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—Interesante —exclamó Nadia—. Como los modillones en un muro.

—Sí. —Charlotte mencionó varios ejemplos de «sociedades terranas fracturadas» que habían remediado sus disensiones internas mediante una estructura gubernamental inteligente: Azania, Camboya, Armenia… Art se sorprendió, pues aquéllos habían sido países muy sangrientos.

—Parece que las estructuras políticas por sí solas pueden lograr mucho —comentó.

—Es cierto —dijo Nadia—, pero nosotros todavía no tenemos que lidiar con todos esos odios. Lo peor que tenemos aquí son los rojos, y han quedado en cierta manera marginados por el grado de terraformación ya alcanzado. Apuesto a que podríamos usar esos métodos para arrastrarlos a participar en el proceso.

Era evidente que las opciones que había descrito Charlotte la habían animado enormemente; al fin y al cabo eran estructuras. Ingeniería imaginaria, que sin embargo se parecía a la ingeniería real. Nadia empezó a teclear en el ordenador, esbozando estructuras como si trabajara en un edificio, con una pequeña sonrisa estirándole la boca.

—Te sientes feliz —musitó Art.

Ella no le oyó. Pero esa noche, durante la conversación por radio con los viajeros, le dijo a Sax:

—Fue muy agradable descubrir que la ciencia política había abstraído algo útil de todos estos años.

Ocho minutos más tarde, llegó al contestación de Sax.

—Nunca entendí por qué la llaman así.

Nadia rió y el sonido de su risa llenó de felicidad a Art. ¡Nadia Cherneshevski, estallando de alegría! Y de pronto Art supo que lo conseguirían.

Art regresó a la gran mesa, dispuesto a afrontar otro problema de difícil solución. Eso le llevó de nuevo a la Tierra. Había un centenar de problemas pendientes, al parecer de poca entidad, hasta que los abordabas y descubrías que eran insolubles. En medio de tantas disputas era difícil distinguir señales de algún acuerdo. En algunos temas, de hecho, parecía que las disensiones se agudizaban. Los puntos centrales del documento de Dorsa Brevia encrespaban los debates; cuanto más los consideraban, más radicales parecían. Muchos pensaban que, aunque había funcionado en el seno de la resistencia, el sistema eco-económico de Vlad y Marina no debía ser incluido en la constitución. Algunos se quejaban porque se inmiscuía en la autonomía local, otros porque tenían más fe en la economía capitalista tradicional que en cualquier nuevo sistema. Antar hablaba a menudo en nombre de este último grupo, y Jackie, sentada junto a él, evidentemente lo apoyaba. Esto, junto con los lazos que lo unían a la comunidad árabe, confería a sus declaraciones mucho peso, y la gente le escuchaba.

—Esta nueva economía que proponen —reiteró un día en la mesa de mesas—, supone una intrusión radical y sin precedentes del gobierno en los negocios.

De súbito, Vlad Taneev se puso de pie. Sobresaltado, Antar dejó de hablar, tratando de averiguar qué pasaba.

Vlad lo miraba con ira. Encorvado, cargado de espaldas, con las espesas cejas enmarañadas, Vlad raras veces hablaba en público; hasta aquel momento no había dicho ni una sola palabra en el congreso. Poco a poco, el almacén fue quedando en silencio y todos lo miraron. Art se estremeció; de todas las mentes de los Primeros Cien, Vlad era quizá la más brillante y, con la excepción de Hiroko, la más enigmática. Ya viejo cuando abandonó la Tierra, muy reservado, había construido los laboratorios de Acheron en seguida y había permanecido allí todo el tiempo que le fue posible, viviendo aislado con Ursula Kohl y Marina Tokareva, otras dos de los grandes primeros. Nadie sabía nada a ciencia cierta sobre ellos tres, eran un caso extremo de la naturaleza insular de algunas personas; pero eso no había puesto fin a los chismes; por el contrario, la gente hablaba de ellos continuamente: decían que Marina y Ursula constituían una pareja y que Vlad era una especie de amigo o de mascota; o que Ursula era la autora casi exclusiva de la investigación del tratamiento de longevidad y Marina de la eco-economía; o que formaban un perfecto triángulo equilátero, que colaboraba en todo lo que salía de Acheron; o que Vlad era un bígamo que utilizaba a sus esposas como portavoces de sus trabajos en los campos independientes de la biología y la economía. Pero nadie sabía nada con seguridad, porque ninguno de los tres hizo nunca un comentario al respecto.

Viéndolo de pie junto a la mesa, sin embargo, uno sospechaba que la teoría de que era un mero comparsa iba del todo desencaminada. Recorrió lentamente la mesa con una mirada intensa y feroz, que los capturó a todos, antes de dirigirse a Antar.

—Lo que acabas de decir sobre gobierno y negocios es absurdo — declaró con frialdad. Era un tono de voz que no se había escuchado demasiado en el congreso hasta ese momento, despectivo—. Los gobiernos siempre regulan qué clase de negocios permiten. La economía es una cuestión legal, un sistema de leyes. Hasta ahora, hemos estado diciendo en la resistencia marciana que la democracia y el autogobierno son derechos innatos de toda persona, y que esos derechos no tienen por qué suspenderse cuando la persona va a trabajar. Tú… —agitó una mano para indicar que no sabía el nombre de Antar— ¿crees en la democracia y la autodeterminación?

—¡Pues claro! —dijo Antar a la defensiva.

—¿Crees que la democracia y la autodeterminación son los valores fundamentales que el gobierno debería fomentar?

—¡Pues claro! —repitió Antar, cada vez más molesto.

—Muy bien. Si la democracia y la autodeterminación son derechos fundamentales, entonces ¿por qué habría de renunciar nadie a ellos cuando entra en su lugar de trabajo? En política, luchamos como tigres por la libertad, por el derecho a elegir a nuestros dirigentes, por la libre circulación, elección del lugar de residencia de trabajo… en suma, por el derecho a controlar nuestras vidas. Y luego nos levantamos por la mañana y vamos a trabajar y todos esos derechos desaparecen. Ya no insistimos en que son nuestros. Y de esa manera, durante la mayor parte del día, volvemos al feudalismo. Eso es el capitalismo, una versión del feudalismo en la que el capital sustituye a la tierra, y los empresarios sustituyen a los reyes. Pero la jerarquía subsiste. Y así, seguimos entregando el fruto del trabajo de nuestra vida, bajo coacción, para alimentar a unos gobernantes que no hacen ningún trabajo real.

—Los empresarios trabajan —dijo Antar con acritud—. Y asumen los riesgos financieros…

—El llamado riesgo del capitalismo es simplemente uno de los privilegios del capital.

—La gestión…

—Sí, sí. No me interrumpas. La gestión es algo real, una cuestión técnica. Pero no puede ser controlada por el trabajo tan bien como por el capital. El capital no es más que el residuo útil del trabajo de los trabajadores del pasado, y puede pertenecer a todos y no sólo a unos pocos. No hay ninguna razón que justifique que una pequeña nobleza posea el capital y los demás tengan que estar a su servicio. Nada justifica que nos den un sueldo para vivir y ellos se queden con el resto de lo que nosotros producimos. ¡No! El sistema llamado democracia capitalista no tenía nada de democrático. Por eso fue tan fácil que se transformara en el sistema metanacional, en el que la democracia se debilitó aún más y el capitalismo se hizo aún más fuerte. En el que el uno por ciento de la población poseía la mitad de la riqueza y el cinco por ciento de la población poseía el noventa y cinco por ciento de la riqueza restante. La historia ha mostrado qué valores eran reales en ese sistema. Y lo más triste es que la injusticia y el sufrimiento causados por él no eran necesarios, puesto que desde el siglo dieciocho han existido los medios técnicos para proveer a todo el mundo de lo necesario para la vida.