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—Suponía que la considerarías una pregunta estúpida —dijo Art—. Perdona. Estaba pensando en circunscripciones electorales, es una mala costumbre. A ver qué te parece esto: ¿qué me dices de lo que tú piensas?

Nazik se echó a reír.

—Podrías preguntarle qué piensa el resto de los Qahiran Mahjaris. Lo sabe demasiado bien.

—Demasiado bien —repitió Zeyk.

—¿Crees que aceptarán la sección de derechos humanos? Zeyk frunció el ceño.

—Sin duda, firmaremos la constitución.

—Pero esos derechos… tengo entendido que aún no existe ninguna democracia árabe.

—Hombre… Está Egipto, Palestina… De todas maneras, es Marte lo que nos concierne. Y aquí cada caravana ha constituido su propio estado desde el principio.

—¿Líderes fuertes, líderes hereditarios?

—Hereditarios, no. Fuertes, sí. No creemos que la nueva constitución vaya a poner fin a eso, en ningún lugar. ¿Por qué habría de hacerlo? Tú mismo eres un líder poderoso.

Art rió, incómodo.

—Sólo soy un mensajero. Zeyk sacudió la cabeza.

—Cuéntaselo a Antar. Ahí es adonde tienes que ir si quieres saber lo que piensan los Qahiran. Él es nuestro rey ahora.

Por su expresión parecía que aquello le resultaba amargo, y Art dijo:

—¿Qué crees que quiere él?

—No es más que el juguete de Jackie —musitó Zeyk.

—Diría que eso es un punto en su contra. Zeyk se encogió de hombros.

—Depende de con quién hables —dijo Nazik—. Para los viejos inmigrantes musulmanes, es una mala asociación, porque aunque Jackie es poderosa, ha tenido más de un consorte, y por eso la posición de Antar es…

—Comprometida —sugirió Art, anticipándose a alguna palabra menos caritativa del furioso Zeyk.

—Sí —dijo Nazik—. Pero, por otro lado, Jackie es muy influyente. Y todos aquellos que lideran ahora Marte Libre pueden obtener todavía más poder en el nuevo estado. Y a los jóvenes árabes les gusta eso. Son más nativos que árabes, me parece. Les importa más Marte que el Islam. Desde ese punto de vista, una estrecha asociación con los ectógenos de Zigoto es provechosa. Los ectógenos son vistos como los líderes naturales del nuevo Marte, sobre todo Nirgal, por supuesto, pero como él está en la Tierra se ha producido una cierta transferencia de su influencia a Jackie y su banda. Y por tanto, a Antar.

—Ese chico no me gusta nada —dijo Zeyk. Nazik sonrió a su marido.

—Lo que no te gusta es que hay muchos nativos musulmanes que lo siguen a él y no a ti. Pero ya somos viejos, Zeyk. Ya es hora de retirarnos.

—No veo por qué —objetó Zeyk—. Sí vamos a vivir mil años, ¿qué cambian cien años más o menos?

Art y Nazik se rieron del comentario, y una fugaz sonrisa se dibujó en el rostro de Zeyk. Era la primera vez que Art lo veía sonreír.

En realidad, la edad no importaba. La gente deambulaba de aquí para allá, viejos o jóvenes, o de una edad intermedia, discutían y conversaban, y hubiera sido en verdad extraño que las expectativas de vida influyeran en el curso de esas discusiones.

Y la juventud o la vejez no eran centro de atención del movimiento nativo de todas maneras. Si uno había nacido en Marte, la perspectiva era diferente, areocéntrica de una forma que un terrano ni siquiera podía sospechar, no sólo por el complejo conjunto de areorrealidades que habían conocido desde el nacimiento, sino también a causa de lo que desconocían. Los terranos sabían cuan vasta era la Tierra, mientras que para los nacidos en Marte esa vastedad cultural y biológica era inimaginable. Habían visto las imágenes de las pantallas, pero eso no bastaba. Ésa era una de las razones por las que Art se alegraba de que Nirgal hubiese elegido unirse a la misión diplomática a la Tierra: así sabría contra qué luchaban.

Pero la gran mayoría de los nativos, no. Y la revolución se les había subido a la cabeza. A pesar de su inteligencia en la mesa a la hora de moldear la constitución de manera que los privilegiara, en algunos aspectos básicos eran demasiado ingenuos: no podían ni imaginar las pocas probabilidades que tenían de conseguir la independencia, ni tampoco lo fácil que era perderla. Y por eso estaban presionando hasta el límite, dirigidos por Jackie, que navegaba por el complejo de almacenes tan bella y entusiasta como siempre, ocultando su deseo de poder tras su amor por Marte y su devoción por los ideales de su abuelo, y tras su buena voluntad esencial, rayana en la inocencia, la joven universitaria con el deseo ferviente de que el mundo fuera justo.

O eso parecía. Pero ella y sus colegas de Marte Libre también parecían desear el control de la situación. La población marciana era de doce millones de personas, y siete de esos millones habían nacido allí; y podía afirmarse que casi todos esos nativos apoyaban a los partidos políticos nativos, en particular a Marte Libre.

—Es peligroso —dijo Charlotte cuando Art sacó a relucir el tema durante la reunión nocturna con Nadia—. Cuando tienes una nación formada por un montón de grupos que se miran con recelo, y uno de ellos está en clara mayoría, tienes lo que llaman «votación por censo», en la cual los políticos representan a sus grupos y obtienen sus votos, y los resultados de las elecciones son siempre sólo un reflejo numérico. En esa situación, el resultado se repite una y otra vez, de manera que el grupo mayoritario monopoliza el poder, y las minorías se sienten impotentes y con el tiempo se rebelan. Algunas de las guerras civiles más cruentas de la historia empezaron en esas circunstancias.

¿Y qué podemos hacer? —preguntó Nadia.

—Bien, ya estamos tomando algunas medidas al diseñar estructuras que distribuyen el poder y minimizan los peligros del dominio de la mayoría. La descentralización es importante, porque crea numerosas mayorías locales pequeñas. Otra estrategia es idear un sistema madisoniano de controles y equilibrio, de manera que el gobierno sea algo así como un entrelazamiento de fuerzas en competencia. La denominan poliarquía, y reparte el poder entre el mayor número posible de grupos.

—Creo que en este momento somos demasiado poliárquicos —dijo Art.

—Tal vez. Otra táctica es desprofesionalizar el gobierno. Conviertes una buena parte de la labor gubernativa en una obligación pública, como la de ejercer como jurado, y reclutas por sorteo a ciudadanos corrientes para ocupar los cargos durante períodos cortos. Reciben orientación profesional, pero son ellos quienes toman las decisiones.

—Nunca había oído nada semejante —dijo Nadia.

—Es natural. Se ha propuesto muchas veces, pero nunca se ha llevado a la práctica. Sin embargo, creo que vale la pena considerarlo. Tiende a convertir el poder más en una carga que en una ventaja. Un día recibes una carta y, oh, no, te ha tocado servir dos años en el congreso. Es una lata, pero también es una distinción, la oportunidad de añadir algo al discurso público. El gobierno de los ciudadanos.

—Me gusta —dijo Nadia.

—Otra manera de limitar el abuso de poder de las mayorías es votar mediante alguna versión del sistema electoral australiano, en el que los votantes eligen dos o más candidatos en orden de preferencia, hasta tres opciones. Los candidatos obtienen un número determinado de puntos según el orden que ocupan, de manera que para ganar las elecciones tienen que recurrir a gente que no es de su partido. Eso tiene un efecto moderador en los políticos, y a la larga crea una confianza entre los distintos grupos que no existía antes.