado a otro, insomne, tratando de hablar con cualquiera que pudiera ayudar a aliviar la crisis, y siempre con la sensación de que de algún modo él era el culpable, de que si hubiera hecho las cosas bien, aquello no habría sucedido. La lucha estuvo a punto de abrasar Marte, como en 2061; durante unas horas en la tarde del asalto rojo, habían estado colgando de un hilo, al borde del abismo.
Pero habían retrocedido. Algo, la diplomacia, o los avatares de la batalla (una victoria defensiva para los refugiados en el cable), el sentido común, el puro azar, algo había devuelto a la situación el precario equilibrio.