Miró largamente y con severidad a Antar, pero este no habló; no tenía ninguna sugerencia específica.
Un silencio opresivo se hizo en la sala. Era la primera vez en el congreso que uno de los issei apaleaba a un nisei. La mayoría de los issei se decantaban por una línea más sutil. Pero ahora un viejo radical se había puesto furioso y había aplastado a uno de los jóvenes traficantes de poder neoconservadores, que parecían abogar por una nueva versión de una vieja jerarquía, en provecho propio. Un pensamiento cabalmente transmitido por la insistente mirada de Vlad a Antar, llena de repugnancia por el egoísmo reaccionario del joven, por su cobardía ante el cambio. Vlad se sentó; Antar había sido derrotado.
Pero seguían discutiendo. Conflicto, metaconflicto, detalles, cuestiones fundamentales; todo estaba sobre la mesa, incluyendo un fregadero de cocina de magnesio que alguien había instalado en un segmento de la mesa de mesas unas tres semanas después de empezar el proceso.
Y en verdad los delegados presentes en el almacén sólo eran la punta del iceberg, la parte más visible de un gigantesco debate que incumbía a los dos mundos. La transmisión en vivo de cada minuto de la conferencia estaba disponible en todo Marte y en la mayor parte de la Tierra, y aunque la retransmisión en tiempo presente tenía la tediosidad de un documental, Mangalavid confeccionaba un extracto con lo esencial del día que se emitía todas las noches durante el lapso marciano y se enviaba a la Tierra para su distribución. Se convirtió en «el espectáculo más grande de la Tierra», como lo calificó curiosamente un programa norteamericano.
—Tal vez la gente esté harta de la basura televisiva de siempre —le comentó Art a Nadia una noche mientras seguían un breve y extrañamente distorsionado informe de las negociaciones del día en la televisión estadounidense.
—O de la misma basura mundial.
—Sí, es verdad. Quieren algo diferente.
—O quizá están evaluando las distintas opciones de actuación que tienen, y nosotros les servimos como modelo a pequeña escala —sugirió Nadia—. Algo más fácil de comprender.
—Puede ser.
En cualquier caso, los dos mundos observaban, y el congreso, junto con todas sus implicaciones, se convirtió en una telenovela por capítulos, que parecía tener un atractivo adicional para sus espectadores, como si por algún extraño motivo encerrara la clave de sus vidas. Y quizá como resultado de ello, miles de espectadores no se limitaban a mirar: los comentarios y sugerencias afluían a raudales, y aunque a los de Pavonis les parecía improbable que algo de lo que se recibía contuviese una verdad sorprendente que les hubiera pasado inadvertida, todos los mensajes eran leídos por un grupo de voluntarios en Sheffield y Fossa Sur, que pasaron algunas propuestas «a la mesa». Algunos incluso pretendían incluirlas en la constitución final, se oponían a un «documento partidario del estatismo», querían que fuese algo más grande, una declaración de colaboración filosófica o incluso espiritual que expresara los valores, objetivos, sueños y reflexiones de todos.
—Eso no es una constitución —objetó Nadia—, es una cultura. No somos una maldita biblioteca. —Pero los incluyesen o no, los largos comunicados continuaron llegando, desde las tiendas y los cañones y las costas inundadas de la Tierra, firmados por personas, comités, ciudades enteras.
Las discusiones en el complejo de almacenes eran tan dispares como el correo. Un delegado chino se acercó a Art y le habló en mandarín, y cuando hizo una pausa, la IA empezó a hablar con un encantador acento escocés.
—A decir verdad, empiezo a dudar de que hayan estudiado con la debida profundidad la importante obra de Adam Smith Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones.
—Puede que tenga razón —concedió Art, y remitió al hombre a Charlotte.
Muchos de los presentes en el complejo de almacenes hablaban idiomas que no eran el inglés, y confiaban en las IA de traducción para comunicarse con los demás. En un momento dado se mantenían conversaciones en doce idiomas distintos, y la utilización de las IA era intensivo. A Art lo desconcertaban. Hubiera deseado conocer todas esas lenguas, a pesar de que la última generación de traductoras era excelente: voces bien moduladas, vocabularios amplios y precisos, gramática cuidada, una fraseología casi exenta de los errores de los programas anteriores que habían provocado tantas situaciones jocosas. Los nuevos programas eran tan buenos que incluso parecía posible que el dominio del idioma inglés que había creado una cultura marciana casi monóglota empezara a retroceder. Los issei naturalmente habían traído consigo sus idiomas nativos, pero el inglés había sido su lingua franca; por consiguiente, los nisei habían utilizado el inglés para hablar entre ellos, mientras que sus idiomas «primarios» habían quedado relegados a la comunicación con sus progenitores, y así durante un tiempo el inglés se convirtió en la lengua nativa de los nativos. Pero ahora, con las nuevas IA traductoras y el continuo flujo de inmigrantes, que hablaban toda la gama de los idiomas terranos, parecía que las cosas tomaban un nuevo giro, pues los nuevos nisei conservaban sus idiomas primarios y utilizaban las IA como lingua franca en vez del inglés.
La cuestión lingüística revelaba una complejidad en la población nativa que Art no había advertido hasta entonces. Algunos nativos eran yonsei, la cuarta generación o aún más jóvenes, y eran definitivamente hijos de Marte; pero otros nativos de la misma edad eran los hijos nisei de issei recién llegados, y tendían a mantener unos vínculos más estrechos con la culturas terranas de las que procedían, con todo el conservadurismo que ello implicaba. Podía decirse, pues, que entre estos jóvenes nativos había «conservadores» y «radicales», procedentes de viejos colonos. Y esa división sólo ocasionalmente tenía relación con la etnia o la nacionalidad, si es que estas categorías seguían importándole a alguien. Una noche Art, conversando con dos nativos, un defensor del gobierno global y un anarquista que apoyaba cualquier propuesta de autonomía local, les preguntó por sus orígenes. El padre del globalista era medio japonés, un cuarto irlandés y otro cuarto tanzano; su madre era de madre griega y de padre medio colombiano, medio australiano. El anarquista era de padre nigeriano y de madre hawaiana, y tenía una mezcla de ascendencias filipina, japonesa, polinesia y portuguesa. Art los observó con atención: si uno tuviese que pensar en la votación por bloques étnicos, ¿cómo iban a catalogar a personas como aquéllas? Era imposible. Eran nativos marcianos, nisei, sansei, yonsei: sin importar a qué generación pertenecieran, era la experiencia marciana lo que los había moldeado, areoformado, como Hiroko había predicho. Muchos habían elegido cónyuges con sus mismos antecedentes étnicos o nacionales, pero muchos otros, no. Y cualquiera que fuese su procedencia, sus opiniones políticas por lo general no reflejaban esa procedencia (¿cuál podía ser la posición greco-colombiana-australiana?, se preguntaba Art), sino sus experiencias, que por cierto habían sido diferentes: algunos habían crecido en el seno de la resistencia, otros en las grandes ciudades controladas por la UN, y sólo habían tomado conciencia del movimiento de resistencia con los años, o incluso en el momento mismo de la revolución. Esas diferencias los afectaban mucho más que los lugares en que sus antepasados habían vivido.