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Esta expansión del poder judicial satisfacía el deseo que tenían de un gobierno global fuerte, sin dar a un cuerpo ejecutivo demasiado poder; era además una respuesta al papel heroico jugado por el Tribunal Mundial de la Tierra en el siglo anterior, cuando casi todas las demás instituciones terranas habían sido compradas o se habían hundido bajo las presiones metanacionales; sólo el Tribunal Mundial se había mantenido firme, y había emitido un fallo detrás de otro en favor de los desposeídos de los derechos civiles y de las tierras, en una acción de retaguardia, casi menospreciada y sin duda simbólica, contra los desmanes de las metanacs; una fuerza moral que, si hubiera tenido más dientes, podría haber conseguido mucho. La resistencia marciana recordaba su valentía.

De ahí el gobierno marciano. La constitución contenía una larga lista de derechos humanos, incluidos los derechos sociales; las directrices para las comisiones económica y de la tierra; el sistema australiano de voto para los cargos electivos; una previsión de enmiendas; etcétera. A última hora añadieron al texto de la constitución la vasta colección de materiales que habían acumulado durante el proceso, que llamaron Notas de Trabajo y Comentarios, para ayudar a los tribunales a interpretar el documento principal, e incluía todo lo que las delegaciones habían dicho en la mesa de mesas, lo que se había escrito en las pantallas del complejo de almacenes y lo recibido en el correo.

La mayor parte de las cuestiones peliagudas se habían resuelto, o al menos se las había barrido bajo la alfombra; el asunto pendiente de mayor importancia era la objeción roja. Art intervino, orquestando varias concesiones de última hora a los rojos, como por ejemplo la concertación de numerosas reuniones con los tribunales medioambientales. Esas concesiones fueron denominadas posteriormente el «Gran Gesto». Como respuesta, Irishka, hablando en nombre de todos los rojos que aún intervenían en el proceso político, aceptó la permanencia del cable, que la UNTA estuviera presente en Sheffield, que la inmigración terrana continuara, aunque sujeta a restricciones, y por último que prosiguiera la terraformación, de forma lenta y no agresiva, hasta que la presión atmosférica a seis mil metros sobre la línea de referencia alcanzase los 350 milibares, cifra que sería revisada cada cinco años. Y de esa manera se salvó el escollo rojo, o al menos se limó.

Coyote movió la cabeza al ver el desarrollo de los acontecimientos.

—Después de toda revolución se da un interregno, durante el cual las comunidades se rigen a sí mismas y las cosas funcionan, y entonces llega el nuevo régimen y lo fastidia todo. Creo que ahora se debería visitar las tiendas y los cañones, y preguntarles con toda humildad cómo han estado llevando las cosas estos últimos meses, y entonces tirar esta quimérica constitución y decir adelante.

—Pero si eso es lo que dice la constitución —bromeó Art. Coyote no se rió.

—Hay que ser muy escrupuloso para no reunir el poder en el centro sólo porque uno puede hacerlo. El poder corrompe, ésa es la ley básica de la política. Quizá la única ley.

En cuanto a la UNTA, era difícil saber qué pensaban, porque las opiniones en la Tierra estaban divididas: una facción estrepitosa exigía la reconquista de Marte, y que todos los congresistas de Pavonis fueran encarcelados o colgados. La mayoría de los terranos se mostraba más flexible, sin duda porque seguían muy preocupados por la crisis que se desarrollaba en su propia casa. Por el momento, la UNTA importaba menos que los rojos. Aquél era el espacio que les había proporcionado la revolución a los marcianos. Ahora estaban a punto de llenarlo.

Todas las noches de esa semana final, Art se acostaba con el juicio perturbado por los peros y el kava, y aunque estaba exhausto se despertaba a menudo y se revolvía bajo la fuerza de algún pensamiento aparentemente lúcido que a la mañana había desaparecido o se revelaba descabellado. Nadia dormía tan mal como él, en el sofá contiguo o en la silla. A veces se quedaban dormidos comentando un tema u otro, y se despertaban vestidos y entrelazados, aferrados el uno al otro como niños en una tormenta. El calor de otro cuerpo era el mejor de los consuelos. Y una vez, a la pálida luz ultravioleta que precede al alba, se despertaron y hablaron largamente rodeados por el frío silencio del edificio, en un pequeño capullo de calor y camaradería. Otra mente con la que conversar. De colegas a amigos; de amigos a amantes, quizá, o a algo semejante. Nadia no parecía muy propensa a ningún género de romanticismo; pero Art estaba enamorado, sin ninguna duda, y en los ojos moteados de Nadia centelleaba un nuevo afecto, o así lo creía él. De modo que al término de los largos días de la fase final del congreso yacían en los sofás y hablaban, y ella le masajeaba los hombros, o él a ella, y entonces caían en una especie de coma, derribados por el agotamiento. La aprobación de ese documento generaba en ellos mucha más tensión de la que estaban dispuestos a admitir, excepto en aquellos momentos, abrazados contra el frío mundo exterior. Un nuevo amor; a pesar de que Nadia no era nada sentimental, Art no encontraba otra manera de definirlo. Se sentía feliz.

Y le divirtió, pero no le sorprendió, que una mañana al despertarse, Nadia dijera:

—Sometámosla a voto.

Art habló con los suizos y los expertos de Dorsa Brevia, y los primeros propusieron al congreso la votación de la constitución que tenían sobre la mesa en aquellos momentos: votarían punto por punto, como se había acordado al comenzar. Inmediatamente se produjo un frenético comercio de votos, ante el cual la bolsa terrana pareció un juego de niños. Entretanto los suizos fijaron el sistema que se emplearía en los tres días siguientes: se concedió un voto a cada grupo para los párrafos numerados del borrador de la constitución. Los ochenta y nueve párrafos fueron aprobados, y la enorme colección de «material explicativo» se añadió oficialmente al texto principal.